Vivienda viene de vivir

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Hace décadas que el problema de la vivienda es central en nuestra sociedad. Tal vez desde que nos convencieron con la idea de que es mejor comprar que alquilar. Comprar siempre sujeta al comprador, lo fija, ha de devolver el préstamo, trabajar más, comprometerse. Los matrimonios sin papeles en realidad tienen un papel imbatible: la hipoteca.

Ante el problema de la vivienda, la derecha liberalizó el suelo, como si antes estuviera esclavizado. Pero lo hizo no para ponerlo a disposición de la gente y promover la vivienda, no vayan a creer, sino para convertirlo en un negocio. Esto no supuso casas para todos y todas, como pregonaban, sino un urbanismo disperso que rompió el paisaje, invadió la huerta, trituró el territorio, y creó la leyenda del ladrillo. No es que las cosas no salieron como estaban pensadas, sino que estaban pensadas para que salieran así. Puestos de trabajo a cambio de insensatez, crecimiento sinónimo de atropello. Y, sobre todo: pastuqui para algunos.

Otra cosa hubiera sido socializar el suelo, que pasara a ser público, pero la propiedad privada es un límite infranqueable, sagrado, constituyente, aunque la Constitución habla de “la función pública de la propiedad privada”. ¿Eso qué es?

Así llegamos a la situación absurda de que hubiera muchas casas pero poca gente que pudiera acceder a ellas. Simplemente porque ya no eran casas, sino lingotes de oro para guardar debajo del colchón esperando tiempos mejores. Mira por dónde, ahora las viviendas son “productos financieros”. Les cambiaron el nombre y no nos dimos cuenta. Las plusvalías, que siempre habían sido un pecado, pasaron a ser una virtud. El mercado las blanqueó.

Aquello era insostenible, y reventó. Era una crisis mundial, pero en nuestro caso estaba multiplicada por la avaricia del ladrillo. La hipoteca pasó de ser un sueño a un desahucio, y de ahí a un drama social. La crueldad del capitalismo llenó los telediarios. Más que el ladrillo, lo que estaba en crisis era la ética, la sensatez, la solidaridad; ideas barridas por los suelos de los tribunales. En realidad nos desahuciaron a todos y tampoco lo notamos.

Con esa mochila a cuestas, continúan perdiendo los mismos. Nadie pregunta cómo hemos llegado a este suicidio social. Nos parece normal, aunque detrás siempre hay avaricia, fondos carroñeros, y una administración que no vigila o incluso negocia con la necesidad.

Los más vulnerables intentan volver la mirada hacia el alquiler, y ahí les están esperando otra vez. Precios abusivos por dormir en una bañera y trasteros sin ventanas que se convierten por la magia de la publicidad en un “ático coqueto”. Da lo mismo buscar soluciones, siempre aparece el “listo de la clase”. Nos dicen “hecha la ley, hecha la trampa” y nos parece un refrán, aunque es un torpedo al estado de derecho. Pero no reaccionamos.

Hoy es imprescindible que la vivienda recupere su condición de derecho básico y para eso hay que legislar y vigilar, poniendo límites férreos. Entonces la derecha enciende las alarmas y dice que eso es atentar contra la libertad, otra vez son abanderados del engaño, del juego de palabras. ¿Quién es el estado para decirme lo que tengo que hacer?

Aquel viejo liberalismo, amable, se revuelve en su tumba porque sus herederos han convertido las ideas de ayer en la dictadura de la libertad de algunos, manipulando otra vez el sentido de la palabra para volver a abusar hasta el infinito y más allá. Mi libertad no acaba donde empieza la tuya, piensan, mi libertad no acaba nunca, y la tuya ni siquiera empieza.

Por eso vuelve una y otra vez a estar en el candelero la ley de la vivienda. Pero no hay un debate sano para mejorarla, sino para derribarla. Mejor sin ley, murmuran; que regule el mercado, insisten; como si al mercado lo eligiera alguien para mandar sobre nuestros derechos.

Ahora bien, construir vivienda pública (y no venderla nunca) es la solución pero supone un largo proceso que debíamos haber abordado hace años. Es cuando aparece un concepto importante: el mientrastanto. Es mejor enseñar a pescar a alguien que regalarle un pez, de acuerdo. Pero mientras aprende a pescar, dale un bocadillo porque tiene que comer. Por eso son importantes los bonos, las ayudas, los esfuerzos por el mientrastanto. Son parches, claro, hasta que consigamos una rueda nueva.

Con el progreso, nos queda la tarea de recomponer la necesidad de una vivienda digna, uniendo vivienda y dignidad, evitando que la dignidad sea cara y la indignidad barata. Nos queda defender la verdadera libertad por la que hemos trabajado, y explicar a nuestros hijos e hijas, nietas y nietos, que es la indignidad la que ha de salirle cara al indigno.

Eso es la democracia, les diremos, algo que parece lejos pero está cerca.