Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
No creo en las casualidades
Hace años aprendí que en el mundo de Derecho no existen las casualidades; ni mucho menos pude imaginar, entonces, que quienes deben aplicarlo se pudieran incluir en dicha premisa.
Una parte importante del Poder Judicial se ha aprestado con gran entusiasmo a participar en la resolución del conflicto político de Catalunya, sin ni siquiera pestañear ante la inadmisible instrumentalización que nuestro Gobierno ha hecho del mismo. En un Estado democrático y de derecho, no sólo los jueces debieran haberse cuestionado este dudoso y aberrante papel en el marco de un problema político, sino que deberían haber aplicado prudentemente el principio de mínima intervención que rige el derecho penal; éste establece que habrá de intervenir cuando no haya la más mínima duda de la comisión de delitos y que éstos sean graves. Siempre habrá de atenderse a otras herramientas menos lesivas, antes de acudir al derecho penal; por eso, se afirma, esta rama del derecho es la última ratio, el último lugar al que hay que llegar.
Sin embargo, desde el primer momento en que nuestro presidente del Gobierno hizo dejación de sus funciones políticas y activó la maquinaria judicial a través de la Fiscalía General del Estado, nos adentramos en la peligrosa senda de la politización de la Justicia, que abriga la máxima expresión del derecho penal como herramienta para reprimir el movimiento independentista en Catalunya.
Cómo, si no, entender que el Fiscal General del Estado -designado por el Gobierno y máximo responsable de un órgano fuertemente jerarquizado- emitiera instrucciones claras a sus fiscales, ya materializadas en desconcertantes acontecimientos: la presentación de una querella en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña contra miembros del Govern catalán y responsables del Parlament, el apercibimiento a 700 alcaldes de que se les tomaría declaración -aún antes de cometer ningún delito- y que en caso de no acudir serían detenidos, la consulta ante los fiscales del Tribunal Supremo sobre la aplicación del delito de rebeldía a los miembros del Govern, la presentación de una querella por sedición ante la Audiencia Nacional por las movilizaciones del 20 y 21 de septiembre, y las instrucciones directas -sin pasar por la autoridad judicial competente- para la actuación conjunta de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado para reprimir la consulta del día 1 de octubre. Ésta última fue rápidamente anulada por la juez que dirige la instrucción ante el Tribunal Superior de Catalunya, de tan obscena, dado que estaba invadiendo sus competencias jurisdiccionales.
El máximo exponente de esta actuación gravemente politizada de nuestro Fiscal General del Estado lo ha constituido, sin lugar a dudas, la presentación de una querella por sedición ante la Audiencia Nacional, por la Fiscalía de dicho órgano.
Si ya es dudoso que el delito de sedición pueda calificar hechos que, como mucho, no son más que desórdenes públicos, mucho más inadecuado es suponer que el conocimiento de este delito es competencia de la Audiencia Nacional. Lo que sabemos es que dos organizaciones de carácter civil, ampliamente movilizadas desde hace años, con amplísima contestación social en aras a promover pacíficamente la independencia de Catalunya, organizaron una gran manifestación el día 20 de septiembre -que continuó el 21- como reacción a las 16 detenciones de altos cargos políticos y 13 entradas y registros, ordenados por el Juzgado de Instrucción nº 13 de Barcelona, en el seno de una investigación secreta.
Esta masiva manifestación organizada dio lugar a consecuencias lesivas, como daños a vehículos policiales o que la comisión judicial que llevaba a cabo los registros y detenciones tuviera dificultad para salir de un edificio, ante la muchedumbre congregada.
Sin embargo, vemos cómo, dejado de lado el principio de mínima intervención del derecho penal, lo que no son más que, presuntamente, desórdenes públicos, se han establecido erróneamente como sedición. En su querella, el Fiscal Jefe de la Audiencia Nacional tiene que remontarse a sentencias muy antiguas, próximas al fin del régimen franquista, para justificar este difícil encaje. Lógico, pues este delito era comúnmente empleado durante la dictadura franquista para reprimir todo tipo de movilizaciones sociales: huelgas, protestas, manifestaciones y finalizado el régimen, todavía persistía cierta inercia autoritaria.
