¿Engordamos porque el cuerpo piensa que debe sobrevivir al invierno?

Darío Pescador

6 de marzo de 2022 22:10 h

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El consumo elevado de azúcar está detrás de a la obesidad, la diabetes y las enfermedades cardiovasculares. Quedan pocas dudas al respecto. Sin embargo, la forma concreta en la que el azúcar nos hace engordar se suele entender de forma equivocada. 

Una explicación popular es que los azúcares de la comida basura, y especialmente la de los refrescos, son “calorías vacías”, energía de más que no gastamos en nuestra sedentaria vida moderna. Esa energía que sobra se convierte y almacena en forma de grasa, y así es como engordan nuestras cinturas y caderas. Pero en realidad el proceso es más complejo.

Nuestro organismo sabe convertir el azúcar (glucosa y fructosa) en grasa (triglicéridos) a través de un proceso químico llamado lipogénesis, pero este proceso es muy ineficiente. Los estudios muestran que en condiciones normales solo un 1% de la grasa que almacenamos proviene del azúcar, e incluso en las personas obesas y después de darles una vez y media las calorías que les corresponden en forma de azúcar, solo el 3% de ella se convertía en grasa.

Lo que ocurre en realidad es que el azúcar y el almidón en nuestra comida hacen aumentar la insulina, y tener la insulina alta impide que nuestro cuerpo utilice la grasa como combustible. No es que el azúcar se convierta directamente en grasa, sino que evita que perdamos la grasa que ya tenemos, y además hace que almacenemos las otras grasas que ingerimos con nuestra comida.

Las personas que sufren resistencia a la insulina, el principio de la diabetes tipo 2, tienen niveles de insulina en sangre elevados por encima de lo normal, pasan más tiempo almacenando grasa y tienen mayor riesgo de padecer obesidad. Además, la resistencia a la insulina también va unida a un mayor apetito, más antojos de dulces, y una bajada del metabolismo basal. 

Es como si nuestros cuerpos intentaran jugarnos una mala pasada. El azúcar, una forma fácil de energía, en lugar de volvernos más activos, darnos ganas de salir a correr, o aumentar nuestro metabolismo en reposo, nos vuelve holgazanes, glotones y ahorradores de energía. 

Pero esto no es un fallo de diseño de nuestro organismo. La resistencia a la insulina ha sido necesaria para sobrevivir durante millones de años.

Cuando el verano era época de engorde

Animales como los osos y las ardillas hibernan. Durante el invierno entran en un largo sopor durante el que sus metabolismos se reducen al mínimo para mantenerlos con vida. Antes de la hibernación, estos animales tienen que acumular grandes cantidades de grasa en sus cuerpos, que les alimentará durante la hibernación. ¿Cómo lo hacen? Los científicos han comprobado que se vuelven resistentes a la insulina de forma temporal, para luego volver a la normalidad. 

El cambio en el metabolismo de estos animales lo provoca su entorno. Al final de verano, cuando la fruta está madura, los osos y ardillas empiezan a darse atracones. Los niveles de insulina en sangre de las ardillas aumentan hasta cuatro veces durante los meses de septiembre y octubre. Sin embargo, en medio de su hibernación, entre diciembre y enero, su insulina está muy baja, una condición necesaria para poder movilizar las reservas de grasa. 

Las plantas también tienen mucho que decir en el proceso. Las frutas en las plantas tienen una sola función: que los animales se las coman para esparcir las semillas que contienen. A cambio, la fruta proporciona azúcar al animal, una forma fácil para que engorde.

Zombies de la fructosa

Pero además las plantas tienen un as en la manga. La fruta contiene fructosa, un tipo de azúcar que tiene unos curiosos efectos el animal que la come: estimula el apetito y disminuye las capacidades mentales, aumenta la inflamación y el cortisol, aumenta la acumulación de grasa, reduce la actividad física, reduce el metabolismo e incrementa más aún la resistencia a la insulina

Además, la fructosa está asociada con el comportamiento animal denominado “forrajeo” consistente en buscar fuentes de comida de forma obsesiva. Una conducta que en los humanos se traduciría en trastorno por déficit de atención e hiperactividad, depresión maníaca y comportamiento agresivo.

La fructosa convierte a los animales en zombies que no pueden parar de comer. Si eres un oso o una ardilla, esto es una buena cosa, porque necesitas comer como un loco. Además, en cuanto llega el frío, se pasa.

Pero ¿qué ocurre con los humanos? ¿Hibernaban nuestros antepasados? Aunque no somos osos, hay algunos indicios de nuestros ancestros de las cavernas entraban en una fase de menor actividad en invierno, como muestran los huesos de homínidos encontrados en Atapuerca que datan de hace medio millón de años. Algo que tiene mucho sentido, ya que en invierno la comida escaseaba.

Si en invierno bajaba nuestro metabolismo, necesitábamos tener reservas de grasa, y eso suponía comer más al final del verano para engordar. Al menos en las regiones frías de Eurasia, la única época del año en la que nuestros ancestros tenían acceso al azúcar era cuando había fruta madura y, con suerte, algo de miel, ambas con alto contenido en fructosa. 

Tener azúcar disponible era una señal química que decía al cuerpo “tienes que engordar”. En concreto es la fructosa la que induce resistencia a la insulina, y de ese modo estimula la acumulación de grasa. Pero hoy en día esto no ocurre solo al final del verano. Tenemos fresas de invernadero en Navidad y melones de Perú en medio del invierno. Los humanos estamos consumiendo fruta y azúcares durante todo el año, cada día, y enviando esa señal de engorde cada día a nuestras células.

En España el 17% de las calorías proceden del azúcar. Esto es el equivalente, entre azúcares añadidos y los contenidos en los alimentos, a 85 gramos al día. Aunque podemos estar satisfechos, ya que esta esta cantidad es casi el doble en EE UU. La fructosa es aproximadamente la mitad en peso de esa cantidad.

El otro problema es que las señales para quemar grasa ya no nos llegan. El frío del invierno, unido a la ausencia de alimentos ricos en azúcar, era la señal para que el organismo de nuestros antepasados se volviera sensible a la insulina y empezara a utilizar las reservas de grasa almacenadas. El frío activaba la grasa marrón, un tejido que contribuye a aumentar el metabolismo y a reducir la grasa corporal.  

Estos cambios bruscos han desaparecido de nuestras vidas. Aunque fuera en la calle hiele, pasamos la mayor parte del día a 20 grados gracias a la calefacción, mientras comemos pizza y chocolatinas sentados en el sillón bajo una manta. En cierto modo, estamos dando a nuestro cuerpo las señales químicas (azúcar) y ambientales (calor) que le dicen que es el final del verano, momento de engordar. El problema es que lo hacemos durante todo el año.

* Darío Pescador es editor y director de la revista Quo y autor del libro Tu mejor yo editado por Oberon.

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