Un estudio de 2013 realizado por la revista Consumer desvelaba que solo la mitad de los consumidores asegura leer por norma las etiquetas de los artículos que compra, mientras que otra encuesta de 2015, de la agencia Berbés Asociados, ponía en relieve que otro 19% no lo hace jamás. Quizás esa mitad de nosotros que no suele leer las etiquetas de ingredientes o valores nutricionales –y especialmente ese casi 20% de despreocupados– no ha caído jamás en la cuenta de que cuando consume una cerveza sin alcohol está consumiendo una cerveza con alcohol.
Según la marca, la cerveza así etiquetada puede contener hasta un 1% en volumen. La legislación lo permite aunque sea un absurdo nominal, si bien obliga a especificar la graduación en la etiqueta. Es cierto que un grado alcohólico es en la práctica equivalente a cero grados porque el cuerpo lo puede metabolizar sin el menor problema, pero no deja de ser un ejemplo de la laxitud ética en las prácticas de etiquetado y de la ambigüedad de la legislación, que siempre va por detrás de las triquiñuelas que inventan las corporaciones. Si alguien desea una cerveza sin rastro de alcohol, deberá recurrir a las 0,0.
A partir de este ejemplo más o menos inocuo, podemos encontrarnos un abanico de tretas que denotan la creatividad empresarial a la hora de “disfrazar” la verdad que se esconde detrás de los más variados productos. Las empresas y las agencias de publicidad juegan continuamente al gato y el ratón con la administración y los consumidores, intentando despistarnos con palabras e imágenes que sugieren lo que no hay. Los ejemplos abundan en este eterno tira y afloja entre publicidad y legislación, en el que la primera siempre va por delante: primero el engaño, luego una multa y finalmente una ley que prohíba determinado tipo o hábito de etiquetado.
Por ejemplo, en 2009, Nutrexpa se vio obligada a cambiar el nombre a su variedad de Colacao, que en aquel momento se publicitaba como light, por Colacao cero. Fue Facua-Consumidores en Acción quien denunció a la empresa por asegurar que esta variedad aportaba “solo la mitad de calorías” que el original, cuando en realidad la disminución real estaba en torno al 20%. Otra picardía célebre fueron las natillas de Mercadona “sin azúcares añadidos” –así constaba en la presentación– pero que en realidad estaban hechas con chocolate con azúcar y leche con lactosa.
También es paradigmático el etiquetado del producto Fontvella Toque de Limón, porque ni procedía de los manantiales de Fontvella, en Sant Hilari Sacalm (Girona), ni llevaba limón, sino azúcar, aromas y ácido cítrico. Un ejemplo más es el del queso rallado Hacendado, en el que la grasa de la leche había sido sustituida por grasas vegetales hidrogenadas, más baratas, tal como descubrió la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU).
Pero entre las tropelías más flagrantes están las de los productos cárnicos, sobre todo los derivados del cerdo: embutidos industriales, jamones de York, etc. En el caso de estos últimos, mientras el etiquetado los denomina impunemente jamón de York, un leve vistazo a su composición revela que la proporción de carne de cerdo no suele superar el 50% del producto y el resto son agua, proteína de soja, fécula, azúcares, dextrosa y diversos conservantes y estabilizantes.
El Pozo, Casa Tarradellas y Mercadona, con su marca blanca, son expertos en estas distracciones de la realidad, que también afectan a las carnes de ternera picada de Carrefour, donde la carne de vacuno resultó ser solo el 52% del producto, mientras que el resto eran cereales, arroz, fibras vegetales, dextrosa, almidón, etc. Es decir, todo menos proteína cárnica. Hay casos en los que bajo la denominación de “carne picada de vacuno” se incluye un porcentaje de carne de cerdo, pero no se avisa en la etiqueta aunque sí en la composición.
Especialmente ahora que muchas personas han tomado conciencia de la importancia de una dieta equilibrada y baja en hidratos de carbono, las empresas alimentarias se ven entre la espada y la pared, ya que la mayor parte de sus productos más competitivos razona su precio en función de la dudosa calidad de su composición nutricional. Por ejemplo, si compramos jamón de York barato estaremos consumiendo menos proteína de la que creemos y bastantes más hidratos de carbono de los que desearíamos.
