Estoy intentando reconciliarme con mi yo católico. Pensé que sería sencillo volver a la senda que Dios manda, puesto que estudié en un colegio religioso en el que rezaba a diario el padrenuestro, bendecía la mesa antes de comer y distinguía perfectamente cuáles eran los pecados mortales para mi alma. Pero tengo que confesar que me equivoqué. La Iglesia no nos lo pone nada fácil y empiezo a sospechar que las mujeres no le interesamos. Lo demostró el arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares, cuando escribió con motivo del día de la Constitución que el matrimonio homosexual y “la ideología de género” son “problemas” actuales que “es preciso superar”. No se refirió a la corrupción, a la pobreza o a la violencia. Los pecados capitales modernos son, a su juicio, la diversidad sexual y el feminismo, o lo que es lo mismo, la igualdad.
¿Por qué este empeño de los máximos dirigentes eclesiásticos de condenar constantemente el feminismo? Lo explicó Cañizares en un artículo en La Razón, en el que aseguró que “la ideología de género lleva consigo el cuestionamiento radical de la familia y, por tanto, de toda la sociedad”. De la sociedad heteropatriarcal, añadiría yo, con la que se sienten tan cómodos. No cabe duda de que la Iglesia es machista en su estructura y en su doctrina.
Las religiones, según defiende el director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones en la Universidad Carlos III, Juan José Tamayo, tienen una estructura patriarcal, transmiten una ideología androcéntrica, imponen una moral machista y desarrollan prácticas sexistas. El judaísmo y el cristianismo son la base del patriarcado occidental y han sido uno de los mayores obstáculos para la emancipación de la mujer. Poco le importa a la cúpula eclesiástica que las primeras seguidoras de Jesucristo fueran mujeres y que en el movimiento de Jesús no hubiera discriminaciones de género. Ahora, ellas están marginadas del poder real y del sagrado. Además, se les exige obediencia y sumisión. Para ir al cielo, tienen que ser perfectos ángeles del hogar. Cabe destacar la labor de muchas teólogas feministas y numerosas organizaciones de mujeres religiosas que reivindican, sin éxito, la justicia social y un cambio en los patrones culturales y religiosos vigentes.
En cualquier caso, no es extraño que la reacción de la Iglesia frente al feminismo –y frente al colectivo LGTBI- sea tan agresiva, ya que ve peligrar sus cimientos. Pero en esta ecuación, lo perverso no son estos movimientos que únicamente defienden la igualdad. Lo peligroso es que la Iglesia, que todavía tiene demasiada influencia y poder, abandere el discurso del odio. Ya se ha visto obligada a pedir perdón muchas veces a lo largo de la historia: por la Inquisición, por la condena injusta de Galileo Galilei o por los abusos a menores. Puede que todavía esté a tiempo de pedir perdón por discriminar a las mujeres y de ponerse a la altura de lo que el siglo XXI requiere. Aunque solo sea por supervivencia.