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Derechos al abismo

14 de enero de 2022 22:53 h

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Digámoslo claro desde el inicio: la situación que atraviesa nuestra democracia es crítica, excepcionalmente crítica, y muy pocos están por la labor de salvarla. Para que este invento ideado y decantado durante siglos por liberales, republicanos o socialistas funcione, no solo tenemos que ir a votar cada cierto tiempo, sino mantener un nivel aceptable de debate público, de intercambio de pareceres sobre lo más conveniente para la colectividad y para la concreción del bien común. Es un requisito en cualquier democracia que quiera serlo: una ciudadanía crítica, consciente de sus deberes y derechos, comprometida con la discusión y con el respeto por el pluralismo de opiniones y valores. Pues bien, esta precondición de lo democrático hoy desfallece en un mar de confusión y se la ve acercarse peligrosamente a los umbrales de la extinción. Las causas son diversas y complejas, por supuesto, pero permítanme hacer una selección subjetiva y condensada en las siguientes líneas.

Primero, la ausencia clamorosa de una educación orientada hacia esa ciudadanía que la democracia necesita como las fuentes el agua. Nuestros jóvenes salen del instituto y llegan rozando la mayoría de edad a la Universidad, a la formación profesional o al mercado de trabajo sin tener ni idea de los derechos que disfrutan y de los correlativos deberes que han de cumplir. Ya pueden votar, pero nadie les ha explicado el funcionamiento de su sistema político, la composición del Parlamento, la arquitectura de la Unión Europea o la elección del Gobierno. No nos debe extrañar que patochadas como la de que el presidente Sánchez es ilegítimo porque no ha sido votado por los españoles (sic) triunfen en determinados estratos de la sociedad, ingenuos receptores de cualquier milonga contra la que no tienen barreras de defensa. Y aquí la culpa sí puede ser repartida ecuánimemente por los grandes partidos que se han alternado hasta el momento en el poder, no solo incapaces de mejorar el sistema de enseñanza, sino completamente volcados en su deterioro y en el menosprecio de los saberes humanísticos, hoy al borde de la desaparición por culpa de las distintas y continuas reformas educativas.

Segundo, la irrupción de las nuevas tecnologías no ha venido acompañada, de momento, de la creación de los necesarios cinturones de seguridad en su uso y disfrute. No es que no haya educación tecnológica, es que además se fomenta el uso constante y patológico de los dispositivos digitales. Mientras los hijos de quienes los han diseñado, la élite de Silicon Valley, van a colegios donde está prohibido o muy reducido el uso de los móviles, la moda en España son las flipped classroom y la “gamificación”, exponentes de la idiotización inducida a que se somete actualmente a los estudiantes. En vez de enseñar lo que fuera del aula apenas existe ya, como es la concentración, el análisis crítico y pautas para la lectura profunda y sosegada, nos volcamos en reproducir los males que se van a encontrar nada más salgan por la puerta de clase. El pasado semestre pregunté uno por uno a mis alumnos universitarios, en tutorías, quién tenía hábito de lectura o quien no se distraía leyendo y el resultado fue dramático: solo el 4% admitía leer con cierta asiduidad y sin acudir al móvil cada cinco minutos. Les puedo asegurar que muchos son incapaces ya de llegar a esta altura del artículo sin haberse distraído desde el comienzo de la lectura. ¿Cómo quieren que construyamos ciudadanía con estos mimbres?

Tercero, la exigencia de instantaneidad que se desprende de la hiperconectividad y de esta sociedad del cansancio permanentemente despierta, ha socavado la reflexión también en los medios de comunicación, dispuestos a batirse por el titular más impactante e impreciso si con ello consiguen más repercusión. Y la situación está empeorando drásticamente como consecuencia de las suscripciones de pago. Como la mayor parte de la población no está suscrita a ningún periódico “serio” (o al menos razonable y con información contrastada), a lo que al final puede acudir es a cualquier web que perfeccione hasta la obscenidad el sensacionalismo gratuito. En mi clase, nuevamente, suelo obligar a la lectura diaria de prensa, pudiéndoles preguntar a los alumnos cualquier noticia de actualidad todos los días. El resultado inicial es que casi ninguno, por no decir ninguno, lee prensa digital de calidad, trayendo en su magín noticias de blogs o recortes de lo que encuentran en redes sociales o en “noticias Google”. Es un auténtico erial informativo. El problema es igualmente preocupante en la gente mayor, la que no se ha criado o no ha crecido en la era digital, puesto que presentan una dificultad a veces sorprendente para identificar qué medio es fiable y cuál no. La cantidad de majaderías e insensateces que se envían por WhatsApp, desde fotos de políticos con frases inventadas a vídeos “virales” de ignorantes diciendo estupideces, tiene como destinatarios, también, a nuestros mayores. ¿Así cómo podemos combatir los bulos y las fake news? Son el pan de cada día de millones de personas que no entran en este periódico o en otro y que ni siquiera ven ya, en el caso de los jóvenes, el telediario. 

