¿De qué orden internacional me habla?

La espantosa debacle que vivió el mundo entre 1914 y 1945 hacía incuestionable la idea de un orden mundial, multilateral, deliberativo, basado en la diplomacia y la negociación, aunque, eso sí, siempre dirigido y controlado por las grandes potencias. El contexto posterior a la IIª Guerra Mundial impedía el tradicional aislacionismo norteamericano -especialmente tras el hundimiento de los grandes imperios europeos como el británico o el austro-húngaro, y el fracaso de quienes vieron frustrarse sus aspiraciones imperiales (Alemania, Japón). Algunos de aquellos derrotados, parece que todavía no han acabado de asimilarlo.

Durante las cuatro décadas de Guerra Fría, el frentismo de los dos bloques y el protagonismo mayor o menor de los organismos internaciones en el seno de la ONU sostenían una inestable arquitectura internacional que estalló por los aires con la globalización económica, el hundimiento del bloque soviético y la emergencia de nuevas potencias como China o las economías del petróleo en el Golfo. La geopolítica del mundo poscolonial se organizó en torno a dos bloques, cuya explosión hizo augurar a algunos el fin de la historia. Pero esa visión idílica del capitalismo-democrático-liberal satisfecho de sí mismo no encerraba más que una trampa: era la antesala del caos. Porque la crisis sistémica de la última década ha tumbado sin piedad los vestigios del viejo orden. Y esa crisis tiene un fundamento en las transformaciones de los poderes económicos que, cada vez más, actúan como agentes hegemónicos por encima del orden y las normas. El Foro de Davos, el G-8, el G-20, el foro Bilderberg, las multinacionales del crimen organizado, la banca Vaticana, los paraísos fiscales. ¿Quién organiza y establece las normas? ¿Quién regula la economía, la legalidad, el orden? La ONU ni sabe ni contesta, sometida al ninguneo de los poderosos. No la precisan, y a demás molesta. Condenada a la inoperancia precisamente cuando las corporaciones más poderosas adquieren una dimensión mundial, sucede que la política y la diplomacia desaparecen. El perfil de los líderes mundiales no es el de los políticos instruidos, carismáticos y hábiles, sino el de los rudos empresarios poderosos, o quizá expertos agentes de los servicios de inteligencia, que se encargan, a su manera, de establecer las soluciones a los problemas, según su conveniencia. La idea misma de democracia o de multilateralismo (diplomacia) está en crisis y en peligro de extinción. ¿Quién espera acuerdos internacionales para preservar el medio ambiente y la biodiversidad? ¿O para solucionar el calentamiento global y sus consecuencias para la vida y la salud?

De nuevo las élites -cada vez más poderosas- versus la ciudadanía. ¿Dónde se adoptan las decisiones? ¿Dónde radica el poder para regular las relaciones internacionales, el comercio, los derechos humanos o la justicia social? ¿Les suenan estos conceptos, o son un mero arcaísmo? Tengo la impresión de que estamos asistiendo a una batalla sorda pero muy profunda entre el poder absoluto (político, económico, tecnológico, informativo) que se enquista como una plataforma invencible y una ciudadanía que todavía da muestras de resistirse a ser espectadora pasiva y complaciente de su propio suicidio por inanición. La batalla no está perdida, porque los vientos que guían la historia –diría quizás algún iluso hegeliano- a veces soplan tan fuerte que descubren las vergüenzas más sucias e inconfesables de los falsarios prestidigitadores. ¡Qué viejos, hipócritas y sucios!