Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Sobre las contradicciones del fascismo y las contradicciones propias
Parece que el fantasma vuelve a recorrer Europa. A veces a ese fantasma lo llamamos fascismo, otro totalitarismo, ultraderecha, neo-fascismo, populismo de derechas y de otras tantas maneras según lo creativos que nos pongamos. Siempre nos cuesta ponerle nombre. Nos asustamos primero y luego nos sumergimos en debates sobre qué es realmente el fascismo. Este es un movimiento bastante lógico porque, mientras discutimos sobre qué es eso que nos da miedo, retrasamos el momento de enfrentarlo. Además, quizás al diseccionarlo descubramos que no estamos ante verdadero fascismo, quizás podamos concluir que “la cosa” sólo era un poquito fascista. Tenía unos elementos y no otros, así que es tolerable. No habría por tanto nada de lo que preocuparse.
El problema es que el fascismo rara vez respeta su propia ortodoxia. Como sostiene Žižek, “en todo verdadero fascismo encontramos elementos que nos hacen decir: «Esto no es puro fascismo»”. Al fascismo lo caracteriza un discurso completamente contradictorio. Una sucesión hipócrita de consignas que se contradicen constantemente.
Como muy bien señalaba Gabriel Moreno hace unas semanas, el primer ministro italiano, Matteo Salvini, se permite el lujo de declararse católico y a la vez “cerrar los puertos de su país a barcos repletos de seres humanos”. Para este autor, los fascistas parecen aquejados de una constante hipocresía: dicen defender el Estado de Derecho mientras lo destruyen, dicen defender los derechos sociales mientras se los niegan a quien creen conveniente.
Estas contradicciones hacen parecer débil y fácilmente rebatible al andamiaje teórico fascista. Sin embargo, en esta constante contradicción reside la principal fortaleza del discurso fascista. La vieja proclama de “al fascismo no se le discute, se le destruye” no puede ser reducida a un mero grito de batalla. Al fascismo no se le puede discutir porque no hay nada contra lo que discutir. El fascismo es por definición contradictorio e incoherente. Un día dice A y al siguiente B, y así el público puede elegir libremente entre A y B. De nuevo con Žižek, el fascismo es “una determinada lógica de desplazamiento mediante disociación y condensación de comportamientos contradictorios”. La contradicción está en la esencia del fascismo, por eso siempre se pierden los debates con fascistas.
Entonces ¿qué esperanza cabe? Si el fascismo es indiscutible, ¿cómo destruirlo sin tener que volver a recurrir al sentido más obvio de la palabra “destruir”? Pues, aunque no sea la fuente más ortodoxa, creo que en este punto conviene recordar las palabras de Olmo en la película Noveccento:
Al fascismo hay que cortarlo de raíz, hay que evitar que sea plantado y alimentado. Y en este punto es donde tenemos el mayor problema. En las últimas décadas hemos normalizado la contradicción, hemos naturalizado que los discursos sobre derechos y libertades deben tener excepciones y muchos límites.
En nuestras sociedades se dice defender los Derechos Humanos, pero se deja que miles de personas mueran ahogadas en el mediterráneo. Se les ofrece refugio a los que vienen en unos barcos, pero a otros se les encierra en los CIE. Se reconoce el Derecho a la vivienda, pero se reforma la ley para incentivar que se especule con ella. Se proclama la importancia de los Derechos Sociales, pero se subordinan a los intereses del mercado y al pago de la deuda. Nos declaramos Estados de Derecho, pero encarcelamos a raperos y no investigamos los casos de tortura.
Hemos sumergido el Derecho en la dualidad amigo y enemigo, al Estado en la lógica de consumidores y consumidos. “Tú tienes derechos y tú no”. “Me gustaría ayudarte, pero es que los recursos públicos son limitados”. “Es el marcado, amigo”. “Eres el único responsable de tus actos, podrías haber emprendido”. Hemos naturalizado estas proclamas, las hemos incorporado a nuestra cotidianeidad.
Nunca hemos abandonado el discurso sobre los Derechos Humanos, ni hemos dejado de definirnos como un Estado Social y Democrático de Derecho, pero progresivamente hemos ido aceptando que había que hacer excepciones, que hay “personas malísimas” a las que es práctico quitarles algunos derechos, que la economía es como es y poco se puede hacer contra ella. El fascismo se erige sobre esta resignación ante una supuesta realidad que obliga a renunciar a nuestros ideales sobre Derecho y derechos.
El fascismo se ha plantado, se ha abonado y al hacerlo unos pocos se han llenado los bolsillos. Algunos incluso afirman que nos hemos sumergido en un fascismo postmoderno. La constante contradicción se ha convertido en algo asumible. El neoliberalismo ha colonizado a los Estados y sus proclamas han calado en casi todos los niveles. El Estado Social y Democrático de Derecho se ha vuelto algo extraño que oscila entre un horizonte y una mera mascara retórica. Se supone que aún no han ganado y nosotros ya hemos renunciado a casi todo.
Quizás, si lo que queremos es frenar el auge del fascismo que representan el Frente Nacional, Liga Norte o Alternativa para Alemania (por citar tres ejemplos no muy polémicos), deberíamos empezar por dejar de asumir y aceptar “esas cosas meramente neoliberales”, solo un poquito fascistas o solo un poquito represoras.
Parece que el fantasma vuelve a recorrer Europa. A veces a ese fantasma lo llamamos fascismo, otro totalitarismo, ultraderecha, neo-fascismo, populismo de derechas y de otras tantas maneras según lo creativos que nos pongamos. Siempre nos cuesta ponerle nombre. Nos asustamos primero y luego nos sumergimos en debates sobre qué es realmente el fascismo. Este es un movimiento bastante lógico porque, mientras discutimos sobre qué es eso que nos da miedo, retrasamos el momento de enfrentarlo. Además, quizás al diseccionarlo descubramos que no estamos ante verdadero fascismo, quizás podamos concluir que “la cosa” sólo era un poquito fascista. Tenía unos elementos y no otros, así que es tolerable. No habría por tanto nada de lo que preocuparse.
El problema es que el fascismo rara vez respeta su propia ortodoxia. Como sostiene Žižek, “en todo verdadero fascismo encontramos elementos que nos hacen decir: «Esto no es puro fascismo»”. Al fascismo lo caracteriza un discurso completamente contradictorio. Una sucesión hipócrita de consignas que se contradicen constantemente.