Cuarto y último, aunque no por ello menos importante, asistimos actualmente a un refuerzo de las esferas de autorreferencialidad. La combinación de suscripciones de pago y algoritmos en las redes sociales provoca que finalmente solo leamos y atendamos a aquello que previamente se amolda a nuestros prejuicios ideológicos o culturales. La sociedad se ha dividido en innumerables cajas de resonancia que impiden la comunicación mutua y la discusión respetuosa entre iguales. No puede sorprendernos, por ello, el ascenso de la “cultura de la cancelación”, la fiereza de los nuevos moralismos puritanos, los linchamientos mediáticos de la instantaneidad inquisitorial o el clima de intolerancia punitiva que padecemos, todo ello bien alentado, además, por exaltados a uno y otro lado de la barricada. No hay mejor ejemplo que la conversión de Twitter en un lodazal de insultos, descalificaciones, acoso o, lo que a veces es peor, soez exhibicionismo de quien no encuentra en la vida real reconocimiento social, académico o profesional alguno.

Si a estos cuatro bloques de causas añadimos la situación material de una sociedad atravesada por la desigualdad económica, la precariedad, el estrés y el anonimato urbanos, tenemos el combo perfecto para la frustración generalizada. Y es la frustración, recordemos, la base de la que siempre han partido los autoritarismos y los idearios reaccionarios; el caldo de cultivo perfecto para la eclosión de chivos expiatorios utilizados por los detentadores del capital, que ya se han secesionado de la comunidad política y viven a su margen, pero de ella. Que esos idearios hoy estén volviendo no es una sorpresa, es una consecuencia. Vamos derechos, con nuestros propios derechos, al abismo… Ojalá me equivoque.

Digámoslo claro desde el inicio: la situación que atraviesa nuestra democracia es crítica, excepcionalmente crítica, y muy pocos están por la labor de salvarla. Para que este invento ideado y decantado durante siglos por liberales, republicanos o socialistas funcione, no solo tenemos que ir a votar cada cierto tiempo, sino mantener un nivel aceptable de debate público, de intercambio de pareceres sobre lo más conveniente para la colectividad y para la concreción del bien común. Es un requisito en cualquier democracia que quiera serlo: una ciudadanía crítica, consciente de sus deberes y derechos, comprometida con la discusión y con el respeto por el pluralismo de opiniones y valores. Pues bien, esta precondición de lo democrático hoy desfallece en un mar de confusión y se la ve acercarse peligrosamente a los umbrales de la extinción. Las causas son diversas y complejas, por supuesto, pero permítanme hacer una selección subjetiva y condensada en las siguientes líneas.

Primero, la ausencia clamorosa de una educación orientada hacia esa ciudadanía que la democracia necesita como las fuentes el agua. Nuestros jóvenes salen del instituto y llegan rozando la mayoría de edad a la Universidad, a la formación profesional o al mercado de trabajo sin tener ni idea de los derechos que disfrutan y de los correlativos deberes que han de cumplir. Ya pueden votar, pero nadie les ha explicado el funcionamiento de su sistema político, la composición del Parlamento, la arquitectura de la Unión Europea o la elección del Gobierno. No nos debe extrañar que patochadas como la de que el presidente Sánchez es ilegítimo porque no ha sido votado por los españoles (sic) triunfen en determinados estratos de la sociedad, ingenuos receptores de cualquier milonga contra la que no tienen barreras de defensa. Y aquí la culpa sí puede ser repartida ecuánimemente por los grandes partidos que se han alternado hasta el momento en el poder, no solo incapaces de mejorar el sistema de enseñanza, sino completamente volcados en su deterioro y en el menosprecio de los saberes humanísticos, hoy al borde de la desaparición por culpa de las distintas y continuas reformas educativas.