Estas Navidades he descubierto que a una determinada edad, nuestra situación sentimental y nuestra maternidad se convierten en cuestiones familiares de vital importancia. Son recurrentes las preguntas sobre si por fin has conseguido una pareja o si piensas tener hijos, porque, nena, el tiempo vuela y a este paso te vas a quedar para vestir santos.
Todavía se cree que las mujeres necesitamos formar una familia para ser felices. Según nuestro mandato de género, somos “seres para otros”, es decir, nuestra esencia es cuidar a los demás. Nuestra valía, según este patrón, se mide según nuestra capacidad de entrega, sin esperar nada a cambio y renunciando hasta a nuestros propios intereses. Ser madres es nuestro destino natural y, por lo tanto, solo podemos alcanzar la plenitud a través de la maternidad.
Estos argumentos propios del pasado perviven en la actualidad y la decisión de no tener descendencia sigue estigmatizada. Hasta la capacidad de la primera ministra del Reino Unido, Theresa May, fue cuestionada por el simple hecho de no tener hijos. Lo “normal” es que seamos madres antes que mujeres, pero madres perfectas, de las que lo compaginan con sus carreras profesionales y no descuidan su aspecto físico. Y, ojo, sin quejarse. Está terminantemente prohibido criticar algo sobre la maternidad porque la sociedad crucifica a aquellas que se atreven a hablar de ella desde otro punto de vista o a reconocer el sacrificio que supone.
Simone de Beauvoir fue la primera en señalar la maternidad como una atadura para las mujeres. Elisabeth Badinter ha ido más allá al asegurar que es “una nueva forma de esclavitud”. Estar en contra de la maternidad sería un sinsentido, pero no reconocer que este ideal tiene efectos negativos en la vida de las mujeres sería una estupidez. Lo demostró Betty Friedan cuando comprobó que el rol solo de esposa y madre generaba frustración e insatisfacción en ellas. Ahora sabemos que el instinto maternal es un mito y que, aunque la capacidad de dar a luz es algo biológico, la necesidad de convertir esta función en el papel más importante para la mujer es un hecho cultural.
La maternidad no es más que una elección. No es nuestro destino, ni nuestra obligación y tenemos el derecho de construir una identidad propia que vaya más allá de ser madres o no. Los hombres no sufren esta presión social ni son víctimas de numerosos prejuicios por no ser padres. Es muy injusto que una mujer no pueda decir con libertad que no desea tener hijos sin sentirse culpable, egoísta o inmadura. En lugar de presionar tanto a las que eligen este camino, la sociedad debería centrar todos los esfuerzos en apoyar a las mujeres que quieren tener hijos, para que esta decisión no les obligue a renunciar a sus trabajos, a sus necesidades y prácticamente a sus propias vidas, como exige el patriarcado.