La imagen de la destrucción en la ‘zona cero’ de la DANA a las afueras de Valencia sigue siendo inmensa pero no estática. Si en los primeros días fueron los voluntarios que venían andando los que empezaron a cambiarla, trayendo todo tipo de ayuda, ahora es la maquinaria pesada del ejército de tierra y de la UME lo que modifica definitivamente el paisaje. Una labor que avanza, más de una semana después de las inundaciones, con un ritmo sostenido pero un entorno aún muy caótico donde trabajan militares, agentes de las fuerzas de seguridad y voluntarios llegados de toda España.
“De aquí no se puede pasar. La calle está cortada para que podamos trabajar con las máquinas”, repite uno de los 7.800 militares ya desplegados. “Llegamos a Catarroja el domingo. Tenemos ahora esta zona asignada. Agradecemos de verdad toda la ayuda de voluntariado porque ha hecho mucha falta, pero ahora hay que organizar mejor todo para evitar estorbarnos unos a otros. Porque aquí lo que hace falta es que trabajen las máquinas pesadas”, comenta, en un cruce donde trabajan los camiones y las grúas, en la zona de las Barracas, la más antigua de la localidad.
Unas calles más allá Rafa, que vive en el cercano municipio de Silla, sigue ayudando a los padres de su pareja, Raquel. Rafa vio cómo sacaban los cuerpos de tres víctimas en un coche que se había quedado atrapado en la rotonda que está en frente a la estación de cercanías, no muy lejos de la casa de sus suegros: “El muro de las vías del tren hizo como un embudo. El vecino de una casa de la calle de al lado tuvo que tirar el tabique de su casa para entrar en las escaleras y subir a la primera planta. Así fue cómo se salvó”.
Es media mañana y los voluntarios siguen llegando con palas y rastrillos, cajas de productos de limpieza… Tienen que ir serpenteando para evitar las calles que están ocupadas por las máquinas del ejército de tierra. Ellos son el otro ejército, el que llegó cuando la ayuda del Estado aún no lo había hecho.
Las Barracas es una zona de casas de una o dos plantas, algunas de más de cien años, con los portales adornados con coloridos azulejos que han aguantado la embestida del agua. De una de estas casas, se asoma Mari Carmen. “Esta es la casa donde mi marido nació, era de su bisabuela. Y mira, de estos no ha saltado ni uno”, dice, mirando hacia el interior, hacia los azulejos que adornan los muros. “Pero hemos tenido que tirar todo, nevera, lavadora, horno. Menos mal que las escrituras las había puesto en un mueble en alto... Cuando me llama la gente y me pregunta 'qué tal', a veces les contesto que bien, que acabo de estar de viaje a Venecia. Y ellos se alegran de que aún tenga ganas de hacer chistes. Pero ¿qué vamos a hacer? Estamos vivos”, añade, agarrada a los barrotes del portal de madera maciza, mientras los ojos se les humedecen. Tiene 77 años, “78 el mes que viene”, precisa, tras agradecer una amiga que ha venido a entregarle naranjas traídas por voluntarios. Voluntaria es también la enfermera que, unos metros más allá, está curando los pies de una vecina destrozados por las horas pasadas a remojo en el barro.
“Han ayudado mucho aquí los primeros días, fueron ellos los que nos llevaron la comida, gente de a pie que venía andando”, dice una vecina, asomada a la ventana mientras abajo trabaja un tractor con pala para quitar de la vía poco a poco lo que hace una semana eran los muebles, los libros, los vestidos, las camas, los recuerdos de los habitantes y ahora son un amasijo marrón de basura.
De una ventana cuelga una balconera de semana santa al que un vecino le ha dado la vuelta para escribir: “Muchas gracias a todas las personas por venir a ayudar. Estamos muy agradecidos. Sois la ostia, españoles”. No es el único mensaje que se lee. Hay un sentimiento de reconocimiento grande de la población hacia los voluntarios que aparecieron en las calles, vías grandes y callejuelas de Paiporta, Alfafar, Catarroja, Benetúser cuando el barro las había convertido en un gran hormiguero, cuando aquí no había ni luz, ni agua, ni comida, cuando la angustia de los que se echaban en falta cortaba las palabras y la respiración.
