Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Acabar con el dictador
Permítanme adoptar un tono solemne para arrancar con esta reflexión. Españolas y españoles: Franco no ha muerto. De acuerdo que en noviembre de 1975 las máquinas que mantenían sus constantes vitales no lograron evitar su extinción física. De hecho, el intento desesperado de alargar artificialmente la vida del dictador cuando su muerte era ya inevitable convirtió su cuerpo en una metáfora de la necesidad de mantener vivo a toda costa un régimen agonizante. Y, sin embargo, Franco no ha muerto, sino que, como toda persona que deja a sus espaldas un reguero de represión y violaciones masivas de derechos humanos, tiene una vida de ultratumba.
Para comprobar cómo este fenómeno se repite a lo largo y ancho del planeta, les recomiendo ojear la obra La muerte del verdugo (Miño y Dávila, 2016), dirigida por Sévane Garibian, donde queda patente que el fallecimiento de los responsables de atrocidades no es su final, sino que abre un nuevo escenario donde los muertos todavía tienen mucho que decir. Nos guste o no, se han hecho un hueco a codazos (por decirlo suavemente) en la historia, y de ahí no van a salir tan fácilmente aunque sus huesos se conviertan en polvo. No basta con que sople el viento. Hay que barrer.
El caso de Francisco Franco no es una excepción. Por el contrario, su fantasma no ha dejado de planear sobre la sociedad y la política españolas desde 1975. A mantener la vida de ultratumba de Franco coadyuvó decisivamente la Transición y los pactos adoptados por los partidos políticos en ese contexto, y se ha seguido alimentado durante décadas gracias al ninguneo a las víctimas por la clase dirigente. Y en esa perduración del mito ha sido clave la permanencia del Valle de los Caídos como un lugar de peregrinaje para los nostálgicos del régimen.
Conviene recordar que esta construcción megalómana de retorcido gusto acoge los restos del dictador con cargo a las arcas del Estado (las funciones de patronato y representación de la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos se asignan al Consejo de Administración del Patrimonio Nacional en virtud de la disposición final tercera de la Ley 23/1982, reguladora del Patrimonio Nacional, y del Real Decreto 496/1987, que aprobó el reglamento que la desarrolla), las mismas arcas que el gobierno del PP consideraba tan magras en los últimos años como para dejar a cero la partida presupuestaria destinada a la aplicación de la Ley de Memoria Histórica.
Más importante aún, constituye un monumento ignominioso a la represión franquista. Sus entrañas encierran los restos de miles de personas que durante la guerra civil lucharon por defender la República y que fueron exhumados con nocturnidad y alevosía, sin informar ni solicitar la autorización de sus familias, y trasladados al Valle de los Caídos para alimentar el colosal mausoleo que Franco se había hecho construir y que era imposible rellenar solo con los caídos de su bando. Las cifras oficiales hablan de 33.847 personas trasladadas allí, de las cuales siguen sin estar identificadas más de 12.400. Eso sin olvidar a los miles de presos republicanos que trabajaron en su construcción con la sola esperanza de lograr una reducción de sus condenas.
La decisión sobre qué tratamiento dar al cuerpo de un dictador fallecido de muerte natural tiene un enorme calado político, y –puesto que no ha podido elegir el momento de la muerte, porque la naturaleza manda más- es la primera en la que su fantasma participa, asegurándose de que se ejecuta lo que hubiera decidido en vida, aunque a veces los azares de esa vida determinan que el lugar de descanso eterno elegido no sea exactamente el que habría deseado. Pinochet aspiraba a reposar en un mausoleo al estilo del Valle de los Caídos o como el de Napoleón en los Inválidos, pero la urna con sus cenizas ha terminado en una capilla ubicada en la finca familiar de Los Boldos para eludir a los profanadores de tumbas. También para evitar escraches post-mortem, Videla y Massera yacen bajo lápidas con nombres falsos. Stroessner sigue enterrado en un cementerio de Brasilia, y los intentos de sus familiares de repatriar sus restos se han encontrado con la oposición de sus víctimas. Lejos quedaron los honores de Estado para los cuatro.
