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La ética de la irresponsabilidad titubeante

Las conspiraciones del silencio presuponen una negación mutua, en la que al menos dos personas colaboran para evitar conjuntamente reconocer algo.

Eviatar Zerubavel

Hace unas semanas estuve ayudando a estudiar a mi hijo de ocho años. Eran las once de la noche cuando llegamos al tema de la salud. En el libro decía que para estar sano lo recomendable es jugar y descansar. Y, claro, mantener una higiene adecuada, gozar de una buena alimentación y practicar deporte. En los años más duros del desmontaje del Estado del bienestar se nos decía que se estaba defendiendo el Estado del bienestar. Portavoces del PP repiten constantemente que el PP es un partido que lucha –el que más– contra la corrupción. Una y otra vez lo escuchamos, mientras desayunamos y cenamos con la sucesión de escándalos, registros y detenciones que hacen que seamos incapaces incluso de recordarlos todos. Es, no me cabe duda, la mejor metáfora para este país en el que las cosas que se dicen no tienen por qué guardar relación con las cosas que se observan ni con las cosas que se hacen.            

Tenemos un problema, no sé si metapolítico o metafísico (si hay algún filósofo en la sala que me ayude), en la relación entre las palabras y las cosas. No sé muy bien qué se espera de la gente que aprende, desde la niñez, a distanciarse de la realidad de esta manera, a ignorar ese campo plagado de minas en el que se han convertido nuestra vida pública y nuestra vida política. Aprendemos que hay que descansar y jugar mientras estudiamos –con ojeras y un cansancio palpable–, igual que aprendemos a no decir nunca las cosas que estamos viendo y a no hacer nunca las cosas que decimos que habría que hacer. Todo parece un juego de estrategia y de distanciamiento bastante desquiciado, y los resultados del mismo son claramente desalentadores; no hay más que contemplar de pasada nuestra vida pública.

Seguramente conocerán gente que declara estar muy preocupada por los otros, cuando en la práctica de su vida cotidiana lo que hace es fastidiar a los otros, someterlos, tratar de controlarlos. Me hizo gracia durante una temporada fijarme en las noticias que, por ejemplo, decían: “comisario antidroga detenido por tenencia de un alijo de droga”, “nombrado lobo para cuidar a las ovejas” y cosas así. Los periódicos en papel eran una fuente inagotable de noticias de este tipo; llamativas, impactantes, el hombre mordiendo al perro y todo eso... Pero ya no me hacen tanta gracia ese tipo de noticias porque entiendo que es quizá un rasgo clave –y preocupante– de la vida pública en este país. Y me parece, ahora, que esos hombres mordiendo perros cumplían la función de hacernos creer que estas cosas eran la excepción y no la regla. En realidad, ahora está claro, eran noticias del tipo “perro muerde a un hombre”. Pero entonces no lo sabíamos.            

Zerubavel relataba, en su magnífico libro El elefante en la habitación, cómo su infancia en un entorno en el que los principales problemas no eran abordados generaba grandes problemas a los niños como él, que aprendían a no pensar en determinadas cuestiones, a pasar por alto otras y a negar cooperativamente la presencia de una serie de enormes elefantes en la habitación. La realidad que habitaban esos niños y adultos, la que experimentaban, tenía un componente problemático, puesto que su experiencia personal y las cosas que se podían reconocer en público eran diferentes. Por supuesto, esa negación conjunta de la realidad suponía un esfuerzo psicológico considerable y tenía como resultado un deterioro evidente de la vida en común. Según defiende Zerubavel, la vida cotidiana en la sociedad norteamericana actual está bien surtida de esos elefantes. Pues bien, da la sensación de que la cultura política y la actividad pública españolas están también preñadas de este tipo de elefantes en la habitación.

Todo el mundo sabe que es un desafuero detener a unos titiriteros por representar una obra. Todo el mundo sabe, también, que no es razonable encarcelar a alguien por hacer huelga ni por participar en una acción reivindicativa en una capilla que ni siquiera debiera estar donde está. Todo el mundo sabe que escribir un tuit humorístico no debiera estar penado con la cárcel. Sin embargo, el juego de las estrategias se activa y todo esto tiene lugar porque lo que se dice y los principios generales con los que, supuestamente, se “comulga”, no guardan relación con las cosas que se hacen. Nada significa nada; pero los aspavientos, las sobreactuaciones y los recursos literarios son excesivamente frecuentes. Depende, claro, de quién haga las cosas que se enjuician porque la arbitrariedad se acepta con una naturalidad pasmosa. Porque aquí, como saben perfectamente, lo importante no es el qué, sino el quién. Somos premodernos en esto. No hemos llegado todavía a ser capaces de articular principios generales (sensatos, justos, universales y democráticos) que se apliquen a todos y todas por igual. Una sociedad tribal; así la definía uno de mis profesores en los tiempos en los que yo era estudiante universitario. Y al indiferente se le aplicará la legislación vigente, dice el chiste.          

Es célebre la distinción clásica que planteaba Max Weber entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. La primera generaría una serie de políticas guiadas por un ideal firme; los críticos de este modo de acción podrían calificar a sus ejecutores como fanáticos. La segunda, en cambio, trataría de adaptarse a la situación concreta, aunque fuera a costa de hacer renuncias significativas; los críticos dirían, ante la contemplación de esta adaptación de los principios a la realidad, que sus impulsores son unos cínicos. Olvidó Weber, sin embargo, una tercera posibilidad que es, me parece, la que mejor se ajusta a la descripción de nuestro drama político institucional: la ética de la irresponsabilidad titubeante. Ni convicción, ni responsabilidad. Ni principios firmes que guíen la acción política, ni negociación razonable entre los principios y la realidad. La ética que nos dice que depende de quién y en qué momento merece la pena defender tal o cual principio general; la ética que nos dice que se puede defender una cosa y la contraria en la misma frase; la ética que nos dice también, por supuesto, que hay que olvidarse de que las cosas que se dicen tengan que guardar ninguna relación con las cosas que se hacen o con las cosas que se observan. Éste es nuestro gigantesco elefante en la habitación. Parece ocupar todo el espacio, nuestro elefante. Y no está circunscrito exclusivamente al ámbito de la vida política institucional, sino que se trata de una característica central, creo, de nuestra vida social pública. Si de verdad pretendemos cambiar las cosas, debiéramos, quizá, empezar por aquí. Como recordaba Mauro Entrialgo en un tuit, a propósito del encarcelamiento de los titiriteros, para entender nuestra realidad hay que recurrir al universo de Alicia en el país de las maravillas, en concreto al siguiente pasaje:            

- La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

- La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda..., eso es todo.

 

Las conspiraciones del silencio presuponen una negación mutua, en la que al menos dos personas colaboran para evitar conjuntamente reconocer algo.

Eviatar Zerubavel