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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Ni los “ciudadanos ejemplares” se libran del banquillo

Ignacio Escolar y Raquel Ejerique en el juzgado

Jesús C. Aguerri

El pasado 17 de septiembre, la Asociación de Inmigrantes Senegaleses de Aragón y el Grupo Derechos Civiles-15M Zaragoza comparecieron en un juzgado de instrucción acusados de un delito de injurias contra la policía.  Estos dos colectivos fueron denunciados por un sindicato de trabajadores del Ayuntamiento de Zaragoza por denunciar el trato que la policía zaragozana da a los manteros. Aunque nunca debería haber sido así, el asunto está aún en manos de un juzgado que, de momento, se ha limitado a tomar declaración. Sin embargo, un conocido medio local ya se ha aventurado a afirmar que “los manteros no logran probar que la Policía Local les robara mercancía”, osada afirmación que refleja a partes iguales partidismo y total desconocimiento del asunto.

No obstante, la actitud de ciertos medios de comunicación ante esta clase de procesos absurdos no puede sorprendernos. El abogado Gonzalo Boye viene sufriendo durante todo este mes una campaña mediática de desprestigio. La veda para disparar contra el abogado la abrió –al menos la impulsó– una querella presentada por el Movimiento 24DOS ante la Audiencia Nacional y una denuncia de un eurodiputado ante el Colegio de Abogados de Madrid. Parece que algunos juristas no se han tomado muy bien que Boye haya puesto en duda, vía demanda civil en Bélgica, la imparcialidad del Excm. Sr. Magistrado Manuel Marchena, presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo.

Pero no todo lo que ronda nuestras pantallas son periodistas ocupados en disparar contra quien trata de defender, de una forma u otra, a quienes sus amos han tomado como enemigos.  Ahí tenemos a Raquel Ejerique e Ignacio Escolar, que en este mismo medio destaparon el escándalo de los másteres que la Universidad Rey Juan Carlos parece haber estado regalando. Un ejercicio de oficio periodístico que les ha llevado ante los tribunales acusados de un delito de revelación de secretos.

Estos casos son solo tres ejemplos de la agitada actualidad judicial del mes de septiembre. También se podría mencionar la condena (aunque rebajada) a La Insurgencia, la detención de Willy Toledo o la negativa de la justicia belga a la extradición de Valtònyc. Pero los tres ejemplos mencionados son especialmente ilustrativos porque presentan a “buenos ciudadanos” –que no son raperos ni gente que se caga en divinidades– cumpliendo con sus respectivos deberes: denunciar en público y ante la administración el mal funcionamiento de una institución, ejercer la abogacía o tomarse en serio el oficio de periodista.

Parece evidente que la denuncia de las irregularidades de las instituciones, que es el elemento común en los tres casos, no es bien recibida ni por ciertos medios de comunicación ni por ciertos sujetos y colectivos. Tampoco por ciertos jueces. Esto último es muy raro porque, al fin y al cabo, lo que vienen a hacer las conductas comentadas es contribuir a la realización efectiva de derechos fundamentales.

Es obvio que en una sociedad pueden darse conflictos entre derechos, lo cual llevará a que entre en juego, en ciertas ocasiones, el Derecho Penal. No obstante, como afirma -en el prólogo de un libro de reciente publicación- el mismísimo Manuel Marchena, el proceso penal es muy intrusivo, por lo que es indispensable que los conflictos generados sean resueltos “a partir del canon constitucional que ofrece nuestro sistema”. Este “canon constitucional” consta de una serie de derechos y deberes consagrados como fundamentales en la Constitución, entre los que se encuentra el derecho a la información veraz (art. 20 CE), y los derechos a la defensa y a la tutela judicial (art. 24 CE). Además, como han recalcado en múltiples ocasiones tanto el TC como el TEDH, la denuncia de irregularidades en las instituciones es una conducta que debe estar especialmente protegida, pues de ella deriva la realización efectiva de otros derechos imprescindibles para al funcionamiento democrático de una sociedad. Dada esta especial protección y atendiendo a nuestro “canon constitucional”, el ejercicio de los derechos mencionados no debería dar lugar a procesos penales, al menos no debería ser así en una democracia. Esta cuestión, la relación entre democracia y derechos, es lo que en el fondo se está debatiendo en los tres casos.

¿Democracia y garantías?

En teoría, lo que hace democrática a una sociedad no es permitir el voto cada cierto tiempo sino garantizar los derechos y libertades fundamentales que la dotan de sustancia. Estos derechos y libertades, que están al margen del mercado e incluso de las decisiones de la mayoría, han de ser garantizados por los poderes públicos, pues estos son la fuente de legitimidad del mismo Estado. En nuestro ordenamiento jurídico, estos derechos están recogidos en la Constitución, cumbre magna e inexpugnable del ordenamiento jurídico. Todas las leyes y todas las actuaciones de los poderes públicos están obligadas a regirse por estos derechos y garantizarlos universalmente. Como dice Luigi Ferrajoli, “son derechos hacia y, si es necesario, contra el Estado”. Son, por tanto, “leyes del más débil”. Eso es lo que dice la teoría, pero la práctica siempre ha sido más discutible.

La discusión sobre si el Derecho puede ser una “ley del más débil” o si, por el contrario, es una mera burocratización de la desigual distribución del poder en la sociedad, tiene ya varios cientos de años. En la segunda mitad del siglo XX, las ideas sobre democracia y derechos fundamentales arriba descritas parecieron triunfar en distintas sociedades. Los derechos fundamentales se restringieron a “los ciudadanos”, de modo que quien carecía de esa consideración podía ser pisoteado sin mucha dificultad. Incluso siendo “ciudadano”, el Estado se reservaba la posibilidad de tildarte de enemigo y así legitimarse para no tener que respetar su propia ley.

Obviando estas y otras muchas “excepciones”, aceptemos que se produjo un importante avance en materia de reconocimiento de derechos y en la creación de garantías para que estos se hicieran efectivos. Al consagrarse en la Constitución del 78 como Estado Social y Democrático de Derecho, el estado español se incorporó teóricamente a este grupo de democracias garantistas. Digo “teóricamente” porque, si bien la excepcionalidad del no-ciudadano sigue vigente –ahí están los CIE, monumentos a la vergüenza–, la democracia garantiza que, entre otras cuestiones, sus ciudadanos puedan criticar a sus instituciones. Por eso no se entiende del todo bien qué está pasando en nuestros juzgados y tribunales. ¿Por qué estas denuncias? ¿Por qué estos procesos penales? ¿Por qué las campañas mediáticas que los auspician? ¿Por qué se está usando el Derecho como arma contra todo aquel que ose criticar a las instituciones? Es como si ciertos actores sociales no supieran que vivimos en un Estado social y democrático de derecho donde la crítica a las instituciones se considera un bien valioso, un requisito para la democracia. O quizá nos estemos dando cuenta de que, por muchas garantías constitucionales que podamos citar, el Derecho no ha dejado de ser un arma esgrimida por los poderosos para hacer su voluntad. Estas dos visiones subyacen a los tres ejemplos comentados. Esto es lo que se debate en ellos. Si nos tomamos en serio como sociedad las garantías constituciones y, por tanto, en qué clase de sociedad vivimos.

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