Por el contrario, Franco quiso ser enterrado en el Valle de los Caídos (al menos así lo ha relatado el arquitecto de la basílica, Diego Méndez, y así lo afirmaba la Fundación Francisco Franco en un librito de 1976 titulado Razones por las que se construyó la Basílica del Valle de los Caídos. Templo erigido por un gran español), allí fue enterrado con su correspondiente funeral de Estado, y allí sigue, bajo el amparo de Patrimonio Nacional. ¿Por qué tanta diferencia entre el tratamiento dado al cadáver de aquellos y de este? Por una razón muy sencilla: su legado de violaciones de derechos humanos fue cuestionado por los órganos del Estado mientras estaban vivos. Dicho de otra forma, antes de su muerte se habían adoptado medidas oficiales (más o menos incisivas, pero todas relevantes) contra la impunidad de sus regímenes: juicios en Chile y Argentina, una Comisión de Verdad y Justicia en Paraguay. En particular, el banquillo de los acusados tiene una fuerza demoledora sobre la omnipotencia de la que se ha revestido el dictador. Que el antaño todopoderoso ya no sea impune es un mensaje que libera de su yugo a la sociedad –y más en particular a sus víctimas-. De rebote, condiciona su descanso eterno, expulsándolo de la vida pública.
El cuerpo del dictador muerto por causas naturales tiene una alta carga simbólica tanto para sus seguidores como para sus detractores. Por ello, en una democracia, resulta esencial que el Estado actúe para atenuar ese simbolismo, relegando su recuerdo póstumo al ámbito privado, de manera que no interfiera con el impulso de los valores democráticos en la esfera pública. La existencia de lugares públicos de memoria que honren la figura del difunto dictador es una incoherencia: la comisión de graves violaciones de derechos humanos es, a todas luces, una práctica deshonrosa que no merece en modo alguno ser ensalzada. Tomar medidas para que aquel salga de una vez de la vida democrática es la única forma de evitar que la impunidad acompañe a su cuerpo hasta la eternidad.
Así pues, no está de más que los socialistas corrijan de una vez por todas la oportunidad que perdieron con la Ley de Memoria Histórica de convertir el Valle de los Caídos en un lugar de memoria realmente compartida. En cuanto a la familia Franco, lo mejor que puede hacer –si de verdad quiere hacer algo por España- es elegir un lugar privado al que llevar los restos. Que honren a su familiar en la más estricta intimidad, si lo desean, o que lo entierren en un cementerio público, si prefieren que su tumba esté expuesta al público. Lo que quieran, pero que sea en la esfera privada, porque este país necesita urgentemente que la vida post-mortem de Franco llegue de una vez por todas a su fin.
Permítanme adoptar un tono solemne para arrancar con esta reflexión. Españolas y españoles: Franco no ha muerto. De acuerdo que en noviembre de 1975 las máquinas que mantenían sus constantes vitales no lograron evitar su extinción física. De hecho, el intento desesperado de alargar artificialmente la vida del dictador cuando su muerte era ya inevitable convirtió su cuerpo en una metáfora de la necesidad de mantener vivo a toda costa un régimen agonizante. Y, sin embargo, Franco no ha muerto, sino que, como toda persona que deja a sus espaldas un reguero de represión y violaciones masivas de derechos humanos, tiene una vida de ultratumba.
Para comprobar cómo este fenómeno se repite a lo largo y ancho del planeta, les recomiendo ojear la obra La muerte del verdugo (Miño y Dávila, 2016), dirigida por Sévane Garibian, donde queda patente que el fallecimiento de los responsables de atrocidades no es su final, sino que abre un nuevo escenario donde los muertos todavía tienen mucho que decir. Nos guste o no, se han hecho un hueco a codazos (por decirlo suavemente) en la historia, y de ahí no van a salir tan fácilmente aunque sus huesos se conviertan en polvo. No basta con que sople el viento. Hay que barrer.