Tomar la ciudad jugando: los nuevos urbanismos amables cambian nuestra relación con el espacio

Los nuevos urbanismos abogan por rediseñar las ciudades poniendo en el centro la calidad de vida de sus habitantes y alejándose del modelo fordista imperante a lo largo del siglo XX, que priorizaba la productividad y la optimización de los desplazamientos en vehículo privado. Un caso elocuente de este viraje urbanístico son las últimas Superilles de Barcelona: cuatro ejes verdes peatonales y cuatro nuevas plazas donde antes había asfalto y circulación de coches.

Pese a que la pandemia planteó de nuevo la posibilidad de regresar a zonas rurales con el fin de acomodar un estilo de vida más desacelerado y en contacto con la naturaleza, hay un consenso claro a la hora de determinar que el encaje de vida más sostenible y eficiente, a medio y largo plazo, pasa por concentrar la mayoría de la población mundial en las ciudades.

En detrimento de la dispersión y la baja densidad, se ha demostrado que el modelo de ciudad compacta y densa es más resiliente de cara a afrontar los nuevos retos climáticos y demográficos que se vaticinan. Partiendo de la aceptación de que cada vez seremos más y de que conviviremos más apretados, urbanistas y sociólogos han postulado nuevos términos como ecourbanismo, urbanismo táctico, urbanismo feminista y con perspectiva de género y derecho a la ciudad o ciudad jugable, que, aunque suenen algo abstractos, tienen como objetivo común y principal convertir las urbes en espacios más seguros y amables.

Urbanistas y sociólogos han postulado nuevos términos como ecourbanismo, urbanismo táctico, urbanismo feminista, derecho a la ciudad o ciudad jugable

Decía el arquitecto holandés Aldo Van Eyck que el diseño de cualquier parte de una ciudad debería ser atractivo para niños de entre cuatro y ocho años. Esta teoría, precisamente, la recoge en cierta manera el concepto de ciudad jugable que pretende, a grandes rasgos, que toda la ciudad se conciba como un espacio lúdico y apto para el juego, sin restringirlo a áreas valladas con una única función unívoca. Plazas, parques, calles, patios… cualquier rincón bien urbanizado puede convertirse en una zona potencial para el recreo y disfrute de los niños.

Ahora bien, ¿son realmente los niños los que juegan actualmente en la ciudad? Si ponemos el foco en la ciudad de Barcelona, la respuesta es que no. Hoy en día cuesta encontrar un espacio en la ciudad que esté ocupado mayoritariamente por niños más allá de los parques infantiles que están reservados para su rango de edad. Un dato sorprendente nos permite intuir en parte a qué se debe: en Barcelona viven, según estudios recientes, tantos perros como niños de entre cero y doce años, unos 170.000 aproximadamente. Esta cifra representa apenas un 10% de la población de la ciudad. El índice de natalidad se desploma año tras año en Barcelona y en 2022 fue el más bajo desde la Guerra Civil.

La pirámide demográfica de nuestra sociedad sigue ensanchando su base invertida y, en medio de contingencias que ya tenemos asimiladas como la precariedad laboral, la gentrificación, la inflación generalizada, la especulación con la vivienda y tantos otros dramas contemporáneos, ha surgido un nuevo paradigma antropológico: los adultos que juegan por la ciudad.

Ha surgido un nuevo paradigma antropológico: los adultos que juegan por la ciudad

Pese a que probablemente haya una explicación socioeconómica más compleja, nos basta con tener en cuenta las bondades del clima mediterráneo, la reciente regeneración urbana y los estándares vitales medios que cubren todas nuestras necesidades básicas para comprender por qué, a partir de las seis de la tarde de un día cualquiera, la Ciudad Condal estalla en una especie de fiesta cotidiana donde ciudadanos de perfiles muy diversos ocupan desacomplejadamente el espacio público hasta tal punto que, en muchos casos, se produce un sobreconsumo del mismo.

Encontramos un ejemplo claro de este fenómeno en el parque de la Ciutadella. Barcelona dispone de una media de 5,53m² de superficie de parque por cada habitante, una proporción notablemente escasa si la comparamos con los 26,76m² de Vitoria o los 15,78m² de Madrid. La Ciutadella es el parque urbano más grande de la ciudad y, aun así, apenas cuenta con una séptima parte de la superficie que tiene el parque del Retiro. En consecuencia, dar una vuelta por sus caminos representa una experiencia multisensorial en la que cuesta interpretar dónde acaba una actividad, una partida, una fiesta de cumpleaños, una jam session, un picnic… y empieza el siguiente. Sus 17 hectáreas representan, de forma concentrada, un muestrario perfecto de las nuevas prácticas de ocio urbano.

