No salimos de un régimen. Solo una lectura literal y obcecada de una metáfora afortunada puede concluir algo semejante después de tres décadas y media de democracia. Que ciertos abusos de poder hayan recordado en muchos momentos los de un régimen o que buena parte de los políticos hayan actuado corporativamente no quiere decir que el sistema sea un régimen (eso es propio de las dictaduras), ni que formen de verdad una casta nuestros representantes. El deslizamiento de la comparación a la metáfora y de esta al tópico, o al dogma, conlleva el peligro de la demagogia. Y, sin embargo, la perentoria necesidad de reformas que evidencia el sistema parece situarnos ante una ruptura.
La de estas elecciones generales de 2015 no es una campaña al uso. Acumula más expectativas de cambio que ninguna otra. Y lo hace precisamente porque las respuestas, la actitud ante problemas que solo podían resolverse permitiendo la evolución de las formas de convivencia, han estado marcadas las últimas décadas por el conservadurismo de los aparatos partidistas (en lo que se refiere a los mecanismos de representación y control democráticos) y por la intransigencia de la derecha ante la (lógica) transformación federal del Estado autonómico. De ahí el eje de ruptura abierto en Cataluña, convertida en el problema central, el desafío más grave, el roto que supera cualquier descosido. El sistema, es cierto, se ha gripado. Pero, excepción hecha del independentismo, los programas de las formaciones políticas, también de las emergentes, no proponen rupturas. Lo que ocurre es que se ha acumulado tanto retraso que, a estas alturas, las reformas huelen a revolución. Y la política reformista parece revolucionaria.
El escenario es posible, en la más que probable apuesta de los electores por el multipartidismo, las negociaciones y el pacto, porque dejó de funcionar la cultura del miedo. Ya no hay miedo al conflicto, ni al desgobierno, ni a la inestabilidad. Como en aquel chiste clásico, desde la tribuna algunos (Mariano Rajoy, por ejemplo) plantean al gentío: “¿Nosotros o el caos?”. Y las masas responden: “El caos, el caos”. Cuánto de desencanto y de decepción tendrá el nuevo sistema surgido de estas elecciones, y de estas ilusiones, es hoy imposible de vaticinar. Pero ha quedado claro qué problemas hubo en el origen de la rebelión ciudadana y cuáles van a ser algunas de sus señas de identidad en el futuro. La transparencia, sin ir más lejos.
No es casual que en plena campaña, el Día Internacional contra la Corrupción, coincidan este 9 de diciembre en Valencia dos actos de orientación paralela. Por un lado, la Generalitat formaliza su cooperación con la organización Transparency International, a través de su sección española, para aplicar sus propuestas orientadas a facilitar el conocimiento público de lo que hace el gobierno. Por otra, los partidos, una cuarentena de organizaciones, entre ellas la propia Transparencia Internacional, y más de 200 personas a título individual, suscriben el Pacto Estatal contra la Corrupción y por la Regeneración Cívica, que desde hace meses promueve la valenciana Fundación por la Justicia y que se ha plasmado en un documento con 150 medidas concretas.
Hubo un tiempo en que se negaba, desde los gobiernos, las empresas y amplios sectores de la sociedad, el problema del cambio climático, que hoy ocupa un lugar relevante en la agenda internacional. Hubo también un tiempo en que se miraba a otro lado ante el saqueo institucional y la corrupción en España. La regeneración forma parte hoy de la revolución reformista que traen los nuevos tiempos. Que no se conviertan, ni uno ni otra, en tópicos vacíos es el auténtico reto.