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Plaza de la Reina ¿en construcción?

7 de diciembre de 2021 12:49 h

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I. Ceci n'est pas une place

La llamada “plaza” de la Reina alguna vez lo fue, pero hoy no puede seguir caracterizándose así el plano horizontal de una exorbitante explanada cuya hipoteca principal -porque así se ha querido- es un estacionamiento subterráneo construido en los años 70 del pasado siglo, y que hoy, libre de servidumbres, incomprensiblemente, impide la certera solución de un problema histórico.

Ahora no es sino un extenso desierto pavimentado, expuesto al sol inclemente del verano y, por lo que se ve, esto no va a cambiar con las obras de peatonalización en curso. Su escala responde a un problema inexistente creado a partir de la obsesión por la trasnochada Reforma Interior (imagen 1). Los derribos que, amparados en ella, provocaron este terrain vague en pleno corazón de la ciudad, no han encontrado hasta el momento una justificación racional más allá de una supuesta vocación de centralidad a la que el argumentario de la mejora de la vialidad ha prestado su justificación más engañosa.

Pero la iniciativa municipal de consolidar ese nodo de actividad ya estaba obsoleta cuando se inician los primeros derribos en los años cuarenta, que concluyeron al alcanzar la fachada de la catedral en 1963. Otro tanto sucedió con la apertura de la avenida del Oeste emprendida tardíamente por los mismos motivos: remediar el paro obrero existente en la ciudad de posguerra.

El centro urbano se había desplazado ya desde finales de los años 20 a la antigua plaza de San Francisco, germen de la actual plaza de l´Ajuntament, y, cuando se inician los derribos, su centralidad estaba fuera de toda duda.

El objetivo más tentador con respecto a su tamaño consistía en alcanzar desde el lado sur -determinado por un eje imaginario desde la calle de la Paz a la torre de Sta. Catalina- la fachada de la catedral. Para ello el ayuntamiento convocó un concurso en 1951 con el objetivo de obtener ideas con las que llevar adelante la ampliación. Venía supuestamente avalado por el “sentimiento popular” y “la adhesión inquebrantable de las fuerzas vivas” de la ciudad, como fue descrito en su momento.

Si en su estado actual, y, utilizando números redondos, comparamos el tamaño de la plaza de la Reina (alrededor de 165x65 mts.) con otras plazas de Ciutat Vella (Plaza Redonda, 35 mts. de diámetro; del Negrito, 20x20 mts.; del Correo Viejo, 25x15 mts.; de la Merced, 25x20 mts.; de San Luis Beltrán, 25x16 mts., …), advertiremos el desatino de la ampliación.

Pero no sólo eso, este propósito conllevó la destrucción de la visión de la portada barroca de la catedral, construida entre 1703 y 1741; un singular elemento que había nacido adaptándose a las circunstancias urbanísticas del lugar -su visión desde la calle de Zaragoza- y cuya característica compositiva sigue siendo ignorada y despreciada sistemáticamente desde entonces. Si hoy preguntásemos, sin aportar la información y valoración suficientes acerca de las circunstancias de su construcción, esta opción -mostrar selectivamente sólo la portada barroca- frente a la de “mostrarlo todo” -desde la portada hasta el Aula Capitular (Capilla del Santo Cáliz)- como sucede en la actualidad, la respuesta obtenida probablemente sería la misma.

Finalmente, la construcción en 1970 del extenso estacionamiento subterráneo entorpeció definitivamente una solución razonable de organización del espacio.

Ahora, el proyecto y las obras de reurbanización en curso se ejecutan con veinte años de retraso desde la convocatoria del último concurso promovido a instancias del Colegio de Arquitectos en 1998. Y claro, desde entonces las cosas han cambiado bastante: Han cambiado las preocupaciones ciudadanas acerca del peso y significado de la ciudad histórica; ha cambiado la percepción y la puesta en valor de las cuestiones medioambientales, con el rechazo al ruido y demás contaminaciones del signo que fueren; ha cambiado, aunque a duras penas, el concepto de accesibilidad motorizada a cualquier lugar fomentada durante décadas de políticas de estímulo del uso indiscriminado del automóvil (más estacionamientos subterráneos en el centro, más túneles, más carriles de circulación…); ha cambiado el turismo interesado moderadamente en la ciudad y la repercusión económica que ello comporta; finalmente, ha cambiado la visión faraónica del espectáculo de pan y circo al que nos tenían acostumbrados las autoridades competentes del momento. Todo ello ha cristalizado también en un cambio de signo político de la Corporación Municipal y/o quizás por ello sea todo al revés de como lo he escrito.