Las 17 hectáreas del parque de la Ciutadella representan, de forma concentrada, un muestrario perfecto de las nuevas prácticas de ocio urbano

Los parterres con hierba, parcialmente pelados, rebosan de gente reunida, por los caminos de arena cruzan grupos muy numerosos de turistas en bici, patinete o segway, los runners van de arriba a abajo, los perros corretean y se persiguen por todas partes, unas chicas vestidas de deporte saltan entre conos y cuerdas en lo que parece un circuito organizado. Hablamos con Facundo, el instructor de este último grupo que resopla después de que un silbato les haya indicado que toca pausa. Nos cuenta que se trata de la clase de endurance (resistencia). La integran una docena de treintañeras que, según van señalando, provienen de hasta seis o sietes países distintos. Se apuntan a la actividad a través de varias apps por las cuales pagan una cuota mensual. Tienen a su disposición los horarios y los espacios de las clases.

En el mismo parterre de Facundo, una pareja practica acroyoga. Excepcionalmente están ellos dos solos, pero en fin de semana pueden citarse a través de grupos de WhatsApp y llegan a ser más de cincuenta. Gianluca, estirado con las piernas en alto, sostiene a Marta mientras cambia de posición e intenta un giro sobre sí misma que no le acaba de salir: “La gente que viene tiene entre 25 y 40 años e intercalamos el inglés y el castellano”.

A pocos metros de distancia, sentado junto a un árbol, nos observa Gerard. Ha montado un slackline y ya hay un par de chicos que ponen a prueba su equilibrio: “Pongo la cinta para que la disfrute todo el mundo que quiera usarla. Se acerca gente de todas las edades y de todas partes. Si son de aquí o no, ¿cómo lo voy a saber? ¿No crees que Barcelona es ya una gran Torre de Babel?”, dice.

A 50 metros, en medio de la rotonda que conduce al Parlamento de Cataluña, un grupo pone en marcha la música y arranca a bailar una coreografía flamenca. Mañana tienen función y quieren ensayar. Laura, de 55 años, cuenta enfadada que los han echado de la Estación de Francia: “Nos habíamos puesto en el vestíbulo porque la música ahí dentro retumbaba y se oía mejor”. Vienen de un curso de flamenco del Centro Cívico de la Barceloneta y parecen entusiasmados con la puesta en escena que les espera al día siguiente. Aunque es cierto que el sonido se dispersa con facilidad en un espacio tan abierto, de lejos se intuye otra melodía radicalmente diferente. Proviene de la escalinata de detrás de la cascada que codiseñó Gaudí.

En uno de los rellanos, diversas parejas bailan salsa con una energía contagiosa. Varios curiosos se detienen e improvisan algunos pasos a su lado. Cuando se acaba la canción, los más experimentados cambian de pareja y se preparan para el nuevo embate. Raúl, mexicano de 40 años, está al mando de los altavoces y me explica que fue él quien empezó a organizar estos encuentros de salsa y bachata: “Se me ocurrió después del covid. Primero nos escondíamos porque estaba prohibido reunirse tanta gente. Ahora nos citamos aquí los lunes, miércoles y viernes y siempre hay este ambiente tan espectacular con personas que son habituales y otras que van y vienen”.

Abandonando la escalinata y en dirección a una de las salidas del parque, llama la atención un grupo que corre y chilla mientras blande al aire lo que parecen espadas y escudos. Son unos diez, casi todos chicos de veintipocos, vestidos con una indumentaria de inspiración medieval y armados con palos, mazas y lanzas que están acolchadas. Ricard es el portavoz de este colectivo de softcombat de Barcelona. Están jugando a jugger, una especie de rugby en un campo muy reducido donde los dos equipos corren constantemente de una punta a la otra y se propinan todo tipo de golpes. Pese a esto, me insiste en que no se trata de un juego violento o peligroso: “En función del día podemos ser entre 20 y 50 participantes y cambiamos de actividad según convenga. A parte del jugger, hay otras modalidades propias del softcombat como la arquería o el rol en vivo, que tiene que ver con los juegos de mesa de rol pero con el añadido de la escenificación”.

Las nuevas políticas urbanas propician que el espacio público sea el elemento democratizador donde llevamos a cabo nuestra vida comunitaria, social y ociosa

Ya fuera del recinto de la Ciutadella, aún nos encontramos un grupo de chicos que juega a petanca en una de las pistas. Son tres franceses y un belga. Este último se llama Olivier, tiene 35 años y lleva ocho en Barcelona. En su país, la petanca es muy popular y la gente compite en clubes. “Aquí nos juntamos unos cuantos, no siempre los mismos. Algunos vienen con sus hijos y todo. Mientras echamos la partida nos ponemos al día y tomamos un par de cervezas”.

En apenas un par de horas, queda constatado: Barcelona juega y, a raíz de ello, parece una ciudad feliz. Las nuevas políticas urbanas dan buena cuenta de ello y propician que el espacio público sea el elemento democratizador donde llevamos a cabo nuestra vida comunitaria, social y ociosa. La ciudad jugable como antídoto e, igual también, como anestesia que nos permita ignorar que nuestro apartamento es muy pequeño y ventila mal, que compartimos piso con varios desconocidos o que nos han subido desorbitadamente el alquiler. Mientras el suelo privado quede a merced de la especulación más salvaje, los adultos siempre pueden seguir saliendo a la calle para disfrutarla con la ingenuidad despreocupada y gozosa de los niños.