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Ansiedad por la hiperplanificación: cómo el ocio se convirtió en una pesadilla de colas y entradas anticipadas

El miércoles 26 de abril a las 10 de la mañana, cientos de personas ponían a un lado sus obligaciones y se agolpaban frente a una pantalla en una cola virtual. El objetivo, conseguir una entrada de Nitsa —la fiesta de los viernes y los sábados en la barcelonesa sala Apolo— para nada más y nada menos que el 18 de noviembre. Es decir, casi siete meses entre la compra del boleto y su disfrute. Por la anticipación, se diría que la artista invitada de la noche es Beyoncé o Rosalía pero, en realidad, será la mucho más modesta DJ coreano-estadounidense Yaeji quien amenice el evento con una pinchada.

Vivimos una era líquida sin certezas en la que el 20% de inquilinos de Barcelona se ve obligado a cambiar de domicilio tres o más veces cada cinco años. Pero el ocio nocturno parece ajeno a esta condición. Si bien la pandemia llegó de la nada y vació las salas de conciertos y discotecas durante meses, hoy disfrutar de la noche ha pasado a requerir una disciplina muy poco líquida, casi militar. No hay espacio para la improvisación. A Renan, barcelonés de adopción de 32 años criado en São Paulo, la cosa le resulta de lo más irónica. “Aunque no sepa qué es lo que va a pasar, dónde voy a estar, cómo me estaré sintiendo, si estaré enfermo o siquiera vivo, tengo la entrada, tengo un evento apuntado en mi agenda”. 

Coincide Isabel, cacereña de 28 años afincada en Madrid. El pasado fin de semana no visitó a su madre en Extremadura —que estaba de bajón por una mala noticia— porque hace dos meses se había comprado una entrada para una fiesta en Madrid que le costó 30 euros con una copa. No se puede devolver ni revender. Pero la hiperplanificación del ocio no ocurre solo en grandes urbes. “Yo vuelvo a Cáceres y tengo que reservar el martes para salir a cenar el sábado (...). Tienes que tener previsto dónde vas a acabar la noche porque si no te piden 30 euros a la 1:30 en la puerta de un antro terrorífico de medio pelo donde la gente está sudando como sardinas en lata”. Se acabó el 'decidimos y ya vemos': la noche se ha convertido en el nuevo decorado de la fábula de la cigarra y la hormiga.

Aunque no sepa dónde voy a estar, cómo me estaré sintiendo, si estaré enfermo o siquiera vivo, tengo la entrada para un evento

La aceleración de según qué ocio es tal que llega a cada rincón de la geografía. A los confines de Asturias, por ejemplo. Al músico Rodrigo Cuevas, conocido por su defensa acerada de la contemporaneidad del folclore, se lo quitan de las manos. “Atención a la histeria que tiene la gente”, dice en un audio mientras da cuenta de la evolución de las ventas para Una Señora Fiesta, el festival de música que organiza en la casería de 15 habitantes del Oriente asturiano donde reside. Si el año pasado tardó tres días en vender los abonos, este año “24 horas duraron las entradas, ¡y la gente no sabía ni el cartel!”.

“Solo quedan discotecas donde tienes que comprar la entrada con antelación como si fueras a ver a Puccini al Liceu”, denunciaba el humorista Marc Sarrats en un monólogo reciente. Pero para Renan, todo este furor tiene un punto de impostado. Compara la artificialidad de las nutridas colas —físicas y virtuales— con la del sistema de citas previa de Extranjería. Si ningún panadero pone el dedo en la llaga al comunicarle a un vecino del barrio que ya no queda ni la barra integral sin sal, ¿por qué las salas y los festivales se muestran tan ufanos de colgar el cartel de sold out? Según este vecino de Barcelona, las colas generan“ una cierta idea de exclusividad, (...) [de] diferenciación entre quienes están dentro y quienes están fuera”. En definitiva, “se han convertido en publicidad del ocio nocturno, (...) hay una conciencia comercial más fuerte”.

