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Charlie Hebdo: terrorismo, libertad de expresión y humor

Los creyentes en dioses y profetas, sea Mahoma, Cristo o Moisés, se consideren católicos, judíos o musulmanes, lectores de la Biblia, el Corán o la Tora, están sometidos a un doble vínculo: su religión y una sociedad que puede o no estar secularizada. En cualquier caso, poco cambia el argumento. En Occidente, hablamos de la separación Iglesia-Estado, pero el calendario es religioso, se celebra la navidad, la semana santa y la Iglesia católica ejerce su fuerza sobre el poder político, manifestándose contra el aborto, el divorcio, la homosexualidad o la educación laica. Igualmente, controla empresas, bancos y medios de comunicación. ¿Estado laico? Los guardianes de la fe, las iglesias y sus funcionarios, se consideran legitimados para blandir la espada contra infieles y herejes, todos blasfemos. El mensaje es simple: mostrar irreverencia conlleva sufrir castigo divino. En esto tampoco hay distingos. Musulmanes, católicos o judíos justifican su venganza sin más argumento que sentirse insultados e humillados. Pero olvidamos que la religión es un asunto privado, que sólo compete a sus creyentes y no puede imponerse a los demás. El humor y las caricaturas, imitaciones, historietas, chistes, comedias, etc. son por naturaleza irreverentes. Y deben seguir siéndolo. Demuestra la capacidad de una sociedad de reírse de sus miserias, de criticar al poder y sentirse libre. Qué decir de la comedia greco-romana, cuna del humor occidental.

La libertad de expresión -se quiera o no- presupone la capacidad de escuchar, seleccionar y determinar la relevancia de lo dicho. No todo lo dicho por alguien debe concitar y ser digno de atención. Los ciudadanos pueden reivindicar su derecho al silencio, la indiferencia y la crítica. En eso consiste la libertad de expresión. Los regímenes antidemocráticos cercenan la cultura, ejercen la represión política, la censura, ahogan económicamente a los medios de comunicación social independientes, mostrando un fundamentalismo, recortando derechos políticos en nombre de la seguridad, la decencia, el decoro y las buenas costumbres. No hay país occidental donde no se ejerza la violencia política en nombre de la razón de Estado. Seguramente, nuestras maneras las consideramos civilizadas, frente a la persecución en países como Arabia Saudí, donde se persigue a homosexuales, el rey tiene todos los poderes, se castiga a las mujeres, existe una policía religiosa. Pero Occidente se siente cómodo con Arabia Saudí, aliado de sus torticeras maniobras en Oriente medio. ¿Por qué no le declara la guerra como ha hecho con Siria, Libia e Irán? ¿Hipocresía?

Los atentados de Paris, cometidos por franceses de religión musulmana, son una excusa para seguir una línea dibujada tras los atentados de las Torres Gemelas en 2001. Terrorismo es igual a fundamentalismo islámico; fundamentalismo islámico a musulmanes; musulmanes a Estado Islámico; y Estado Islámico a enemigos de la civilización.

A los presidentes de gobierno y figuras relevantes de la política que asistieron a la manifestación para condenar los atentados terroristas en París les importa un bledo la libertad de expresión, la libertad de prensa, el futuro de la revista Charlie Hebdo, el sentido del humor y la tolerancia religiosa o política. Su objetivo al presentarse allí no fue precisamente ese. Por el contrario, se manifestaron para reivindicar la lucha contra el terrorismo, sea el que sea, donde y contra quien sea. Su propuesta: más seguridad a cambio de ceder libertades y derechos políticos. En nombre de la lucha antiterrorista, han instrumentalizado el sentimiento de dolor y pesar de quienes condenan los atentados por el simple hecho de ser un acto contra natura. Su presencia es irrelevante. En sus países, como Israel, Alemania o España, arremeten, censuran y crean leyes ad hoc en cuanto ven peligrar su poder. Son fundamentalistas, sectarios y sobre todo fanáticos. Basta recordar la presencia de Benjamín Netanyahu, responsable de matanzas al pueblo palestino en Gaza y Cisjordania. No todos son Charlie Hebdo.

Las religiones -sobre todo, las monoteístas- ejercen la violencia, la persecución, matan en nombre del profeta, el elegido o Dios y, si llega la ocasión, convocan a una guerra santa. No es un problema de civilizaciones. El ojo por ojo y el diente por diente no es patrimonio de una religión. El castigo ejemplarizante está presente en todas. Lo sagrado no debe profanarse. Curas, rabinos y ayatolás promueven la venganza bajo el acero de la espada justiciera, la tortura o el asesinato. Los sermones en iglesias, sinagogas o mezquitas están llenos de alusiones al castigo ejemplar contra el infiel.

