Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Por Dios y la Virgen, esto no es delito
La última sentencia por blasfemar fue dictada por el Tribunal Supremo el 31 de marzo de 1979, que resolvía un recurso de casación. Se trataba de una persona que en un bar que encontró en la carretera pronunció blasfemias. Sin embargo, no provocó escándalo público porque “el procesado, hablando fuerte y dando voces, pronunció palabras y frases insultantes para Dios y la Virgen en la barra de un bar abierto al público, en el que sin embargo no consta hubiese más interlocutor que el camarero con el que acaloradamente discutió”, por lo que el Alto Tribunal entendió que se trataba de una falta y no de un delito. El único que se escandalizó fue el camarero, no había nadie más para alarmarse por sus palabras, así tuvo suerte de que el bar estuviera poco frecuentado en ese momento y, también hay que decirlo, se le atenuó considerablemente la pena, al hallarse en estado de “embriaguez no habitual”.
El delito y la falta de blasfemia fueron suprimidos mediante Ley Orgánica 5/1988 de 9 de junio y ello porque un estado aconfesional, respetuoso del pluralismo y la libertad de expresión no debía castigar la acción consistente en atacar la moralidad difundida por ninguna religión. Suponía, por tanto, una contradicción con los valores y principios informadores de la Constitución de 1978.
Otro delito que pervivió varios años después de promulgada la Constitución de 1978 fue el delito de abolición por la fuerza de la confesionalidad del estado que se derogó en 1983.
Es decir, el legislador fue retocando poco a poco el Código Penal franquista de 1973, representativo del nacionalcatolicismo, hasta que en 1995 se promulgó el denominado de manera rimbombante “Código Penal de la democracia”, que es el que tenemos actualmente con todas sus reformas y parches habidos desde entonces. El Código Penal de 1995, sin embargo, no pudo librarse del lastre de ciertos delitos que defendían en el pasado la moralidad de las buenas costumbres impuestas por quien tenía el monopolio de la educación y la cultura -la Iglesia Católica- y mantuvo casi intactos en cuanto a su redacción los actuales delitos -denominados entonces- “contra los sentimientos religiosos”: básicamente el artículo 525 del Código Penal, escarnio -burla, mofa, befa contra creencias religiosas-.
Llevamos tiempo exigiendo que se deroguen estos artículos contra los sentimientos religiosos porque resultan contrarios a la libertad de expresión, dado que su redacción es ambigua y no se ajusta al principio de taxatividad de los tipos penales. Es decir, cualquier conducta que ofenda a un creyente podría ser castigado penalmente y en democracia un populistamente proclamado “derecho a no ser ofendido” no existe por encima del derecho fundamental a la libertad de expresión. Sobre esto ha tenido ocasión de pronunciarse el Tribunal Europeo de Derecho Humanos en el reciente caso de Pussy Riot contra Rusia o en el caso de Sekmadienis Ltd. contra Lituania.
Sin embargo, que el artículo 525 del Código Penal -heredero del artículo 209 del Código franquista de 1973- no se encuentre correctamente definido y que ello pueda abarcar un extenso abanico de conductas que invaden el espacio propio de la opinión pública o la libertad de expresión no nos impide distinguirlo del delito de blasfemia ya derogado y nunca más restablecido por el legislador.
De ahí que los jueces tampoco deberían llamarse a engaño o a la confusión: ante una denuncia o querella por ofensa contra los sentimientos religiosos, los jueces no han de mostrarse acríticos ni actuar como autómatas, sino que han de realizar una previa valoración desde el enfoque constitucional de respeto a la libertad de expresión. De tal manera que si el comportamiento que se denuncia se encuentra en el ámbito de este importantísimo derecho fundamental, deberá inadmitir a trámite dicha denuncia o querella.
Ahora bien, ya sabemos que los delitos de difícil lectura o ambiguos provocan que algunos jueces, a veces, no puedan archivar las denuncias, ese es el caso de los delitos contra los sentimientos religiosos -art. 525 y siguientes del Código Penal- y sin que sirva de justificación, al menos alguna explicación cabría facilitar. Pero resulta absolutamente intolerable que se admita a trámite una denuncia que contenga blasfemias -ya destipificadas- y que se obligue a sufrir la pena de banquillo al denunciado por “cagarse en Dios y en la Virgen”, expuesto a la situación de facilitar explicaciones ante sus dichos, bajo la amenaza legal de ser detenido.
Llegados a este punto, Willy Toledo ha decidido no comparecer. Se trata de un acto de desobediencia civil basado en la no exigencia de realizar aquello a lo que, en teoría, no está obligado: comparecer ante un juez por unos hechos que ya no son delito. ¿Cuál es peor comportamiento, el de Willy por no comparecer ante el llamamiento de la autoridad judicial o el del juez por obligarle a hacerlo para que responda por un delito inexistente?
Sin duda, Willy ha decidido sacrificar su libertad personal a fin de defender su dignidad como ciudadano: como persona no dispuesta a pedir perdón, ni a justificarse ni a pedir permiso por ejercer los Derechos Humanos cuya conquista están fuera de toda duda.
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