24 horas duraron a la venta las entradas de Una Señora Fiesta, ¡y la gente no sabía ni el cartel!

Isabel opina que esta fiebre del oro del ocio merma su calidad. “Los festivales de verano están haciendo sold out en cinco minutos con abonos a 100 euros sin desvelar ningún nombre de cartel y luego la gente se lleva las manos a la cabeza porque no [es] lo que quería ver”. Un ejemplo: en 2019 (el verano previo a la pandemia) el cartel del festival Arenal Sound lo encabezó Bad Bunny —que sería el artista del mundo con más streams en Spotify en 2020, 2021 y 2022—. Este año será Quevedo, un artista revelación, sí, pero cuyo álbum debut data de este mismo año. Los números del canario no llegan a los que hacía el puertorriqueño en 2019. 

La calidad del ocio no es la única víctima; también esa sensación de no saber qué pasará y qué misterios habrá, que diría Raphael. A sus 27 años, David —natural de un pueblo de Badajoz aunque empadronado en el Eixample barcelonés— tiene una vida laboral agotadora en el ámbito de la comunicación; pero la noche contemporánea es inmisericorde con sus circunstancias. La decisión de no renunciar a la fiesta como espacio de socialización supone “una presión extra, como una jornada laboral aparte de la jornada laboral”, afirma .“Me he convertido en un mánager de mi ocio y además del ocio de mis amigos (...), me veo metiendo entradas en mi Google Calendar y enviando invitaciones”. Todo para una noche, la barcelonesa, que define como demasiado regulada: “la parte más divertida de salir de fiesta [es] buscar el after a las seis de la mañana”.

Noemí (Barcelona, 49 años) dice que, por salud mental, no puede permitirse que quedar con amigas de toda la vida suponga sacar un Excel con seis semanas de antelación

Si David sigue en pie, muchos otros se han quedado por el camino. Noemí (Barcelona, 49 años) dice que, por salud mental, no puede permitirse que quedar con amigas de toda la vida suponga sacar un Excel con seis semanas de antelación. Y Ru, asturiano en Madrid, confiesa haber tirado la toalla a sus 36 años porque gestionar su tiempo libre le generaba “una ansiedad completamente absurda si estamos hablando de ocio”.

Por supuesto, a más precariedad, más tiempo y esfuerzo para acceder a una oferta nocturna estimulante. Fran, natural de Las Palmas de Gran Canaria, tiene 27 años y muy poco dinero en la cuenta. Está haciendo unas prácticas a tiempo completo por las que cobra una remuneración simbólica pero, antes que un lujo, considera la fiesta un “refrescante paréntesis en su rutina”. Su día a día supone participar en cuanto sorteo se ponga por delante para conseguir entradas gratis. Ante la subida de precios de Apolo —una de sus discotecas de referencia—, está intentando lograr la membresía del Plastic Club, un carné digital de Nitsa que da acceso a descuentos para quien logre superar una suerte de examen online de buen gusto en materia de DJs y clubs nocturnos. Su limitado presupuesto le lleva a estar pendiente de la primera tanda de entradas para los eventos que le interesan (siempre un poco más baratas). Confiesa, no obstante, que en ocasiones ha tenido que recurrir a pedir prestado a algún amigo si en ese momento del mes no tenía suficiente dinero.

Me he convertido en mánager de mi ocio y del de mis amigos, meto entradas en mi Google Calendar y envío invitaciones

Hoy por hoy, la burbuja del ocio recalentado no da señales de remitir. Así que toca tomárselo con filosofía. Renan lo resume así: “resignifiqué mi idea de ocio. Amplié mi visión respecto a cosas que pasan en la ciudad más allá de bares y fiestas, como comprar una botella de vino e ir a dar un paseo con un amigo por la calle, luego entrar en la Filmoteca y al salir de la película bajar hasta cerca del mar. Eso es un privilegio que no te sale muy caro. Y no hay que afrontar colas ni nada”. Eso sí: “para Beyoncé no tengo entrada, pero haré todo lo posible para verla, si hay una excepción es ella, por supuesto… Y ya está”, zanja.