Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
Sobre la constitucionalidad de la ley de amnistía
En el reino de la naturaleza no existe la libertad. Existen el azar y la necesidad, pero no la libertad. La libertad solo existe en las sociedades humanas, porque nos ponemos límites a nosotros mismos para hacer posible la convivencia. El límite es el elemento constitutivo de la libertad. De ahí la importancia de la democracia, de una forma política en la que los límites son definidos por los propios ciudadanos, bien directamente (en pocas ocasiones) bien a través de sus representantes elegidos mediante el ejercicio del derecho de sufragio. Por eso, la “voluntad general” es el dogma de la democracia. Ningún ser humano puede dar un paso en una sociedad democráticamente constituida sin que “su voluntad particular” tenga como contrapunto una manifestación de la “voluntad general”, de la ley. Ni un solo paso. La “voluntad general” nos acompaña en democracia en todo lo que hacemos a lo largo de nuestra vida.
Por eso, lo que llamamos libertad no es lo que comúnmente se entiende por ello, sino “autonomía personal con el límite de la voluntad general”. En democracia únicamente tiene libertad el legislador, el Parlamento, el órgano constitucional que mediante la ley define la voluntad general, a la que tienen que ajustar su conducta tanto las personas físicas como las jurídicas, además de todas las administraciones públicas contempladas en la fórmula de gobierno: desde el Gobierno de la Nación hasta el último de los municipios. Nadie, excepto las Cortes Generales, es portador de libertad. Las Cortes Generales poseen “libertad de configuración” para dar respuesta “mediante la ley” a cualquier problema con el que la sociedad tenga que enfrentarse. Nadie más la tiene. Desde el presidente del Gobierno hasta el último de los ciudadanos. Tienen “discrecionalidad” en la ejecución de la ley en el caso de las autoridades públicas y “autonomía” en la aplicación de la misma en el caso de las personas privadas, físicas o jurídicas. Pero no libertad.
Las Cortes Generales son el único órgano constitucional que no “ejecuta”, sino que “crea Derecho”. La libertad es propia del acto de creación y nunca del acto de ejecución. Y como el Parlamento es el único órgano que “crea” derecho, solamente él puede tenerla. El poder ejecutivo ejecuta la ley. El poder legislativo no ejecuta la Constitución, sino que “interpreta” la Constitución creando el derecho que la sociedad necesita para dar respuesta a los problemas con los que tiene que enfrentarse, porque la Constitución no ha dado respuesta a ninguno. La Constitución se limita a prever el órgano, el Parlamento, y el procedimiento legislativo con el desarrollo de los Reglamentos parlamentarios, mediante los cuales se tiene que dar respuesta al problema que se plantee, cualquiera que sea este.
En esa “libertad de configuración” las Cortes Generales solo tienen dos límites: uno formal, las normas relativas al procedimiento legislativo; y otro material, los derechos fundamentales, de cuyo “contenido esencial” no puede disponer el legislador. Pero nada más. Si se cumplen las reglas procedimentales para aprobar la ley y si no se atenta contra los derechos fundamentales, las Cortes Generales son libres para decidir lo que estimen pertinente.
Esta teoría general relativa a la “creación del Derecho” es plenamente aplicable a la amnistía. No hay ni un solo precepto de la Constitución que excepcione la potestad de las Cortes Generales para aprobar una ley de amnistía. NINGUNO. No sé de dónde se sacaron los Letrados del Congreso que las Cortes Generales no podían aprobar una ley de amnistía, ni tampoco acierto a entender con base en qué interpretación de la Constitución se han expresado en el mismo sentido diversos catedráticos de Derecho Constitucional en diversos medios de comunicación.
El argumento de que al prohibir la Constitución que la ley autorice los “indultos generales” se está implícitamente prohibiendo la “amnistía” es constitucionalmente absurdo. La Constitución está limitando la potestad de las Cortes Generales para habilitar al Gobierno para que dicte “indultos generales” y nada más. No está haciendo referencia alguna a la potestad legislativa de las propias Cortes Generales para aprobar una ley de amnistía. La Constitución prohíbe la “transferencia al Gobierno” de la potestad de dictar “indultos generales”. Pero esa es la única limitación que impone a las Cortes Generales. Interpretar que de esa limitación de la transferencia al Gobierno se deduce también una limitación en la potestad legislativa de las Cortes Generales carece de todo sentido. Los “indultos generales” están prohibidos porque el indulto es un acto administrativo. Precisamente porque el indulto es un acto del Gobierno, un acto administrativo, le ordeno a usted, Cortes Generales, que no le transfiera la potestad de dictar “indultos generales”. No vaya a ser que se le pase por la cabeza a algún Gobierno que tiene esa potestad. Pero de ahí no se puede deducir nada respecto del ejercicio de la potestad legislativa por las propias Cortes Generales. La inferencia supone el desconocimiento más completo del lugar que ocupan las Cortes Generales en nuestro Estado social y democrático de Derecho.
