Desde que se establecieron las fechas de caducidad, son uno de los santo y seña de la política europea en materia de previsión y seguridad. Todo producto alimentario que se genere en la Unión Europea, y todo importado que se venda en ella, debe ir debidamente etiquetado, incluyendo su fecha de caducidad y opcionalmente en muchos casos, la fecha de consumo preferente.
La diferencia entre ambas está en que la primera determina cuándo el alimento deja de ser comestible o no es seguro su consumo desde el punto de vista de la salud; la segunda indica cuándo deja de estar en las condiciones consideradas óptimas. Sin embargo, ambas anotaciones están siendo debatidas en los últimos años. Estos son algunos de los motivos que se esgrimen en concreto contra las fechas de caducidad, pero que también podrían hacerse extensibles a las fechas de consumo preferente
1. No son realmente útiles a la hora de reforzar la decisión de compra
Podría pensarse que saber la fecha de caducidad de un alimento nos ayuda a decidir si lo compramos o bien buscamos otro con más margen de duración. Es normal mirar en lácteos o en bolsas de plástico de ensaladas preparadas la fecha de caducidad para guiarnos en nuestra compra. Pero lo cierto es que dichas fechas son solo un valor orientativo que puede incluso ser modificado y alargado, por ejemplo mediante la congelación. Recordemos que casi todos los alimentos se pueden congelar.
Podemos en consecuencia comprar un producto relativamente cerca de su fecha de caducidad -quede claro que las tiendas los retiran de los expositores varios días e incluso una semana antes de alcanzar la fecha- y tratarlo para alargar su vida útil. Por ejemplo, la ensalada picada y embolsada se puede sacar del plástico, lavar, secar bien y guardar en un túper en la nevera para alargar su vida útil. En el caso de los lácteos, aparte de la congelación, lo cierto es que duran bastante más de lo que indica su fecha de consumo preferente e incluso la de caducidad.
2. Las fechas de consumo que proponen los organismos son en exceso rigurosas
En alusión a las últimas líneas del apartado anterior, lo cierto es que tradicionalmente las leyes comunitarias son muy garantistas y se rigen por el llamado 'principio de precaución', que viene a decir que siempre es mejor prevenir mucho que curar demasiado. Este exceso de celo se vio desde el principio traspasado a las fechas de caducidad de los alimentos, de modo que se determinaron unas que excedían bastante de la 'fecha real' en la que el alimento ya no es aconsejable.
Sí, el ministro Cañete decía la verdad en sus polémicas declaraciones sobre los yogures caducados... De hecho, a partir de 2014 este producto dejó de tener fecha de caducidad en España y solo se indica la de consumo preferente, en el entendido de que nadie se come algo que sabe y huele mal, como le pasa también a la leche. Pero incluso las fechas de consumo preferente son en exceso rigurosas; podemos hacer la prueba viendo cuánto dura en buen estado un cartón de leche UHT o un yogurt más allá de dicha fecha.
3. La industria las limita todavía más por miedo y por interés
El mayor espantajo de la industria alimentaria es la intoxicación. Un caso grave o masivo puede hundir las ventas de un producto e incluso borrarlo del mercado para siempre. Por este motivo, las compañías de procesados industriales son unos grandes defensores de las fechas de caducidad, pero curándose en salud en cuanto a su extensión, acortando todavía más que la UE la vida útil de un producto que en realidad es posiblemente bastante mayor. Pero además de evitar conflictos, tanto los productores como las grandes superficies obtienen beneficios al acortar la fecha de caducidad.
Se trata de una técnica de marketing destinada a dar la impresión de cuidado y frescura garantizada en el producto: la fecha de caducidad o consumo preferente nos transmite la sensación de que el 'súper' se preocupa por nuestra salud. Además a veces, al menos en Reino Unido, las superficies bajan los precios a medida que se acerca la fecha de caducidad, con lo que incentivan el consumo por oportunidad.
4. Mantienen al consumidor alejado del conocimiento de los alimentos
En efecto, el consumidor que se guía solo por las fechas de caducidad sabe poco más del alimento que tiene entre manos; desconoce muchas veces si puede congelarlo o no, cómo puede cocinarlo para prolongar su vida útil, si debe o no guardarse en la nevera para que conserve sus cualidades o bien si puede transformarse en una conserva.
Es un consumidor que desconoce su producto, que se rige por lo que le indican las normas y que muchas veces solo come alimentos precocinados y congelados. Si no existieran las fechas de caducidad se vería obligado a oler o fijarse en cómo detectar el mal estado de un producto y cómo preservarlo; por tanto adquiriría cultura alimentaria.
Ello podría llevarle a mejorar mucho su decisión de compra y ser menos manipulable, tal como expresa Tristram Stuart en su libro 'El despilfarro' (Alianza Editorial 2012). En Estados Unidos las fechas de caducidad y consumo preferente no existen y se opta por la información, la educación y la concienciación del consumidor, fomentando la cultura de la cocina, la conservación, el envasado, etc.
5. Favorecen el despilfarro gobal
Está demostrado que las fechas de caducidad y de consumo preferente confunden a los consumidores y les hacen tirar a la basura productos que todavía son perfectamente comestibles y conservan todo su valor nutritivo y organoléptico. Muchas personas desconocen que el consumo preferente no significa caducidad, pero además hay otras que creen que en las cercanías de la fecha de caducidad el producto ya está pasado; no se molestan en abrirlo y olerlo y lo lanzan a la basura.
Por otro lado las grandes superficies se ven obligadas a retirar -o lo hacen por decisión propia, de cautela o comercial- los productos cercanos o que han superado la fecha de caducidad o consumo preferente, aunque el producto sea seguro y comestible. Como consecuencia de la actitud tanto del consumidor como del supermercado, se calcula que se desperdician varios millones de toneladas de comida en buen estado en todo el mundo rico cada año, mientras el hambre aumenta en numerosos países, muchas veces productores de estos mismos alimentos.
6. Aumentan el efecto invernadero
Como consecuencia de este derroche global de alimentos -Stuart calcula en su libro que se tira un 70% de la producción alimentaria mundial- los descartes y basura biodegradable se entierra en vertederos subterráneos en los que se degrada anaeróbicamente hasta producir toneladas de gas metano, que es veinte veces más activo en el calentamiento global que el dióxido de carbono. Otra opción es la quema de alimentos y sobras, o bien el uso del metano como biogas para obtener electricidad, que es algo que también dispara la producción de dióxido.
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