Muchos se siguen desplazando desde varios puntos de España, dispuestos a gastar unos días de descanso o vacaciones con tal de “echar una mano en lo que se pueda”. Y si esto en los primeros días fue dar de comer y beber a quien no tenía ya nada, ahora es empuñar una pala para ayudar a quitar el lodo de las aceras. Muchos lo descubren cuando ya han llegado con el coche lleno de alimentos o productos de vario género y se encuentran con que no tienen dónde descargarlos o repartirlos. “Llevamos un día y medio con eso. Primero nos mandaron a la Ciudad de las Artes y nos dijeron que ya estaban llenos, luego al Mestalla e igual”, decían este miércoles dos chicos parados con su coche en el polígono de Catarroja.
“La realidad es que prácticamente en cada calle se ven avances diarios. Ha habido días en los que, desde que llegamos a cuando nos fuimos por la noche, parecía otra cosa y así se avanza mucho. Pero claro, ahora ya está todo fuera, ya está sacándose el agua de los garajes, pero queda una ciudad entera de basura que hay que retirar con maquinaria pesada”, comenta David Lladó, de la ONG Open Arms, que lleva un semana en la 'zona cero' y este miércoles ayudaba, con sus ocho voluntarios, a achicar agua de unos garajes en Benetúser. “Aquí está pasando un poco lo que yo llamo el 'efecto Ucrania', ya que todo el mundo es súper solidario. Pero si los primeros dos días tú oías 'no tenemos agua', ahora hemos estado en sitios donde hay puestos de ayuda en todos los lados. Ves por la mañana que hay ocho palés de garrafas de agua y te vas por la noche y siguen ahí”, añade Lladó. “Hay un problema de coordinación pero también de comunicación”.
“¡Por la acera, por favor, por la acera!”, avisa un agente en un cruce de la avenida Camí Nou, que atraviesa Benetúser, cuando un grupo de jóvenes cruzan, cargando unas palas, la calzada donde un tractor espera para poder pasar. Mucho han tenido que venir andando desde el polígono de Catarroja o incluso más lejos, por las restricciones al tráfico de vehículos particulares que este miércoles sí eran más estrictas en las zonas afectadas por la riada.
“Hay una sensación de caos, no hay un punto de organización, alguien que diga 'aquí va la basura, aquí va esto...'. Aparece de pronto alguien con un camión, con una pala, con la excavadora y entre ellos ven cómo está la calle y tiran...”, comenta un agente de la Ertzaintza, que ha llegado hasta aquí con un grupo de compañeros, en sus días de descanso. Cuenta que se han ido autoorganizando con otros voluntarios de las fuerzas de seguridad presentes en la zona. “Descontrol”, “Desorganización” es lo que repiten también otros agentes y bomberos llegados de forma voluntaria.
El desplazamiento de vehículos hacia las 'zona cero' ha causado retenciones y atascos sobre todo por la mañana en las calles de Valencia. Un colapso que el martes formó colas de horas, a medida que se fue cortando el paso a los vehículos particulares no autorizados al acceso, con un vaivén caótico de máquinas pesadas, vehículos del ejército, coches y furgonetas.
“El problema no es la gente. El problema es que está todo desorganizado. Las entradas y salidas no están muy coordinadas y salen y entran a la vez por las mismas vías. Se podría haber realizado una organización en cuadrantes para que el ejército pudiera trabajar en un sitio, dejando a los voluntarios en una segunda zona para ir pasando de zona a zona. Y ahora hay tapones que impiden el trabajo de la UME, del ejército o de los bomberos”, comentaba el martes, a última hora de la tarde, Antonio Caballero, a la puerta del edificio en el que vive en Paiporta, donde en varias zonas había vuelto por fin la corriente eléctrica.
Mientras, en la calle, un efectivo de la UME con un altavoz repetía que se agilizara el paso todo lo que se pudiera. Caballero vive en la calle Maestro Palau, a unos metros de la rotonda donde el domingo la llegada del rey, del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, del presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, desató una protesta con gritos y lanzamientos de barro y objetos. El enfado es un sentimiento que no ha desaparecido de las calles, pero el avance de las labores de limpieza actúa como un bálsamo, después de una espera de días que calentó los ánimos ya sobrepasados por la impotencia y el dolor.