Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
¿Qué ocurre con la educación en España?
Me gustaría responder a la pregunta invocada en el título de este texto reflexionando acerca de la relación entre la educación, la ciencia y la política. Y me gustaría empezar recordando que las instituciones de la educación comparten, junto con las de la política, la sanidad o la economía, una función social general: la de evitar en la mayor medida posible que la pobreza y la enfermedad se extiendan entre los miembros de una sociedad —pues si éstas recayesen sobre la gran mayoría de los individuos, la comunidad simplemente desaparecería—. Ahora bien, en tanto que todas estas instituciones podrían justificarse a sí mismas aludiendo a una misma función, tenemos que afilar un poco más a la hora de definir lo específico de la esfera educativa. Diremos entonces que la manera en la que la educación contribuye a realizar esta función general es asegurando el traspaso de la herencia cultural de la humanidad, esto es, garantizando que las nuevas generaciones adquieran, antes de cierta edad, los conocimientos y las aptitudes necesarias para poder contribuir, ellas también, a limitar la pobreza y la enfermedad de los suyos (también a incrementar su bienestar de otras maneras) tal y como lo hacen las generaciones adultas.
La educación ha ido elaborando maneras científicas de cumplir mejor su cometido. Aunque no es una ciencia en sí misma, hace uso de la ciencia para transferir la herencia cultural. Sobre todo, integra los conocimientos de la sociología y la psicología. A través de estas dos ciencias (y a través, también, de las didácticas específicas de cada área de conocimiento, las cuales tratan de idear la mejor enseñanza de sus conceptos basándose en su lógica interna) el método científico ha penetrado definitivamente en la educación. Esta colonización ya es irremediable, hasta el punto de que se insiste hoy en que sus profesionales —docentes o gestores— adopten la metodología de las ciencias para evaluar el éxito que obtienen en el desempeño de su función, y producir así conocimiento útil en relación a su cumplimiento.
El problema básico de la educación en España no reside, por lo tanto, en el estatuto científico o no científico de los conocimientos que emplean sus profesionales. Tampoco va a ser científica su solución. No se trata de un problema teórico ni de uno que se solvente redactando una nueva ley. Tampoco consiste en lograr una mejora en la formación de los profesionales, que por otro lado siempre es deseable. El problema es que las escuelas e institutos han ido convirtiéndose en lugares donde la función educativa se disuelve ante la dificultad de gestionar los conflictos causados por el creciente número de alumnos por aula y por los efectos de la pobreza y la enfermedad, realidades conflictivas en sí mismas. Las reformas educativas del actual ministerio de Educación, Cultura y Deportes tienden a obviar estas cuestiones: o bien fingen su inexistencia o bien asumen que no dificultan que los educadores puedan realizar su labor. El ministerio podría haber basado sus reformas en algún posicionamiento científico, interno a la disciplina, pero en vez de esto ha preferido apelar solamente a los prejuicios y a las opiniones más superficiales que los votantes tienen sobre la educación, y dejar al margen a toda la comunidad educativa. Es al prejuicio de individuos que no tienen formación específica a lo que apela la LOMCE, lo mismo que la reciente propuesta de rebaja de la duración de los grados universitarios. Son medidas que sólo persiguen la manipulación, así como el enfrentamiento entre quienes trabajan dentro de una institución y quienes están fuera de ella. Si se han basado en algún concepto teórico, ha sido sólo en unos términos provenientes de la sociología más neoliberal, que trata de justificar que el sistema educativo en su conjunto se someta a los dictados de la libre competencia, aunque esto signifique que el cumplimiento de la función educativa deba abandonarse por el camino.
