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¿En qué país vive Pedro Sánchez?

Pedro Sánchez, durante la entrevista en La Sexta este jueves.

Javier Pérez Royo

Tuve la impresión viendo la entrevista de Pedro Sánchez en La Sexta que el presidente piensa en un país que no existe. No cabe duda de que, como repitió en tres ocasiones al comienzo de la entrevista, llevamos cinco años de inestabilidad política. Su trayectoria personal es la mejor expresión de esa inestabilidad. En un sistema político estable él no habría sido nunca ni secretario general del PSOE ni presidente del Gobierno. Lo ha sido por el desbarajuste que se produjo en el interior del PSOE tras los años de José Luis Rodríguez Zapatero, desbarajuste que sería la primera señal del desmoronamiento paulatino del orden que se construyó en la transición del Régimen del General Franco a la Constitución de 1978.

El PSOE había sido el eje central del orden que se construyó en “La Transición” y la crisis que lo atravesó desde 2010 fue el indicador de la crisis que se avecinaba en el conjunto del sistema político resultado del pacto constituyente de 1978. Ese doble desorden, del PSOE y del sistema político, posibilitó que Pedro Sánchez llegara a ser presidente del Gobierno.

No quiero con ello restar mérito a la trayectoria política de Pedro Sánchez. Nadie le ha regalado nada. Simplemente quiero subrayar que, sin la inestabilidad política en la que llevamos instalados desde hace años, Pedro Sánchez no habría tenido la oportunidad de ser secretario general primero y presidente del Gobierno después. Ha sido el mejor intérprete de la inestabilidad y el que más se ha beneficiado de la misma.

Es comprensible que, una vez en el poder, quiera poner fin a la inestabilidad. Poder e inestabilidad se repelen. Un poder inestable es un poder interino, que tiene que gastar más energía en no perder el equilibrio y no caerse que en la tarea de dirección política del país. Es, en consecuencia, un poder imprevisible incapaz de generar confianza tanto dentro como fuera. El fin de la inestabilidad es, por tanto, un objetivo irrenunciable.

Ahora bien, poner fin a la inestabilidad se puede perseguir de maneras distintas. Y, en mi opinión, Pedro Sánchez ha optado por una que supone una manifiesta pérdida de sentido de la realidad. La estabilidad parece exigir desde su perspectiva una vuelta al pasado, a que los ciudadanos voten de tal manera que un solo partido pueda formar gobierno, como ocurrió en España de manera ininterrumpida desde las primeras elecciones constitucionales en 1979 hasta las de 2011. De ahí el llamamiento a que los ciudadanos le proporcionen el 10 de noviembre una mayoría rotunda, que de estabilidad a su gobierno sin necesidad de pactar con nadie.

El retorno al pasado es imposible. En la experiencia democrática española las mayorías minoritarias más pequeñas a partir de las cuales se pudo constituir gobierno fueron las que obtuvieron el PSOE en 1993 (159 escaños) y PP en 1996 (156 escaños). En todas las demás legislaturas, o hubo mayorías absolutas o el partido ganador obtuvo entre 164 y 169 escaños (PSOE en 2004 y 2008). En los años 93 y 96 fue el concurso del nacionalismo catalán y, en menor medida, del vasco, el que posibilitó la investidura. Por debajo de los 156 escaños no ha sido posible la investidura (123 escaños del PP en 2015 y del PSOE en 2019) o se ha producido una falsa investidura, la de Mariano Rajoy con 137 escaños en 2016, que fue posible por la abstención del PSOE. De ahí el éxito por primera vez de la moción de censura.

Tal como está el patio en este momento, con los puentes completamente rotos entre el PSOE y Unidas Podemos, por un lado, y Ciudadanos, por otro, harían falta como mínimo 160 escaños para poder pensar en una investidura desde una opción de izquierda y con la condición añadida de que las derechas no sumaran más.

¿Es razonable pensar que el PSOE puede llegar a tener ese resultado? Necesitaría reducir el número de escaños de Unidas Podemos a menos de diez, es decir, reducirlo a lo que fue la representación del PCE-PSUC en los años ochenta. Tendría que producirse un trasvase casi total de los votantes de Unidas Podemos al PSOE. No hay nada que permita pensar que ello vaya a suceder.

A esto hay que añadir que los nacionalismos catalán y vasco han tenido en las elecciones del 28A el mejor resultado de su historia y que previsiblemente lo van a mantener, como mínimo, el 10 de noviembre, tras una campaña en la que, si el Tribunal de Justicia de la Unión Europea no lo evita, la sentencia del “Procés” estará muy presente. Será, en consecuencia, más difícil contar con su concurso o incluso complicidad. La enorme sinrazón que ha supuesto la opción de Pedro Sánchez por la repetición de elecciones salta a la vista.

La estabilidad política no va a volver por los gobiernos de un solo partido. Eso pertenece al pasado. Alemania sería el ejemplo que Pedro Sánchez debería tomar en consideración. El bipartidismo imperfecto presidió casi toda la trayectoria de la Ley Fundamental de Bonn hasta bien entrado el siglo XXI. Se ha desvanecido de manera que nadie en su sano juicio considera que sea reversible. La representación bipartidista con un sistema electoral proporcional de sociedades tan complejas como son las europeas en estos momentos pertenece a un pasado irrecuperable.

Sin coalición o cooperación o como quiera llamársele no se podrá recuperar la estabilidad, que nunca volverá a ser la misma que la que tuvimos en los treinta primeros años de vigencia de la Constitución.

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