Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
La desigualdad lo corroe todo
Joaquín Estefanía tituló el domingo 30 de abril su tribuna habitual en El País, “Piketty convenció, pero no venció”. El título es sobradamente elocuente. El impacto de la publicación de “El Capital del siglo XXI”, seguido de “Capital e ideología. La economía de las desigualdades. Una breve historia de la igualdad” fue enorme en el terreno del debate intelectual, pero apenas afectó a la toma de decisiones políticas. La tendencia hacia el aumento del desequilibrio en la distribución de la riqueza no se ha visto afectada en los diez años transcurridos desde la publicación del primero de los dos libros de Piketty.
Coincido con el análisis de Estefanía salvo en un punto, en el que, si nos sentáramos a hablar, es más que probable que estuviéramos también de acuerdo. El punto de desacuerdo es su afirmación de que “la desigualdad no es consecuencia de leyes inexorables de la economía, sino de decisiones políticas y estratégicas”.
La desigualdad es una consecuencia inexorable del capital como principio de constitución económica de la sociedad contemporánea. Toda sociedad que descansa en el capital genera inexorablemente desigualdad y desigualdad creciente, ya que la plusvalía para la nueva obtención de plusvalía es la ley que rige de manera inexorable el proceso de acumulación del capital.
Dicho proceso de acumulación es la forma de manifestación de la ley del más fuerte en el modo de producción capitalista. Es una ley que en democracia está sometida siempre al control de decisiones políticas y de normas jurídicas por los órganos constitucionales habilitados para ello. La ley del más fuerte no se expresa nunca en estado puro, es decir, no está nunca exenta de un control de naturaleza político-jurídica.
Ahora bien, ese control puede ser un control proclive a acelerar el proceso de acumulación o un control tendente a reducir el resultado de dicho proceso. La ley del más fuerte no puede ser suprimida. La sociedad en que esto ocurriera entraría en un proceso de descomposición. Lo que sí se puede hacer es poner límites al ejercicio de esa ley mediante normas jurídicas resultantes de decisiones políticas democráticamente alcanzadas.
De hecho, es lo que ocurrió desde la década de los treinta del siglo pasado en los Estados Unidos y en los estados democráticamente constituidos en la Europa occidental después de la Segunda Guerra Mundial.
Desde finales de los años setenta del siglo pasado a esa política de limitar la progresión acelerada del proceso de acumulación y de redistribución de la riqueza se pondría fin de manera paulatina pero continuada. El proceso de acumulación del capital se vería favorecido por nuevas normas jurídicas también aprobadas democráticamente. Ello conduciría a un desequilibrio gigantesco que no para de aumentar.
Estamos llegando ya al momento en que ese desequilibrio brutal afecta no solo a los ciudadanos o ciudadanas de manera individualizada, sino que afecta a la democracia como forma política. Si el principio de igualdad en el que descansa la democracia deja de tener credibilidad como fórmula de gestión de las diferencias personales en lo que a la distribución de la riqueza se refiere, es la propia democracia como forma política la que deja de ser creíble.
La desigualdad resultante de un principio de acumulación del capital sin límites aprobados democráticamente es sencillamente insoportable. Se extiende a la esperanza de vida, a la educación, a la vivienda… La desigualdad lo corroe todo. El sentido de pertenencia a una misma comunidad desaparece. El libre desarrollo de la personalidad que es el corolario del principio de igualdad se convierte en un espejismo, que se desvanece al entrar en contacto con la realidad.
Este va a ser el debate de los próximos decenios. O hay una rectificación política del proceso de distribución de la riqueza dominado por la acumulación del capital, o simplemente veremos cómo las democracias se van descomponiendo una tras otra.
Joaquín Estefanía tituló el domingo 30 de abril su tribuna habitual en El País, “Piketty convenció, pero no venció”. El título es sobradamente elocuente. El impacto de la publicación de “El Capital del siglo XXI”, seguido de “Capital e ideología. La economía de las desigualdades. Una breve historia de la igualdad” fue enorme en el terreno del debate intelectual, pero apenas afectó a la toma de decisiones políticas. La tendencia hacia el aumento del desequilibrio en la distribución de la riqueza no se ha visto afectada en los diez años transcurridos desde la publicación del primero de los dos libros de Piketty.
Coincido con el análisis de Estefanía salvo en un punto, en el que, si nos sentáramos a hablar, es más que probable que estuviéramos también de acuerdo. El punto de desacuerdo es su afirmación de que “la desigualdad no es consecuencia de leyes inexorables de la economía, sino de decisiones políticas y estratégicas”.