España, más allá de Hortaleza
Tras el debate electoral, cuando el silencio y la calma regresan al campo de batalla y se disipa el humo de la artillería dialéctica, el paisaje permite ver a una primera víctima retorciéndose, malherida, en el suelo: el sistema autonómico. El modelo que la Constitución situó en el corazón de nuestra arquitectura territorial, y que ha sido eje principal de estas cuatro décadas de progreso colectivo, fue puesto en cuestión de manera reiterada, insultante y mentirosa por el sucesor del franquismo. El mismo candidato que destilaba odio contra las personas migrantes que tanto han contribuido al progreso de España, se esforzó una y otra vez en crear un marco referencial falso: desmantelar las autonomías como supuesto ahorro para pagar las pensiones.
El problema no es que el neofranquismo prosiga la estirpe ideológica de la España “Una, Grande y Libre”, algo previsible y hasta coherente con sus esencias caducas. El gran problema, del que la ciudadanía debería tomar nota y reflexionar a fondo, es que marque la agenda territorial de los partidos conservadores que, hasta ahora, habían contribuido siempre con poco entusiasmo a defender el sistema autonómico. El problema es que los desplaza hacia un terreno temerariamente irreal en la España del siglo XXI. Porque aquellos que se llenan la boca con la palabra España parecen olvidar que España no se acaba en la calle Hortaleza. Que no se puede madrileñizar España. Que el castellanismo integrista no puede ser la fórmula para afrontar la encrucijada territorial que hoy encara nuestro país.
Por un lado, porque a nivel económico sería un mal negocio. La España de las autonomías ha demostrado ser un modelo de éxito. En las últimas cuatro décadas, la diferencia de riqueza entre regiones ricas y pobres se ha reducido, al contrario de lo que ha sucedido, por ejemplo, en Italia, fragmentada entre un norte opulento frente a un sur cada vez más depauperado. No es cierto, además, que los estados más descentralizados gasten un porcentaje mayor del PIB en estas funciones, y menos aún en el caso de España. Los datos de Eurostat son claros: somos el cuarto país más descentralizado de Europa y el tercero que menos gasta en órganos ejecutivos y legislativos. Más de 8 euros de cada 10 de los que disponen las comunidades autónomas se destinan al sostenimiento del Estado del Bienestar. En el caso de la Comunitat Valenciana, por ejemplo, el 86% del presupuesto de 2020 se invertirá en sanidad, educación, políticas inclusivas, trabajo y vivienda.
Por otro lado, porque el Estado autonómico no es una simple hoja Excel con ingresos y gastos. La descentralización política de España –que la Unión Europea imita a mayor escala– ha dado respuesta, identitaria y cultural, a las singularidades de los distintos territorios que conforman el Estado. A sus lenguas, a sus tradiciones, a su cultura, a su manera de ser y de sentirse. Sin autonomías, ya sabemos qué ocurre con los territorios periféricos. Basta con recuperar el NODO.
Ya está bien de utilizar la crisis de Cataluña contra el Estado de las Autonomías como una excusa, como un burdo pretexto, para regresar a una homogeneización cultural e identitaria que atenta contra la Constitución. Ya va siendo hora, también, de que Cataluña deje de concentrar toda la atención política y mediática en materia territorial. Tenemos grandes desafíos, como el de la financiación justa o el reto de la despoblación, que necesitan atención urgente para asegurar el principal deber de los gobernantes: la igualdad en derechos y oportunidades entre ciudadanos, vivan donde vivan.
La España plural y diversa debe profundizar en la senda autonómica. La misma Cataluña, por cierto, ha sido un modelo de éxito en las décadas en que transitó por ese camino. No cabe ningún paso atrás en este sentido. Al contrario: como objetivo futuro, España debe evolucionar hacia el federalismo, que es la solución adoptada por países avanzados como Alemania, Suiza, Estados Unidos o Canadá.
Cuando se cumplen treinta años de la caída del Muro de Berlín, es triste volver a recordar que ya pasó el tiempo de los muros, del proteccionismo cultural y de las barreras mentales. Es el tiempo de la palabra, del diálogo, de la apertura mental.
Es la hora de recoger al herido del campo de batalla que han pateado brutos caballos, como en Verdún o en el Somme, y de atender sus heridas. Y no olvidemos quién ha sido el agresor y aquellos que han consentido el atropello.
Ximo Puig es presidente de la Generalitat Valenciana