Por eso no se entiende muy bien la aceptación acrítica municipal del proyecto ganador de 1999 sin una revisión y puesta al día de los objetivos, es decir, sin adaptarlo al ideario de la Corporación representativa del nuevo sentir ciudadano surgida de las elecciones. Además, desde 2015, la Agenda 2030 nos compromete, atendiendo especialmente al objetivo número 11 de hacer Ciudades y Comunidades sostenibles.

Para acabarlo de arreglar, la rocambolesca adjudicación del proyecto de ejecución y de la dirección de las obras al segundo de la lista (no de los ganadores del concurso de 1999 sino del reciente de 2018) por interferencias administrativas que nunca debieron primar sobre la calidad de la solución ganadora -burocracia frente a arquitectura-, ha degradado definitivamente la intervención.

Así, si la concepción inicial, haciendo abstracción de lo dicho hasta aquí, era una exquisita intervención zen, lo que se está ejecutando ahora mismo es una gran paella mixta, aquel inefable guiso heredado del franquismo cocinado para un turismo paleto de aluvión, donde sus autores, cautivos del horror vacui, disponen sobre el extenso plano horizontal en el que no se sabe qué hacer para rellenarlo, los ingredientes a cuál más pintoresco: una pata de conejo más una gamba y unos guisantes por aquí, una clótxina por allí, dos tiras de pimiento morrón más allá….

II. Konrad Rudolf y el infortunio de una portada maldita

A principios del s. XX, las aspiraciones ciudadanas a dotar de mayor espacio a la primitiva plaza de la Reina, un enclave de planta triangular ubicado en la confluencia de las calles de la Paz -iniciada a partir de 1878 y concluida en 1903- y de San Vicente -sometida a una regularización de alineaciones en su fachada oeste- parecen obtener respuesta a una demanda de mayor accesibilidad a ese incipiente centro urbano que parecía consolidarse.

El origen y genealogía de la plaza de la Reina hoy son perfectamente conocidos gracias a los trabajos de investigación publicados por el arquitecto y académico Francisco Taberner, por lo que no insistiré en este asunto (imagen 3). No obstante, quiero señalar dos aspectos que caracterizan a casi todas las propuestas que para su ampliación se presentaron a otro concurso previo al de 2000, celebrado en 1951. En él, el objetivo preferente consistía en alcanzar desde el lado sur, determinado por el eje imaginario que desde la calle de la Paz finalizaba en la torre de Santa Catalina, la fachada de la catedral. Este objetivo venía supuestamente avalado por el “sentimiento popular” y “la adhesión inquebrantable de las fuerzas vivas” de la ciudad, como fue descrito en su momento.

La primera característica de dichas propuestas fue la organización del área de actuación en dos o, incluso, tres ambientes o subespacios diferenciados, para atenuar la magnitud del espacio resultante; la segunda, la incorporación de una ordenanza gráfica realzada por soportales para unificar de algún modo el espacio o los subespacios que pretendían organizar a partir de los derribos generalizados previstos.

En cierto modo y, dado su tamaño, había una voluntad de regulación del espacio al modo de las plazas mayores españolas construidas entre los siglos XVI y XVIII, como Madrid, Salamanca o de la Corredera, en Córdoba, si bien con el lenguaje estalinista del momento tan querido por el franquismo que hoy vemos en la avenida Karl Marx del Berlín oriental.

Esta propuesta, afortunadamente no prosperó porque el debate organizado por el Colegio de arquitectos en 1956, a propósito del concurso del 51, concluía en que el aceptable valor de las fachadas de la antigua calle de Zaragoza que quedaban a la vista tras los derribos hacía innecesaria una regulación de tales características.

Dos aspectos del relato de Taberner requieren una puntualización importante. El primero, apenas subrayado en su publicación “Valencia entre el ensanche y la reforma interior”, es que la iniciativa municipal de consolidar ese nodo de actividad ya estaba obsoleta cuando se inician los primeros derribos en los años cuarenta.

