Los peajes

Unos escasos diecinueve kilómetros separan las localidades catalanas de Montgat y Mataró. En principio, el trayecto no tiene nada de extraordinario, ni presenta alguna característica peculiar que lo diferencie de tantas otras cortas distancias como pueblos tiene España. Y sin embargo esos pocos kilómetros pasaron a la historia por haber sido elegidos por el caprichoso proceder de Franco para crear la primera autopista de pago del país. Un antojo que el próximo 23 de julio cumplirá medio siglo desde su publicación formal en el Boletín Oficial del Estado, aunque su conmemoración esté pasando tan desapercibida como el cuarto centenario de la muerte de Cervantes.

Tampoco sorprende este olvido ya que en estos cincuenta años los españoles nos hemos acostumbrado y hasta resignado a eso de ir pagando peajes. De hecho, el peaje, ese pago religioso a una empresa privada a cambio de que nos permita continuar nuestro camino, se ha convertido en una práctica tan habitual que casi ya ni reparamos en ello. Escudriñamos aburridos en nuestros bolsillos, entregamos indiferentes nuestras monedas al cobrador de la garita y esperamos apáticos a que nos levante la barrera que nos permita proseguir nuestro viaje hasta el próximo peaje. Y no me refiero sólo a las autopistas, claro.

La propia transición democrática tuvo mucho de peaje atado y bien atado por las estructuras franquistas para permitirnos circular por caminos más seguros que los pateados por la bota militar. El precio fue la desmemoria, el desencanto, la renuncia a transitar fuera de la senda marcada. Luego vendría otro peaje para poder circular por las autopistas de la modernidad europea. Allí cambiamos el casete de los Chunguitos comprado en la última gasolinera por los grandes éxitos de Alaska y los Pegamoides y alegremente pagamos con nuestra reconversión industrial y un ingreso en la Alianza Atlántica que en lugar de llevarnos a Mataró terminó metiéndonos sin darnos cuenta por la emocionante y mortífera ruta que conducía a Yugoslavia, Afganistán o Iraq.

Y así hasta hoy en que el ministro en funciones de Economía, Luis de Guindos, nos augura con la satisfacción del conductor travieso que está convencido de que al final la Unión Europea no multará con 2.000 millones de euros las infracciones del gobierno de Mariano Rajoy al volante, sino que se limitará a una simple y paternalista reprimenda de guardia civil de tráfico. Eso sí, siempre y cuando estemos dispuestos a continuar pagando obedientemente el peaje oportuno por continuar el viaje por las autopistas de la austeridad como hemos venido haciendo hasta ahora.

El coste no es demasiado desorbitado a juicio del ministro. Al fin y al cabo, el peaje de austeridad que se nos viene aplicando solo ha supuesto que desde 2008 haya crecido en medio millón el número de niños y adolescentes que se encuentran en situación de pobreza, hasta rozar los 1,4 millones. O que un 28,6% de la población española sufra algún tipo de carencias materiales. Nimiedades, debe de pensar De Guindos mientras última nuevos ajustes por unos 8.000 millones de euros. Detalles sin interés para un país tan acostumbrado a los peajes que, a pesar de los kilómetros acumulados, todavía no se ha dado cuenta de que la autovía por la que circula hace tiempo que dejó de conducir a ninguna parte.