El asunto de la competencia, una vez que se da por válida la existencia del delito de sedición, resulta muy forzado también. Las competencias de la Audiencia Nacional, por ser éste un órgano que se sustrae a la competencia ordinaria que impone las facultades de investigación al juez natural, correspondiente al territorio donde han sucedido los hechos, vienen establecidas bajo un principio restrictivo, que incluye casos tasados y cerrados: los contemplados en el artículo 65 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Este artículo deja fuera de la competencia de la Audiencia Nacional los delitos de sedición, pues son delitos contra el orden público y no contra la forma de gobierno ni contra las altas instituciones del estado.
Por último, se ha dirigido la imputación de los hechos sucedidos los días 20 y 21 de septiembre contra los organizadores de la masiva manifestación. Se ha abandonado un importante principio de atribución de la responsabilidad penal: el principio de culpabilidad. Sólo la arbitrariedad de los poderes públicos admitiría la responsabilidad colectiva o presunción de participación delictiva, por pertenecer a una colectividad determinada o grupo o población.
En el presente caso, determinadas consignas o actitudes organizativas de Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, que abarcarían no sólo los hechos de los días 20 y 21 de septiembre, los ha llevado a una grave imputación y a considerarlos merecedores de la prisión provisional acordada, por hechos presuntamente cometidos por terceros, partícipes de dicha manifestación. Ellos llevaban el altavoz, ergo dirigían los ataques contra la comisión judicial para tratar de evitar las detenciones y registros, y conseguir, de tal forma, proclamar la independencia de Catalunya. Un salto cualitativo de difícil justificación desde el estricto cumplimiento del principio de personalidad o culpabilidad.
Mayor dificultad encierra, sin embargo, el motivo esencial de dicha resolución: el riesgo de reiteración delictiva. No en vano dedica el auto una extensa exposición de elementos circunstanciales, que se remontan más allá de estas fechas, tratando de explicar el “peligroso” activismo de que parecen hacer gala los dos investigados. Por lo tanto, se atisba claramente que resultaría primordial encerrarlos para evitar que en los próximos días continúen con su “sedicioso” proceder, convocando manifestaciones, sin solución de continuidad.
La calificación jurídica de sedición, la asignación de la competencia a la Audiencia Nacional y el encarcelamiento de las dos caras visibles del activismo pro independentismo podrían constituir, aún sin quererlo, unos resultados disuasorios de innegables consecuencias políticas: represión de las movilizaciones ciudadanas centralizada en un solo órgano judicial y alejado del territorio catalán, mediante una medida contundente y ejemplarizante. Todo esto podría provocar un efecto desaliento que desmovilice a los manifestantes.
Ante un problema político de calado, en el que cerca de dos millones de catalanes están dispuestos a movilizarse en las calles para defender pacíficamente la independencia de Catalunya, el foco no estaría puesto en los dirigentes políticos sino en la sociedad civil.
Ya lo dije: hace años que no creo en las casualidades.
Hace años aprendí que en el mundo de Derecho no existen las casualidades; ni mucho menos pude imaginar, entonces, que quienes deben aplicarlo se pudieran incluir en dicha premisa.
Una parte importante del Poder Judicial se ha aprestado con gran entusiasmo a participar en la resolución del conflicto político de Catalunya, sin ni siquiera pestañear ante la inadmisible instrumentalización que nuestro Gobierno ha hecho del mismo. En un Estado democrático y de derecho, no sólo los jueces debieran haberse cuestionado este dudoso y aberrante papel en el marco de un problema político, sino que deberían haber aplicado prudentemente el principio de mínima intervención que rige el derecho penal; éste establece que habrá de intervenir cuando no haya la más mínima duda de la comisión de delitos y que éstos sean graves. Siempre habrá de atenderse a otras herramientas menos lesivas, antes de acudir al derecho penal; por eso, se afirma, esta rama del derecho es la última ratio, el último lugar al que hay que llegar.