En este contexto, ejercitar la libertad de expresión supone caminar en el filo de la navaja. El inquisidor, el censor y el controlador de la fe tienen en sus manos el don de perdonar o castigar. Ellos determinan cuándo, dónde y quién ha blasfemado. Son juez y parte. Las condenas deben cumplirse en lugares públicos, para escarnio de la población. Las hogueras, empalamientos y lapidaciones cumplen esa función social cuyo mensaje es transparente: tolerancia cero contra blasfemos, herejes e infieles. No hace falta ser fundamentalista islámico para asesinar en nombre del profeta. Basta profesar una religión como fanático.

La religión conlleva la sacralización de lo profano, pudiendo ser venerados objetos, personas e ideas. Para religiones, los colores. Los hay quienes adoran el neoliberalismo y matan por sus principios. Son fanáticos de las leyes del mercado. Dictadores, presidentes, ministros y partidos políticos se encuentran en sus filas. Ellos son responsables de cientos de miles de suicidios y muertes por hambre, y nadie les acusa de terroristas. En contrapartida, hay religiones que veneran a Maradona. Tienen su iglesia, pero no asesinan en nombre de Maradona. Existen seguidores de la pacha-mama, extraterrestres, serpientes o elefantes, pero ninguno de ellos se considera en posesión de la verdad, proclaman una guerra santa contra el infiel y matan por imponer su credo. En ello estriba la diferencia entre el fundamentalismo religioso, la fe y el culto a los dioses, sean un profeta o el mercado. Por ello debemos condenar los actos terroristas de Al-Qaeda en París contra redactores y policías y, al mismo tiempo, recordar que el fundamentalismo religioso, económico y político se reproduce en sociedades donde el miedo a la libertad y la democracia conlleva pérdida de derechos humanos y políticos.

Los creyentes en dioses y profetas, sea Mahoma, Cristo o Moisés, se consideren católicos, judíos o musulmanes, lectores de la Biblia, el Corán o la Tora, están sometidos a un doble vínculo: su religión y una sociedad que puede o no estar secularizada. En cualquier caso, poco cambia el argumento. En Occidente, hablamos de la separación Iglesia-Estado, pero el calendario es religioso, se celebra la navidad, la semana santa y la Iglesia católica ejerce su fuerza sobre el poder político, manifestándose contra el aborto, el divorcio, la homosexualidad o la educación laica. Igualmente, controla empresas, bancos y medios de comunicación. ¿Estado laico? Los guardianes de la fe, las iglesias y sus funcionarios, se consideran legitimados para blandir la espada contra infieles y herejes, todos blasfemos. El mensaje es simple: mostrar irreverencia conlleva sufrir castigo divino. En esto tampoco hay distingos. Musulmanes, católicos o judíos justifican su venganza sin más argumento que sentirse insultados e humillados. Pero olvidamos que la religión es un asunto privado, que sólo compete a sus creyentes y no puede imponerse a los demás. El humor y las caricaturas, imitaciones, historietas, chistes, comedias, etc. son por naturaleza irreverentes. Y deben seguir siéndolo. Demuestra la capacidad de una sociedad de reírse de sus miserias, de criticar al poder y sentirse libre. Qué decir de la comedia greco-romana, cuna del humor occidental.

La libertad de expresión -se quiera o no- presupone la capacidad de escuchar, seleccionar y determinar la relevancia de lo dicho. No todo lo dicho por alguien debe concitar y ser digno de atención. Los ciudadanos pueden reivindicar su derecho al silencio, la indiferencia y la crítica. En eso consiste la libertad de expresión. Los regímenes antidemocráticos cercenan la cultura, ejercen la represión política, la censura, ahogan económicamente a los medios de comunicación social independientes, mostrando un fundamentalismo, recortando derechos políticos en nombre de la seguridad, la decencia, el decoro y las buenas costumbres. No hay país occidental donde no se ejerza la violencia política en nombre de la razón de Estado. Seguramente, nuestras maneras las consideramos civilizadas, frente a la persecución en países como Arabia Saudí, donde se persigue a homosexuales, el rey tiene todos los poderes, se castiga a las mujeres, existe una policía religiosa. Pero Occidente se siente cómodo con Arabia Saudí, aliado de sus torticeras maniobras en Oriente medio. ¿Por qué no le declara la guerra como ha hecho con Siria, Libia e Irán? ¿Hipocresía?