La mitad de las personas que no leen aseguran que la razón es la falta de tiempo, según el último Barómetro de Hábitos de Lectura. Quizá por eso la nueva gran apuesta de la industria editorial son los audiolibros, es decir, libros en formato de sonido, como un podcast, que aspiran a ocupar el tiempo de la gente mientras conduce su coche, hace deporte, friega los cacharros o se dedica a otra actividad que –al menos en teoría– le ocupa los brazos, los ojos y otras partes de su cuerpo, pero no toda su atención.
La del audiolibro es una industria fructífera en Estados Unidos: generó 2.500 millones de dólares en 2017. En España, sin embargo, parecía que no iba a cuajar. Hace poco más de un lustro, las editoriales locales lo consideraban un “negocio frustrado”, alegando razones de hábitos culturales, costes de producción, distribución y derechos de autor. Ahora, sin embargo, tal vez animadas por el hecho de que plataformas como Spotify, Netflix y HBO han creado una cierta “cultura de la suscripción” y por el desembarco de Storytel, el gigante sueco especializado en audiobooks, vuelven a ver en este formato una oportunidad.
El caso es que, ante este posible nuevo auge, surgen preguntas de índole científica y casi filosófica: escuchar un audiolibro, ¿es leer? ¿Es lo mismo acceder a un texto leyéndolo con los propios ojos que oyendo la voz de otras personas? Si no lo es, ¿qué diferencias hay, a nivel cerebral, entre entre una y otra práctica?
Leer y escuchar, las mismas estructuras neuronales
Leer y escuchar un texto involucra las mismas redes neuronales. Así lo afirman estudios como el publicado en 2015 por un equipo de casi veinte investigadores, entre ellos tres españoles. “Un sello universal de la adquisición exitosa de la alfabetización –afirma el documento– es la convergencia de los sistemas de procesamiento ortográfico y del habla en una red común de estructuras neuronales”. Los resultados fueron similares no solo para idiomas diferentes, sino también entre lenguas con escritura alfabética (como la occidental) y logográfica (como la hebrea y la china).
Que trabajen las mismas estructuras cerebrales no quiere decir, por supuesto, que la experiencia sea la misma. El cerebro procesa la información de modo diferente, pero, según otros especialistas, no se puede asegurar que una de las dos formas sea en sí misma mejor que la otra. Art Markman y Bob Duke, expertos de la Universidad de Texas y divulgadores científicos, llegaron a esa conclusión tras realizar varias investigaciones al respecto.
Como explican Markman y Duke precisamente en un podcast, titulado Reading vs. Listening (Leer vs. Escuchar), en ambos casos el cerebro descodifica las palabras y “llena los espacios en blanco”, es decir, la información que no está en el texto de manera explícita. Una diferencia que destacan estos expertos es la respuesta emocional que pueden generar los audiolibros, debido a que la voz incluye matices, inflexiones, pausas, etc., lo cual supone una interpretación del texto (en el sentido en que los actores “interpretan” un papel en el teatro o en el cine).
La experiencia de oír un audiolibro se asemeja a un hecho social, compartido con otras personas, a diferencia de la lectura, que siempre es un acto individual, aunque quien lea esté en compañía. “Basta con recordar cómo aprendimos cada uno de nosotros a amar las historias”, propone el editor Íñigo García Ureta, autor de varios libros sobre el mundo del libro. “No fue entre las páginas de un libro en cartón con guardas de aguas sino entre las sábanas. Escuchando la voz de un padre o una madre que nos leían en voz alta. Ese audiolibro primigenio, origen y consecuencia de todo, que todo lo resume”.
Además, García Ureta sostiene que, en un principio, la literatura es sonido. “Un libro, cualquier libro, no es sino una voz que resuena en nosotros”, escribe en un artículo reciente incluido en la revista Texturas. “Fingir que la tinta es anterior –o superior– al sonido es como afirmar que la carta impresa de un restaurante nos saciará el estómago”.
Quien solo escucha se distrae más
Pero el audiolibro también tiene sus detractores. Una de las razones es que “el sonido tiene una bajísima capacidad para captar nuestra atención”, según señaló Antonio Rodríguez de las Heras, director del Instituto de Cultura y Tecnología de la Universidad Carlos III, de Madrid, en una charla sobre “El lector en la era digital”.
Un experimento realizado en 2013 por psicólogos canadienses parece demostrarlo. Consistió en hacer que un grupo de personas accedieran a un mismo texto a través de tres formas distintas: que lo leyeran en silencio, que lo leyeran en voz alta y que lo oyeran leído por otro. Al someter a esas personas a un examen para evaluar su comprensión lectora, los investigadores comprobaron que quienes solo habían escuchado el texto retuvieron menos cosas –es decir, se distrajeron más– que quienes lo habían leído.
Si bien la prueba fue realizada con un grupo reducido de personas (un total de 36), parece fácil reconocer que, cuanta más atención y más sentidos vuelca alguien hacia a una tarea, mayor será su grado de concentración y compenetración en ella. No es lo mismo escuchar un relato mientras se realiza una tarea monótona y repetitiva –como caminar o correr sobre una cinta en el gimnasio– que cuando la actividad simultánea exige una atención algo mayor, como conducir. Además, volver atrás para repasar algún pasaje olvidado resulta bastante más complicado al oír un relato que al leerlo.
Los antecedentes y el futuro
Una de las primeras experiencias de audiolibros, por cierto, no tuvo nada que ver con aprovechar los “tiempos muertos” durante los viajes en coche o el deporte. El proyecto Talking Books, “libros parlantes”, nació en Estados Unidos en 1932, cuando la Fundación Estadounidense para los Ciegos consiguió financiación para acercar la literatura a las personas no videntes. Tres años después ocurrió algo parecido en el Reino Unido, por medio del Instituto Nacional Real de las Personas Ciegas, destinado en un principio a quienes habían perdido la vista durante la guerra.
De todos modos, el primer antecedente de un audiolibro es aún más antiguo. Ya en 1890 el poeta británico Alfred Tennyson grabó, en un cilindro de cera fonográfico, su poema “La carga de la caballería ligera”, tarea para la cual contó con la colaboración de Thomas Alva Edison. Luego vinieron los discos, las cintas de casete y los cedés, hasta los archivos digitales que se pueden reproducir hoy con cualquier teléfono móvil.
En última instancia, puede que -tal como sucede con las comparaciones entre el libro de papel y el e-book- se trate de una cuestión de entrenamiento, y que quienes logren “educar” su capacidad oyente tengan con un audiolibro una experiencia en nada inferior a la de quienes lean el libro con sus propios ojos. Por lo pronto, la Fundéu (Fundación del Español Urgente) ya decidió cómo llamarlos: “lectores de audiolibros” o “audiolectores”. Tal vez sean una parte importante del futuro de la industria editorial.
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