Les propongo un ejercicio de imaginación. Están ustedes disfrutando de unos langostinos en el paseo marítimo de Vinaròs cuando, sin venir a cuento, el suelo se mueve. No mucho pero lo suficiente como para que un sudorcillo frío les recorra el cogote y se les desasosiegue el estómago con la inquietud de saber que algo, bajo tierra, anda terriblemente mal. Pero el temblor no es un hecho aislado. Poco después, tras el primer movimiento, viene otro y luego otro más. Y uno empieza a pensar si por las profundidades castellonenses no se arrastrará una familia de gusanos gigantes buscando carne fresca.
Pero no, en este ejercicio de imaginación no vienen al caso las películas de serie B. Aunque, bien mirado, la imagen de los gusanos royendo el subsuelo puede ser bastante apropiada. Porque lo que yo he planteado aquí como un ejercicio de imaginación fue lo que debieron de sufrir los vecinos del norte la semana pasada. Y el motivo, como en la peli de Kevin Bacon, también venía de un hatajo de depredadores de las profundidades. Sobre el papel el Proyecto Castor parecía la gran solución para paliar, al menos en parte, la gran dependencia española frente al suministro exterior de gas natural. El que se vende a sí mismo como “la mayor inversión del sistema gasista español para garantizar el suministro y la estabilidad de precios” propone aprovechar una antigua bolsa de petróleo agotada para almacenar unos mil trescientos millones de metros cúbicos de gas. Suministro garantizado para tres meses según la Web que presenta el proyecto -en inglés, por cierto-. Un proyecto en teoría genial que, a la hora de la verdad no lo está resultando tanto. Para crear la bolsa de almacenaje se ha inyectado el gas, sometiendo al subsuelo a variaciones de presión que, al parecer, han provocado seísmos localizados.
Curiosamente, cuando los vecinos de Castellón –y de Tarragona– se preguntan si nadie tuvo en cuenta el riesgo sísmico, al estudiar un proyecto que contemplaba inyectar gas inflamable a presión en un depósito subterráneo, la sorprendente respuesta es que no. En Madrid no analizaron este peligro y aquí, en la Comunitat, ni el Govern ni la Conselleria de Medio Ambiente tuvieron a bien preguntar.
Entiendo que no se le puede pedir al común de los mortales tal conocimiento sobre geología como para saber qué acciones acabarán afectando a la actividad sismológica. Pero es que el común de los mortales no tiene por qué disponer de ese conocimiento. Para eso, se supone, hay organismos competentes que mantienen en nómina técnicos y asesores. Sin embargo esta no es la primera vez que, en lo ambiental, el Govern peca de absoluta dejadez. Hace unos seis meses, el Tribunal Supremo también echó por tierra el recurso de la Generalitat contra las prospecciones petrolíferas en el litoral valenciano porque el escrito del gobierno autonómico “carece así del rigor técnico exigible a un recurso contencioso formulado ante esta Sala”, según la cita que hace Europa Press de la propia sentencia.
Con estos antecedentes ya se pueden imaginar el rigor que se debe de haber puesto en los estudios medioambientales sobre los proyectos de fractura hidráulica que penden sobre la comarca de Els Ports y que, de llevarse a cabo, supondrán la inyección de miles de litros de sustancias nocivas en el subsuelo de una zona de la que beben gran parte de los acuíferos valencianos. Una técnica, por cierto, que pese a los beneficios económicos que supone está en entredicho por su elevado coste medioambiental.
Uno podría ser malpensado y considerar que estos olvidos y errores responden a la disciplina de partido. Que si existen defectos de forma en las trabas legales que el gobierno autonómico tiene la facultad de imponer es, simplemente, porque así se le ha ordenado desde Madrid. Estamos en crisis y cada céntimo de euro cuenta para saldar las cuentas. Y si el subsuelo se envenena ya apechugará el que venga detrás con las consecuencias. Pero frente a esa dejadez hay otra explicación más inquietante. La que responde al denominado Principio de Hanlon: “Nunca atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez”. En cuestiones medioambientales, esta estupidez se traduce en una absoluta irresponsabilidad. Cuando el precio a pagar es la habitabilidad del territorio no hay administración legitimada, por muchos votos que tenga, para asumir semejante deuda en nombre de todos.