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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Al final impactó la bala y el que denunció al poder fue condenado

Manteros en Madrid

Jesús C. Aguerri

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En demasiadas ocasiones se ha escrito estos dos últimos años sobre balas contra mensajeros. Académicos denunciados por llamar la atención sobre la tortura en prisión, concejalas investigadas por clamar contra la policía tras la muerte de un ciudadano, presidentes de asociaciones imputados por quejarse del trato a los manteros... En definitiva, demasiados casos de denuncias y querellas contra quienes elevaban públicamente la voz contra los abusos del poder. Con tanto disparo, alguno tenía que dar en el blanco y, paradójicamente (o no), le ha acabado tocando al negro.

Idrissa, expresidente de la Asociación de Inmigrantes Senegaleses de Aragón, ha sido condenado por un delito de injurias contra la Policía Local de Zaragoza. Su señoría ha considerado punible, vía delito de injurias graves con publicidad del artículo 209CP, que Idrissa, durante una rueda de prensa en la que se presentaba un informe que recogía testimonios de abusos policiales a manteros de la ciudad, afirmara supuestamente que los policías de la ciudad “Hacen negocio y recogen los beneficios” y que “les agreden y lo hacen solo porque son negros”. El matiz supuestamente es relevante porque estas declaraciones fueron atribuidas a Idrissa por un medio de comunicación, no habiéndose probado durante el juicio que realmente las formulara en estos términos. De hecho, la defensa de Idrissa se molestó en mostrar que la expresión “hacen negocio y recogen los beneficios” ni siquiera corresponde a ninguna declaración del acusado sino a un comunicado del Grupo DDCC15mZgz publicado el 5 de abril de 2018: “Los problemas sociales no llegan en patera. Los culpables de nuestros problemas vuelan en primera clase, usan coches de lujo, atizan el racismo, hacen negocio y recogen los beneficios”.

Ante este fallo judicial cabe hacerse varias preguntas relativas a la técnica jurídica. ¿Cómo es posible condenar en base a un delito, el de injurias del 209 CP, que protege el derecho al honor, por hacer unas declaraciones sobre una institución del Estado que, según el Tribunal Constitucional (STC 107/1988, de 8 de junio; STC 214/1991, de 11 de noviembre y STC 13/1995, de 24 de enero) y el Tribunal Supremo (STS 492/2017, de 13 de septiembre), no es titular de ese derecho? Es decir, ¿cómo se daña el derecho al honor de una institución del Estado que, como tal, no tiene Derecho al Honor? ¿Cómo se resuelve un “concurso” de leyes –situación que se crea cuando una misma conducta puede encajarse en dos tipos penales - apelando al delito más beneficioso para el acusado? ¿Un concurso entre los artículos 504 y 209CP no debería resolverse en base al criterio de especialidad? ¿Acaso una sentencia condenatoria por delito de injurias graves no exige una valoración mínimamente seria del ánimo (la voluntad) injuriosa y de la efectiva lesión en el honor que han producido las declaraciones? ¿Acaso puede ser considerado “temeroso desprecio hacia la verdad” – requisito necesario para condenar por injurias graves - presentar un informe a la autoridad competente en el que se respaldan las declaraciones hechas, solo porque esa autoridad competente acabara no sancionando a nadie ni emprendiendo procedimiento judicial alguno?

Y por último: ¿no se supone que el Tribunal Supremo (STC 9/2007, de 15 de enero y STC 6/1981, de 16 de marzo) se ha cansado de recordar que la libertad de expresión ampara la crítica a las instituciones por ser este derecho, en el ámbito político, especialmente valioso para una sociedad democrática? ¿Dónde se supone que quedan estas palabras del Constitucional sobre las libertades de expresión e información?: “Cuando operan como instrumento de los derechos de participación política debe reconocérseles si cabe una mayor amplitud que cuando actúan en otros contextos, ya que el bien jurídico fundamental por ellas tutelado, que es también aquí el de la formación de la opinión pública libre, adquiere un relieve muy particular en esta circunstancia, haciéndoles especialmente resistente(s), inmune(s) a las restricciones que es claro que en otro contexto habrían de operar” (STC 136/1999, de 20 de julio)

Las respuestas a estas preguntas quizás pondrían en duda esta resolución y la actuación profesional de quien la ha dictado, y tal crítica también estaría amparada por la libertad de expresión según sentencias del Tribunal Constitucional como la 35/2004, de 8 de marzo. Pero permítanme que, llegados a este punto, dude de la validez de la justisprudencia del “supremo intérprete de la Constitución” en ciertos juzgados de lo Penal de este país. Además, todas las preguntas anteriores son meras cuestiones de técnica jurídica. Precisamente, si algo brilla por su ausencia en la sentencia que condena a Idrissa es la técnica jurídica. La sentencia es política, pura política, es el castigo a alguien en cuyas declaraciones puede entreverse una crítica a la policía por prácticas racistas. Y así lo reconoce la propia sentencia al afirmar lo siguiente sin rubor:

“El mero hecho de que algunos de esos ciudadanos senegaleses hayan podido transmitir quejas al acusado o incluso que el Ayuntamiento abriera esa investigación, no le autorizaba a dar públicamente por ciertas conductas del colectivo policial ilícitas e incluso racistas. Con temeridad, sin cerciorarse de si todas las quejas eran veraces y generalizando a todos los Agentes, transmitió a la opinión pública la imagen de una Policía Local que sistemáticamente persigue a los manteros senegaleses por motivos étnicos”.

Esto no es otra cosa que defender la sacralidad de las instituciones del estado definiendo por la vía del castigo lo que puede y no puede ser dicho en público, lo que puede ser discutido y por lo tanto ser pensado. Si, como dice Slavoj Žižek, la esencia de lo político es el poder para definir lo político –léase lo opinable y discutible–, esta sentencia supone una ofensiva política contra toda visión crítica con la actuación de los poderes del Estado. Esta ofensiva es el hecho realmente grave del asunto. Las cuestiones de técnica jurídica son solo víctimas sacrificadas en su nombre. Lo que aquí está en juego no es solo la condena a un sujeto, ni siquiera el (des)conocimiento por parte de un juez del derecho penal que aplica, sino la progresiva construcción, resolución a resolución, de un clima punitivo que desincentive la denuncia e imponga por vía de los hechos un relato acrítico sobre cómo las instituciones ejercen el poder. La construcción, en suma, de una práctica jurídica simétricamente opuesta a los principios que, se supone, la fundamentan.

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