Esta fiebre ampliadora también alcanzó a la plaza de la Virgen, de modo que su estado actual es otro ejemplo, a menor escala, de lo mismo. Su tamaño original (50 x 45 mts.) también se desfiguró esperando a una quimérica ampliación de la basílica de la Mare de Déu dels Desemparats que nunca llegó.

El segundo aspecto, extraído de Taberner en “Imágenes y cronología básica” del Catálogo de la exposición de propuestas presentadas al Concurso de Proyectos editado en el año 2000 por el Colegio de Arquitectos de Valencia, es la mención de los comentarios despectivos que realiza en 1774 el académico de la Historia, Antonio Ponz a quien, con un punto de vista fuertemente influido por el Neoclasicismo y la Ilustración, y al que horrorizaban los excesos del barroco tardío, señalaba, a propósito de la portada principal de la catedral que, … tiene más de grande que de buena… , prosiguiendo con una crítica despectiva hacia su autor, Konrad Rudolf, y la composición de su trazado.

La portada había sido construida treinta y tres años antes de la visita de Ponz, quien había estado realizando, inicialmente por encargo de la Corona y más tarde a iniciativa propia, un inventario de monumentos acompañado de un informe documental sobre la conservación del patrimonio artístico general de las obras de arte con una descripción de las mismas, aportando además su visión de la realidad social del país en esos momentos.

En defensa de la debida objetividad hacia los valores arquitectónicos y estéticos de esta portada de singular y forzada ubicación, pienso que Taberner debería haber mencionado, también, la valoración que el catedrático de historia del arte, Joaquín Bérchez y el arquitecto y académico de Bellas Artes, Arturo Zaragozá, dos autoridades indiscutibles en la materia; ambos realizan un análisis lúcido y equilibrado de esta intervención, contenido en el Catálogo de Monumentos de la Comunitat Valenciana, editado por la Generalitat Valenciana en 1996 (imágenes 2 y 4).

Llegados a este punto, cabría preguntarse ¿Han influido los prejuicios de Ponz en la valoración de este singular elemento tan inteligentemente adaptado a las condiciones del lugar como para ser despreciado sistemáticamente en casi todas las opciones a la ampliación de la plaza?

Esta característica compositiva fue ignorada frente a la opción de “mostrarlo todo” -desde la propia portada hasta el Aula Capitular (Capilla del Santo Cáliz)- en casi todas las soluciones aportadas al concurso de 1951, pese a la subdivisión en espacios o ambientes diferenciados que incluso mantenían la manzana norte que delimitaba con la catedral la plaza del Micalet. Finalmente, la construcción en 1970 del extenso estacionamiento subterráneo entorpeció definitivamente una solución razonable de organización del espacio y la percepción correcta de sus elementos arquitectónicos.

Hoy en 2021, de nuevo, la portada sigue estando maldita.

Y III. La peatonalización nunca es suficiente

El proyecto ganador en el concurso de 1999 mantuvo el statu quo del estacionamiento subterráneo; algo que hoy es inasumible. Está ampliamente demostrado que los aparcamientos en el centro de las ciudades, lejos de resolver un problema, atraen más tráfico motorizado al interior de estos recintos, muy frágiles por su condición funcional, y que no son capaces de soportar. Su heredero bastardo, el proyecto que ejecuta la peatonalización del área, no sólo no cuestiona este producto engendrado en el pasado desarrollista de la ciudad; tampoco su banal urbanidad, permitirá alcanzar una correcta recomposición del espacio urbano, posponiéndola otra vez más y, quizás, definitivamente.

Es, por tanto, cuestionable que la permanencia de esta situación generada en los años 70 deba mantenerse inalterada. Su conservación es el gran error de las obras en curso. Un argumento más a favor de su desaparición es que el estacionamiento está amortizado y su titularidad es municipal.

Ahora, la política común en todas las ciudades europeas es la apuesta decidida por el transporte colectivo, la mejora del medio ambiente urbano y la recualificación del espacio público.

Cambiar coches por árboles no sólo en la superficie

El estacionamiento existente no sólo constituye una hipoteca para la recuperación de este espacio urbano, sino que está generando graves complicaciones en las obras de remodelación -las fotos que nos llegan desde la prensa impresa ponen de manifiesto las carencias de esta instalación obsoleta-. Por el contrario, su desaparición aporta un dilatado foso apto para la plantación de arbolado de gran porte y porte medio que no sólo mitigaría el impacto visual de ese terrain vague, sino que constituiría una fuente natural de producción de oxígeno y de absorción de dióxido de carbono, contribuyendo a hacer del lugar un espacio más saludable.

