Los dos años del gobierno de Rajoy se definen en un término: neoconservadurismo.
Eso sí, con los tintes españoles que el PP confiere a su ideologismo cultural vinculado a la Iglesia Católica más reaccionaria, al empresariado más egoísta y a los medios de comunicación más furibundos.
Nadie sabía definir a Rajoy cuando llegó al gobierno. Aquel hombre gris, titubeante, poco trabajador y poco exigente de sí mismo, escurridizo ante las declaraciones, de una oratoria simple y banal, con frases hechas y obvias, ha demostrado que tiene claramente una hoja de ruta: se trata de cambiar definitivamente el rumbo de la España de los ochenta, del inicio de los derechos sociales y el incipiente Estado de Bienestar.
Aznar lo intentó pero se truncó su proyecto en 2004 con la pérdida de las elecciones generales. Y hoy, Rajoy retoma la senda perdida.
De hecho, Rajoy siempre estuvo allí; como él diría, “detrás, delante, al lado” del pensamiento neoconservador español, compartiendo las decisiones de Aznar y llevándolas a término, desde la marea negra del Prestige a la guerra de Irak. Rajoy no era un novato ni un recién llegado cuando aterrizó en la Moncloa, todo lo contrario, era un “segundón” con plaza y mando, que pasó inadvertido por su imagen que apenas dejaba huella y por sus declaraciones escuetas que no llamaban la atención.
La revolución conservadora emprendida en los años 70 por Reagan y Thatcher, continuada bajo el mandado de Bush, recoge el relevo en las manos de una Europa “merkelizada” y, aquí en España, una vez más, bajo el PP.
Pese a que a muchos no nos ha sorprendido la gestión del PP en líneas generales: por ejemplo, que no iban a cumplir lo prometido, que sería imposible que nos sacaran de la crisis “con recetas mágicas”, que nos estaban vendiendo humo, y un largo etcétera, he de reconocer que hemos pecado de ingenuidad ¡una vez más!, porque era impensable que la desfachatez (término muy adecuado) llegara tan lejos. No es sólo la mentira o el incumplimiento permanente, no es sólo la impunidad y la falta de asunción de responsabilidades, no es sólo la corrupción, es mucho más: es la involución ideológica y cultural que el PP está llevando adelante.
Los cambios sociales y culturales que, de forma vertiginosa, se están produciendo en nuestro país son innumerables: la reforma laboral que rompe el equilibro y consenso negociador de los convenios, eliminando derechos de protección y garantías mínimas de salario digno; la reforma educativa, que nos devuelve a una escuela conservadora y católica; la eliminación de la filosofía y la ética, de la educación en valores, como instrumentos básicos de formación de ciudadanos críticos y reflexivos; las reformas judiciales, destinadas a dificultar el acceso de todos a la justicia, con el fin de no enturbiar a las élites; el papel de la mujer, junto a una separación de papeles sociales, que se inicia con la segregación de sexos en la escuela, con la laxitud cultural y de protección en asuntos como violencia de género o temas de igualdad, con la reforma de la ley del aborto, con la debilidad de derechos como la dependencia o la atención a los más débiles; el papel de la familia, que vuelve a ser quien incube los problemas individuales, ostentando de nuevo roles que había asumido el Estado, como la protección económica, el cuidado sanitario de sus miembros, la educación en lo social; la ley antiprotestas de Gallardón, con fines claramente represivos en la acción democrática y que, en lugar de ampliar y extender derechos, los reduce amordazando y atemorizando a los ciudadanos.
Resulta sorprendente la celeridad que en estos dos años se ha dado el PP para acallar los disturbios ciudadanos, legislar los escraches y las manifestaciones ciudadanas, sancionar a los más débiles, modificar las estructuras laborales y sociales, mientras que aún no se han acometido reformas para impedir que esta crisis vuelva a ocurrir, para sancionar y castigar a los corruptos, para que los bancos paguen las estafas, para que se asuman responsabilidades por mala gestión.
A veces suspiramos pensando que no ha cambiado nada, que el poder político y económico sigue haciendo de las suyas, que no veremos a nadie entrar en la cárcel, … , pero si analizamos con detalle veremos que todo está cambiando a mucha velocidad: los ciudadanos ya no somos los mismos de hace tan sólo dos años. Ya no tenemos ni los mismos derechos laborales ni trabajaremos por el salario de hace dos años (sino mucho menos), ni el mismo acceso educativo, ni las mismas protecciones en pensiones o en sanidad, ni las mismas ayudas en dependencia, ni la misma libertad informativa en la televisión española o en las autonómicas, ni la misma capacidad de organizar un emotivo y sentido 15-M, ni otros muchos valores que conforman una sociedad democrática.
Y Rajoy lo sabe, por eso no tuerce el gesto ni se asusta ante las continuas protestas de todos los sectores de la sociedad, y no parece inmutarse con el elevado aumento del desempleo, porque sabe que ya llegará el momento en que se cree empleo de nuevo, cuando abra la presión del cuello de los trabajadores, sólo que entonces se trabajará más por menos (como ya está ocurriendo), por eso, no lo vemos alterado ni cabizbajo, ni preocupado ni huraño.
Y si no fueran pocas las pistas que Rajoy está dejando en el camino para que sepamos que esto no es casual, sino claramente intencionado y fruto de un pensamiento definido y definitorio, alguien del gobierno podría aclarar cuándo se tomó la decisión de perdonar la deuda a los bancos y por qué. Una nueva estafa que se ceba sobre las familias españolas a las que, cuando Rajoy acabe con su revolución neoconservadora, no habrá quien las reconozca.