Las decisiones educativas de este gobierno no sólo son erróneas sino autoritarias. Lo segundo es más grave que lo primero, pues con ello logra que la nulidad teórica de la que hacen gala sus reformas acabe traduciéndose en la pérdida de energía y tiempo del profesorado, que encuentra todavía más difícil dar los pasos que podrían empezar a solucionar el problema de la educación. Dicha solución pasa porque se pongan las condiciones para que los profesionales puedan aplicar sus conocimientos dentro de las escuelas, institutos e incluso universidades: los principios pedagógicos, las estrategias didácticas, los conocimientos en los que confían. En vez de ampliar los contenidos e imponer reválidas como mecanismo de control (y quién sabe si también, en el futuro, como mecanismo punitivo) sobre centros, profesores y alumnos, siguiendo el modelo fracasado de los EEUU, lo que hace falta es que los profesionales de la educación cuenten con suficiente libertad, autonomía y tiempo para poder innovar con el currículum, para poder adecuarlo de forma solvente a sus realidades concretas, para poder acercarlo a la vida de los alumnos y lograr así que, en el proceso, reflexionen y actúen críticamente sobre ella; para poner en práctica metodologías de aula más participativas, proyectos más variados, tareas más ricas; para poder imaginar formas apropiadas de integrar a las familias, de estrechar la relación entre ellas, las comunidades y los institutos y escuelas; para desarrollar proyectos de centro que integren lenguas, profesorado y asignaturas; para intercambiar experiencias entre los profesionales y alumnos de un mismo centro, pero también de otros —y no sólo de España sino de Europa—; para estrechar los vínculos con los departamentos universitarios y crear con ellos redes de apoyo y colaboración; para imaginar todas estas iniciativas y llevarlas a la práctica, y evaluar de forma rigurosa sus resultados, y hacerlos públicos, y tomarlos como punto de partida para diseñar nuevas propuestas con las que seguir mejorando a profesores y alumnos.
Si alguien quiere solucionar el problema de la educación en España, no debería poner más límites al quehacer de los profesionales, que es lo que hace este gobierno cuando traslada sus prejuicios al BOE, sino permitir que hagan todo lo que saben, que para eso se han formado. En los nuevos tiempos que se avecinan, creo que la ciudadanía debería dotarse de un muro de contención para evitar que un cargo político, desde la cúspide de un ministerio de Educación, pueda manipular y transformar la realidad educativa de la peor manera posible. He creído hallar dicho dique de contención en una obra de James McKernan, catedrático de Educación en la Universidad de North Carolina. En varios momentos de su libro, Curriculum and imagination, McKernan rememora una institución que existió en Inglaterra durante algunos años, hasta que el gobierno de Margaret Thatcher la cerró e integró sus competencias en el Ministerio de Educación de aquel entonces. Estoy hablando del «Consejo Escolar para el Currículum y la Evaluación de Inglaterra y el País de Gales», que asumía el control sobre estas dos dimensiones educativas. Una institución parecida es necesaria en España. Se trataría de un organismo compuesto por representantes de todos los sectores de la comunidad educativa, provenientes de la docencia, la gestión y la investigación. Su principal cometido no sería sólo el de tomar decisiones sobre el diseño y la evaluación de los currículos correspondientes a cada nivel educativo, sino más bien el de abrir múltiples vías de acción y comunicación con docentes y gestores, planteando, orientando, facilitando y subvencionando —debería tener un presupuesto asignado— cualquier iniciativa a través de la cual los profesionales de la educación pudiesen colaborar activamente en mejorar la enseñanza de sus centros. El Consejo Escolar para el Currículum y la Evaluación poseería plena autonomía para diseñar los planes de estudio e intervenir en todas las cuestiones pedagógicas. En contra de lo que sucede hoy en día, en este ámbito el ministerio y las conserjerías de las comunidades autónomas no deberían entrar.
Así descrito, el cometido esencial de este organismo contradiría todo lo que ha venido haciendo, durante la actual legislatura, el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Donde éste obstaculiza, aquél ayudaría; donde éste desconfía, aquél animaría; dónde éste prohíbe, aquél sentaría formas de colaboración. Esto prueba más si cabe la necesidad de una institución similar. Su fundación debería discutirse el complejo marco territorial de un estado federal o autonómico —ya se verá— pero en todo caso este marco no debería impedir su creación ni su buen funcionamiento. Quede, pues, como propuesta.
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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.