Porque lo que es barato no es el jamón, sino los hidratos y grasas vegetales añadidas que hacen el relleno. Pero las corporaciones saben que el azúcar y las grasas no ayudan a vender, al contrario. Por eso se esmeran en esconderlos en el etiquetado y solo los nombran en la composición del producto. Si son denunciadas, se verán obligadas a adaptar el etiquetado a la denominación legal, pero mientras tanto aumentan sus ventas significativamente.
En el epicentro de la lucha por camuflar los azúcares y las grasas se sitúan hoy los productos infantiles: dulces, galletas, productos lácteos o cereales para el desayuno. Los padres han comenzado a seleccionarlos buscando que su cantidad de azúcares sea baja y las compañías camuflan en la composición el porcentaje de estos con jugadas dignas del mejor tahúr. Ya hemos comentado las natillas sin azúcares añadidos de Mercadona; a estas podemos sumar las galletas Chiquilín de Artiach con “0% de Azúcares” escrito bien grande y seguido de un “añadidos” en letra imperceptible.
Otras veces, como en el caso de las Barritas Línea V con Arroz Integral y Arándanos, la proporción de azúcar era tan alta que no quedaba más remedio que dividirla y esconderla en la composición según sus numerosas fuentes de origen. En las Línea V, los azúcares alcanzan el 36% de la barrita; en la composición se especificaba que contienen azúcar, jarabe de glucosa, azúcar de los arándanos, dextrosa –otro nombre para llamar a la glucosa– y jarabe de azúcar invertido: el truco de llamar al azúcar por sus 56 denominaciones distintas.
Pero el paroxismo del maquillaje nutricional lo encontramos en el campo de los zumos de frutas, que son una de las mayores fuentes de azúcares. Hasta fechas bastante recientes el consumidor, que no tenía la menor idea de lo que bebía, podía estar frente a un zumo de pera que en realidad apenas contuviera un mínimo de zumo de pera y el resto fueran agua, azúcares añadidos, estabilizantes, saborizantes, etc. La legislación obligó hace relativamente poco a las envasadoras a distinguir entre los zumos y los néctares. Los zumos deben contener una cantidad significativa del producto y no contemplar el añadido de agua potable o azúcares, a diferencia de los néctares y los concentrados.
Aún así, se pueden encontrar en numerosos lineales néctares que esconden su denominación en el lugar más recóndito del etiquetado y dejan al libre entendimiento del consumidor la imagen de una deliciosa naranja. También es digno de estudio el caso de los productos “típicamente españoles” que resultan no serlo tanto, algo en lo que todas las grandes superficies se han hecho especialistas, sobre todo en sus marcas blancas. No era de extrañar hace pocos años encontrar en espárragos de Navarra que en realidad venían de China o Perú. El etiquetado se escudaba en que el género realmente se germinaba en Navarra, pero se trasplantaba a huertas de estos países, donde la mano de obra es mucho más barata.
En similar caso están las mieles españolas en las que, si se mira la composición, solo tienen un porcentaje bajo de miel nacional –siendo España primer productor europeo– y el resto procede de Ucrania, China o Argentina, entre otros países productores. La Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG) denunció esta “ausencia de claridad” en mayo de 2015, y la Comisión Europea se avino legislar que se debía indicar si la miel era de dentro o de fuera de la UE, pero sin obligar a especificar los países de origen y los porcentajes de cada uno. Una nueva ley fue propuesta para aportar la necesaria transparencia, pero Bruselas la frenó el pasado 15 de noviembre.
Y ni siquiera un producto tan patrio como los jamones ibéricos estaba hasta hace pocos años a salvo de la publicidad engañosa: según datos del Ministerio de Agricultura, en 2012 de los 2,3 millones de jamones etiquetados en España como ibéricos, solo 105.000 lo eran. Esto se debía a la introducción de cerdos cruzados con la raza Duroc, muy similares, pero no iguales, al cerdo ibérico. Estas camadas cruzadas resultan ser más baratas y de mayor rendimiento, pero dan jamones de una calidad menor. Sin embargo, podían ser etiquetados como ibéricos gracias a las ambigüedades de la legislación. Afortunadamente, esta cambió en 2014 por un sistema de bridas que obliga a especificar el porcentaje racial de cada pata.
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