Por lo demás, no hay ningún precepto en la Constitución en el que se pudiera hacer descansar un recurso o una cuestión de inconstitucionalidad contra una ley de amnistía. Ciertamente se podría interponer un recurso o elevar una cuestión de inconstitucionalidad contra la ley de amnistía si fuera aprobada. Pero no acierto a ver qué recorrido podría tener, ya que, insisto, la Constitución no limita en ningún momento la “libertad de configuración” de las Cortes Generales en lo que a la amnistía se refiere. Son las Cortes Generales, con un juicio de naturaleza política, las que tienen que identificar el problema con el que tiene que enfrentarse la sociedad española y decidir si es oportuno o no hacer frente al mismo con una ley de amnistía.
Tampoco tiene consistencia alguna el argumento de la “división de poderes” y que, con una ley de amnistía, se invade la esfera propia del poder judicial. En una ley de amnistía a propósito del procés no sería el poder judicial el directamente afectado, sino los poderes ejecutivo y legislativo (el Senado por mayoría absoluta en este caso) que decidieron recurrir al artículo 155 de la Constitución para resolver el problema generado por el Parlament y el Govern de la Generalitat de Catalunya en el otoño de 2017, creando con ello, un problema mucho mayor. Este es el debate político que se tendría que hacer en las Cortes Generales recientemente elegidas para poder decidir si es oportuno o no aprobar la ley de amnistía.
El hecho de que el uso que se hizo del artículo 155 de la Constitución haya sido avalado por el Tribunal Constitucional no es, en absoluto, un obstáculo para que se pueda aprobar una ley de amnistía. De la misma manera que las Cortes Generales consideraron que el recurso al artículo 155 era la forma adecuada de responder al problema, las Cortes Generales en 2023 pueden llegar a la conclusión contraria y considerar que dicha respuesta tiene que ser revisada, a fin de permitir que a través de la política se dé respuesta al problema constitucional más importante que ha tenido España en el ciclo constitucional que se inició tras la muerte del general Franco.
No es al Tribunal Supremo o al Tribunal Constitucional a los que se está corrigiendo, sino al Gobierno y al Parlamento que entraron como elefante en cacharrería, sin adoptar las más mínimas precauciones en la aplicación del artículo 155 de la Constitución, con lo que no solamente no se resolvió el problema de la integración de Catalunya en el Estado español, sino que se dificultó todavía más.
Si esta es la conclusión que se alcanza en el debate parlamentario en las Cortes Generales recién elegidas, no existe el más mínimo obstáculo constitucional para que se apruebe la ley de amnistía. No estamos ante un problema jurídico, sino ante un problema de naturaleza política, para cuya respuesta la Constitución no impone límite alguno a las Cortes Generales.
En el reino de la naturaleza no existe la libertad. Existen el azar y la necesidad, pero no la libertad. La libertad solo existe en las sociedades humanas, porque nos ponemos límites a nosotros mismos para hacer posible la convivencia. El límite es el elemento constitutivo de la libertad. De ahí la importancia de la democracia, de una forma política en la que los límites son definidos por los propios ciudadanos, bien directamente (en pocas ocasiones) bien a través de sus representantes elegidos mediante el ejercicio del derecho de sufragio. Por eso, la “voluntad general” es el dogma de la democracia. Ningún ser humano puede dar un paso en una sociedad democráticamente constituida sin que “su voluntad particular” tenga como contrapunto una manifestación de la “voluntad general”, de la ley. Ni un solo paso. La “voluntad general” nos acompaña en democracia en todo lo que hacemos a lo largo de nuestra vida.
Por eso, lo que llamamos libertad no es lo que comúnmente se entiende por ello, sino “autonomía personal con el límite de la voluntad general”. En democracia únicamente tiene libertad el legislador, el Parlamento, el órgano constitucional que mediante la ley define la voluntad general, a la que tienen que ajustar su conducta tanto las personas físicas como las jurídicas, además de todas las administraciones públicas contempladas en la fórmula de gobierno: desde el Gobierno de la Nación hasta el último de los municipios. Nadie, excepto las Cortes Generales, es portador de libertad. Las Cortes Generales poseen “libertad de configuración” para dar respuesta “mediante la ley” a cualquier problema con el que la sociedad tenga que enfrentarse. Nadie más la tiene. Desde el presidente del Gobierno hasta el último de los ciudadanos. Tienen “discrecionalidad” en la ejecución de la ley en el caso de las autoridades públicas y “autonomía” en la aplicación de la misma en el caso de las personas privadas, físicas o jurídicas. Pero no libertad.