Entelequia para unos, paraíso sociológico para otros; el centro se ha convertido en la obsesión de todos. Mariano Rajoy trataba de adularlo apelando a la “mayoría silenciosa” que condensaba su sabio sentido común un callar estoicamente frente a esa minoría levantisca siempre dispuesta a exigir ese derecho que las tijeras presupuestarias se apresuraban a cortar en bien de la macroeconomía. Ahora Pablo Casado, después de meses abominando de él, se deja crecer la barba rajoniana con la esperanza de recuperar el favor de ese silencioso centro. Y lo mismo hace Pablo Sánchez, que tras sus devaneos largocaballeristas, asume la terminología del exregistrador de la propiedad de Santa Pola para reivindicar a la “mayoría cautelosa”. Tras el ocaso de los grandes relatos ideológicos, conservadores y socialdemócratas flirtean con las mayorías sociales a partir del matiz: unos las prefieren mudas y los otros, más tolerantes, que no hablen más de la cuenta.
Esta obcecación por el centro no es nueva. Nació con la restauración democrática propiciada, según la versión oficial, por un rey y un duque centrista. Eliminados del relato los obreros apaleados, los comunistas fusilados y encarcelados, y hasta borrados del mapa en Suresnes los viejos socialistas exiliados, el afán por conquistar el centro era la lucha por recuperar una especie de estado virginal, de placidez a resguardo de extremismos imaginados, de legitimación colectiva que el grupo Prisa se encargaba de remarcar. Pero sobre todo el centro se percibía con un comodín con el que afrontar el gran póker electoral, la carta más preciada cuando no se tenía la capacidad de esconder algún as en la manga.
La obsesión por el centro no es nueva, pero tras la convocatoria electoral del 10N parece haberse acrecentado hasta el paroxismo. Hay excepciones, claro. Unidas Podemos ni se molesta por jugar esa partida, pese a que en un tiempo trató de modernizarla sustituyendo la centralidad por la transversalidad. Pero de nada le sirvió aquel esfuerzo teórico y ahora la formación que lidera Pablo Iglesias ha sido desterrada a los terroríficos confines de la “extrema izquierda”. Y lo mismo ocurre con los nacionalistas, por mucho que el PNV trate de mantener alzada no solo la ikurriña sino la bandera de la cordura. Para los analistas políticos de Madrid se trata de partidos demasiados “periféricos” como para poderlos integrar en la centralidad. La incógnita está en Errejón que aspira a la cuadratura del círculo manteniendo esa transversalidad ambigua y centralizadora, hablando catalán y pactando con “periféricos” como Compromís.
El resto pugna por mantenerse en la órbita del centro como satélites dando vueltas alrededor de un astro. Y ahí, precisamente, radica el principal problema del escenario político español, pues la indefinición ideológica de ese objeto centrista de deseo hace imposible entender el fenómeno en términos políticos, y solo comienza a resultar comprensible si aplicamos elementos interpretativos de la astrodinámica. Porque en este tipo de movimientos celestes lo que prima son las órbitas elípticas: aquellas en las que el objeto que gira en torno al anhelado centro oscila entre la periapsis y la apoapsis, entre las fases de acercamiento y alejamiento que marca la parábola de su movimiento.
Hoy la órbita centrista de la política española está en plena apoapsis hacia la derecha, tan pronunciada que algunos como Albert Rivera han acabado por salirse de órbita y quedar a la deriva por el vacío sideral. Por eso, los socialistas buscan la centralidad con valores seguros en esa distante posición. Como el españolismo. Si ayer eran la izquierda hoy son España y compiten por ver quién es más rápido desenfundando ante Torra la Ley de Seguridad Nacional o el 155 en ese duelo al sol en que lleva tiempo convertido el conflicto catalán. Y el PP, dispuesto a no quedarse rezagado en la carrera sideral por el centro, no duda en dar un paso más a su diestra con Isabel Días Ayuso, azuzada por Abascal, lista para el martirio con tal de defender directamente a Dios de los que quieren quemar sus iglesias como en el 36. O cobrar el IBI a los negocios de la Confederación Episcopal, que para ella y los centrados populares viene a ser lo mismo.
Todo vale en nombre del centro, ese deseado comodín que les permita una buena mano en la noche electoral de los tahúres. Poco importa que sepan de antemano que no conseguirán ningún póker de ases que anule al resto de jugadores. O que el naipe que persiguen acabe siendo un Joker tan maléfico como el supervillano de la película de Todd Phillips victoriosa en el Festival de Venecia; al fin y al cabo, el terror siempre viene bien para amansar a las mayorías cautelosas en tiempos de crisis como los que se avecinan. Poco importa también que de tanto girar en la órbita del centro ya no sepan en qué país viven, ni en qué planeta.