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Viajeros de otra dimensión

En 1951, millones de espectadores se quedaron sobrecogidos en las butacas de los cines escuchando el alegato pacifista que, en plena Guerra Fría, les dirigía desde la entrada a su platillo volante el humanoide Klaatu acompañado por su robot Gort, de sobrecogedora presencia pese a su inocente acabado. Sin duda, Robert Wise supo explotar en su filme Ultimátum a la tierra una de las claves que explican, por ejemplo, el éxito milenario del cristianismo: la irresistible predisposición de muchos humanos a esperar que alguien caído del cielo nos ilumine trayéndonos la buena nueva.

Ignoro qué provoca mayor atracción, si se trata del mensajero en sí o la perspectiva de que exista otro planeta, espacio o dimensión desconocida al que aferrarnos. Lo cierto es que estas creencias han sido claves no solo para la historia de las religiones o del cine fantástico, sino también para el fecundo terreno de las leyendas urbanas. Aquí, posiblemente, uno de los casos más famoso fue el de Rudolf Fenz un extravagante paseante que en junio de 1950 habría surgido de la nada en plena 5ª Avenida de Nueva York, con tanta fatalidad que esta súbita aparición le situó delante de un coche que lo atropelló causándole la muerte. Lo curioso del caso, es que el tipo, que aparentaba unos 30 años de edad, no solo iba impecablemente vestido a la moda de 1876, sino que en realidad era un tipo desaparecido aquel año cuando salió a dar un paseo que, sin proponérselo, le condujo hasta un misterioso túnel del tiempo.

Obviamente, la historia de Fenz es falsa. En realidad se trata de Rudolph Fentz, un personaje del cuento I’m scared que el novelista Jack Finney publicó en septiembre de 1951 en la revista Collier’s. Sin embargo, ello no impidió que en la década de los 70 el supuesto caso Fenz se convirtiera en una de las pruebas irrefutables esgrimidas por los defensores de la existencia de dimensiones desconocidas. De hecho, incluso hoy en día no faltan quienes presentan como reales sus ficticias cabriolas espacio-temporales, poniendo así de manifiesto esa irresistible atracción por los aparecidos, nos traigan o no la buena nueva.

En España esta atracción por los inesperados visitantes, ligado a nuestro catolicismo tredentino, se ha visto intensificado desde que la troika nos abdujo hasta las enigmáticas esferas de los ajustes y la crisis. Solo que en lugar de llegar el platillos voladores o de irrumpir de improviso en la calle Colón de Valencia, nuestros aparecidos tienen la particularidad de sorprendernos en las citas electorales. También es cierto que en la mayoría de los casos han irrumpido en nuestras cotidianidades políticas catapultados no desde territorios desconocidos, sino desde las prosaicas latitudes de los círculos mediáticos.

El primero en materializarse sorpresivamente fue Pablo Iglesias. Llegó justo cuando las calles estaban demasiado llenas de manifestantes como para dejar hueco alguno a viajeros del tiempo a los que nadie haya invitado. También cayó de sopetón sobre los sondeos de opinión cuando estos eran más propicios para el rojerío patrio de toda la vida. Ahora, desarmada las expectativas de IU, con la inestimable colaboración de no pocos de sus militantes, y preocupados por la incidencia de su discurso anticasta, no pocos de los que ayer no dudaban en transformar al líder de Podemos en una especie de Klaatu sideral, perroflauta y con coleta, hoy se apresuran en desacreditarlo con la misma convicción, presentándolo como un leyenda urbana tan inconsistente como Rudolf Fenz.

Eso sí, aprovechando la estela de indefinición ideológica dejada por Iglesias, los dueños de la gran güija mediática han optado por cubrirse las espaldas y lanzarnos un nuevo aparecido, más presentable, con imagen de buen hijo de tendero y sin veleidades bolivarianas. Es así como surge (o, más bien, resurge) de pronto Albert Rivera que hasta ahora no era más que un caído del cielo de provincias. Hoy, aquel joven que no dudó en aparecer en pelota picada para defender la unidad de esa Españña, con doble eñe como gritaría un cabo chusquero, se ha convertido en el antisistema de casa bien que el país necesita en estos tiempos extraños de bipartidismo cansado.

El reverso de estas súbitas apariciones está, claro es, en las desapariciones. Porque junto a los caídos del cielo comienzan también a ser habituales que parecen evaporarse por la senda que conduce al limbo de los infelices. Un agujero negro de atracción irresistible que tras las recientes elecciones andaluzas parece empeñado en succionar las enjutas firmezas de Rosa Díez. Por lo pronto, la misteriosa energía se ha cobrado su primera víctima por tierras valencianas, al menos por el momento, con la renuncia de Toni Cantó a su acta de diputado y a su candidatura a la Generalitat. La incógnita ahora es saber si el actor también hará gala en política de esas Siete vidas que tanta popularidad le dieron en televisión y finalmente conseguirá hallar la puerta misteriosa a esa otra dimensión que hoy se llama Ciudadanos.

En cualquier caso, Cantó no está solo frente al enigma del futuro político. Por lo pronto, los comicios en Andalucía mantienen abiertas no pocas incertidumbres. ¿Quién será el próximo en desintegrarse en los confines del misterio sin nombre. ¿La autocomplaciente Susana Díaz o el perseverante Pedro Sánchez? ¿Mariano Rajoy o María Dolores de Cospedal? Demasiados misterios los que nos caen del cielo.