Un foso de la envergadura como el que proporciona la supresión del estacionamiento permitiría plantaciones como las del patio-jardín interior de la Biblioteca Nacional de Francia, abierta al público en 1996 (imagen 5)

Esta alternativa permitiría una renaturalización del espacio, generando una mayor diversidad al implantar especies y portes variados de arbolado mediterráneo de hojas perenne y caduca.

Y otros dos ejemplos sobresalientes, aunque más formales del modelo que propongo, salvando la cuestión de tamaño, que fueron o serían muy alabados por nuestros protagonistas de la Reforma Interior Federico Aymamí, y Javier Goerlich, sin la menor duda.

El primero de ellos es el espacio que circunda el Memorial Neue Wache (“Nueva Guardia”) proyectado por K. Friedrich Schinkel en Berlín y dedicado más tarde a todas las “víctimas de guerras y dictaduras”; situado en la Unter den Linden, se organiza mediante una arboleda que rodea el edificio, plantada según una retícula regular, cercana a otras alineaciones de castaños de indias de las mismas características situadas junto al río (imágenes 6 y 7).

El segundo es la Plaza des Vosges en París, conformada por una plantación lineal de árboles de porte medio que configura un anillo cuadrado concéntrico al perímetro de la plaza; un espacio central en torno a una fuente agrupa árboles de mayor porte. Entre ambos hay parterres de césped y espacios de tierra para el paseo que vecindario y turistas utilizan para su esparcimiento, (imágenes 8 y 9).

Sin salir de París, el Jardín de Luxembourg (imagen 10) y los Jardines del Palais Royal (imagen 11) también presentan analogías con los anteriores, estructurados en retículas o alineaciones arbóreas -recortadas o no- que configuran recintos o recorridos lineales.

Los tres modelos, aplicados al caso de la plaza de la Reina, se han plasmado esquemáticamente sobre la planta del estacionamiento contemplado por el proyecto ganador del concurso del año 1998-99 (imagen correspondiente al esquema 1).

Esquema 1

Finalmente, queda la cuestión de qué hacer con la desvalorizada visión de la fachada de la catedral; es preferible ocultar selectivamente sus carencias. Hace muchos años, el arquitecto Municipal Emilio Rieta, responsable de la oficina de Patrimonio del Ayuntamiento de Valencia, decía algo así como que anteponer una tupida vegetación frente a un edificio era un recurso infalible para tapar los errores de los arquitectos.

No hay que tener miedo; apostar por un edificio interpuesto es restituir a la portada barroca aquel contexto que le fue arrebatado sin ninguna conmiseración y, además, atemperar la escala del espacio urbanizado

Un edificio de altura estricta, que recomponga la manzana olvidada, alineada con la desaparecida plaza del Micalet, y las calles de Zaragoza, de la Punyaleria, y de Campaners (imágenes 12 y 13), sin afán de protagonismo, es mucho más seguro y fiable que una cortina arbolada expuesta a los caprichos de la naturaleza.

Su destino no debe preocupar; preferentemente público, su rol es el de un contenedor arquitectónico que acoja la cripta arqueológica y que aporte urbanidad a la plaza -esta vez sí-. Ejemplos excelentes no faltan, sólo hay que buscar escrupulosamente. Sin ir demasiado lejos, David Chipperfield, el arquitecto que diseñó nuestro Veles e Vents, ha levantado espléndidos edificios que, como el de la imagen 14, podrían resolver elegantemente el problema que nunca debió de serlo.

Se dirá que no estamos a tiempo de cambios, con las obras ya tan avanzadas. ¿Acaso lo estamos para la resignación, admitiendo nuevas torpezas que marcarán, por muchos años, nuestro espacio público?

A nuestros gobernantes: asesórense bien. No se trata de una peatonalización, es algo más complejo; vale la pena intentarlo.

*Adolfo Herrero, arquitecto

I. Ceci n'est pas une place

La llamada “plaza” de la Reina alguna vez lo fue, pero hoy no puede seguir caracterizándose así el plano horizontal de una exorbitante explanada cuya hipoteca principal -porque así se ha querido- es un estacionamiento subterráneo construido en los años 70 del pasado siglo, y que hoy, libre de servidumbres, incomprensiblemente, impide la certera solución de un problema histórico.