Opinión y blogs

Sobre este blog

El 23J en clave europea

La democracia llegó al continente europeo con el final de la Primera Guerra Mundial. Antes de 1918 llegó el Estado constitucional, pero no la democracia. El hecho de que las mujeres no tuvieran reconocido el derecho de sufragio ya lo dice todo. Hay muchas cosas más, pero con esta solamente es bastante.

En 1918 tampoco llegó con carácter general. En Inglaterra el sufragio femenino llegó en 1927. En Francia no llegaría hasta 1946. En España, en 1931. Pero el principio de legitimidad democrática con identificación inequívoca de “el pueblo” como lugar de residenciación del poder del que emanan “todos los poderes del Estado”, se abrió camino para no dejar de estar presente, en positivo o en negativo, desde entonces. Desde 1918 ha habido o democracia o negación radical de la democracia, que es otra forma de reconocerla. Frente a la democracia no se produjo el retorno al pasado, al Estado liberal monárquico-oligárquico del siglo XIX, sino que se propuso como alternativa un Estado autoritario fascista, nacional-socialista o similares.

El obstáculo para que la democracia parlamentaria se convirtiera en la forma general de organización del poder no estuvo en la izquierda, sino en la derecha. El obstáculo que pudo suponer la izquierda al calor de la Revolución Rusa no fue más allá de 1921-23. No hubo una alternativa consistente de izquierda a la democracia. La alternativa consistente vendría de la derecha. Tanto, que acabó siendo necesaria una Segunda Guerra Mundial para que la democracia parlamentaria acabara convirtiéndose en la forma política propia europea. No de todo el continente, sino únicamente de la parte occidental del mismo. Y con tres excepciones: Grecia, Portugal y España. En la parte oriental, la negación de la democracia se consolidaría con la ocupación de todos los países por la Unión Soviética. 

Si las guerras napoleónicas fueron necesarias para que el Estado constitucional se abriera camino en el continente europeo frente al Antiguo Régimen, las dos Guerras Mundiales lo serían para que se abriera camino el Estado democrático. 

Una vez afianzado en Europa occidental, seis países decidieron iniciar la expansión del principio de legitimidad democrática del Estado nacional exclusivamente a un nivel territorial superior, constituyendo las Comunidades Europeas en 1956, a las que se irían incorporando los demás países occidentales en los años 70 y 80, a medida que así lo negociaron desde una posición democrática anterior al Tratado de Roma o desde la recuperación de la democracia en los años 70, que es el caso de Grecia, Portugal y España. 

Con la incorporación de Portugal y España en 1986, todos los países la parte occidental del continente europeo estaban constituidos democráticamente, aunque algunos no formaran parte de dichas Comunidades Europeas. Pero eran países inequívocamente democráticos. Suiza, Noruega…

A partir de ese momento el proceso de expansión del principio de legitimidad democrática se acelera, desembocando en la destrucción del Muro de Berlín y su consiguiente extensión a los países de la parte oriental del continente. 

Una vez extendido el principio de legitimación democrática a escala continental, se inicia el proceso de construcción de la Unión Europea con el Tratado de Maastricht en 1992. En ese proceso de construcción estamos todavía inmersos y vamos a continuar estándolo durante decenios. 

La absorción práctica de un nuevo principio de legitimidad lleva mucho tiempo. Pasar del Antiguo Régimen al Estado Constitucional nos llevó desde finales del siglo XVIII hasta principios del siglo XX. Convertir el Estado Liberal monárquico-oligárquico del siglo XIX en el Estado Democrático nos ha llevado todo el siglo XX. Hacer operativo de forma homogénea el principio de legitimidad democrática a escala continental europea nos va a llevar todo el siglo XXI. Y sin que tengamos garantías de que lo vayamos a conseguir. 

Antes de la batalla de Stalingrado, la posibilidad e incluso la probabilidad de que la forma política hegemonizada por la Alemania nazi se impusiera frente a la democracia parlamentaria, no resultaba descabellada. Después ya sabemos lo que pasó. Pero pudo no haber sido así.

En este momento nos encontramos en un escenario particularmente difícil en ese proceso de hacer efectivo de forma homogénea el principio de legitimidad democrática a escala de la Unión Europea. La tensión entre las que se autocalifican de democracias “iliberales” y las democracias a secas es muy perceptible. Las líneas divisorias entre unas y otras cada vez están menos claras, como los resultados electorales recientes en países como Finlandia o Suecia nos muestran. Por no hablar de los resultados electorales en Italia que condujeron a Georgia Meloni a la presidencia del gobierno. O la situación en la que se encuentra Francia, en la que han desaparecido en la competición para la presidencia de la República los dos partidos que “habían hecho” la Vª República, gaullistas y socialistas. 

Hacia qué lado de esta tensión nos situamos es, tal vez, lo más importante que está en juego el 23J. ¿Se apuntará España en la dirección en que lo ha hecho Italia, favoreciendo con ello que dicha opción pueda extenderse todavía más en el conjunto de la Unión Europea?

Merecería la pena reflexionar sobre ello antes de depositar el voto en la urna. 

La democracia llegó al continente europeo con el final de la Primera Guerra Mundial. Antes de 1918 llegó el Estado constitucional, pero no la democracia. El hecho de que las mujeres no tuvieran reconocido el derecho de sufragio ya lo dice todo. Hay muchas cosas más, pero con esta solamente es bastante.

En 1918 tampoco llegó con carácter general. En Inglaterra el sufragio femenino llegó en 1927. En Francia no llegaría hasta 1946. En España, en 1931. Pero el principio de legitimidad democrática con identificación inequívoca de “el pueblo” como lugar de residenciación del poder del que emanan “todos los poderes del Estado”, se abrió camino para no dejar de estar presente, en positivo o en negativo, desde entonces. Desde 1918 ha habido o democracia o negación radical de la democracia, que es otra forma de reconocerla. Frente a la democracia no se produjo el retorno al pasado, al Estado liberal monárquico-oligárquico del siglo XIX, sino que se propuso como alternativa un Estado autoritario fascista, nacional-socialista o similares.