Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Extranjería, expulsión y Derecho Penal: lecciones suizas
Todos los que de algún modo tienen relación con el sistema penal saben que este se ha expandido de manera dramática en las últimas décadas. Esta situación, común a todos los países occidentales, es especialmente pronunciada en España, donde el Código Penal ha sido sometido el verano pasado a una nueva y profunda revisión, con el único apoyo parlamentario del Partido Popular, a menos de cinco años de la última reforma -y van treinta desde 1995, un verdadero frenesí.
Muchas voces críticas con el contenido de esta tendencia expansiva, que denuncian la falta de coherencia, dudosa constitucionalidad y lamentable factura técnica de las nuevas normas hipertróficas, cuando no su completa irracionalidad, señalan también que un porcentaje importante de la ciudadanía estaría a favor de los cambios que amplían el alcance del ordenamiento penal. De hecho, se desenmascara una política de comunicación social mendaz por parte de algunos agentes políticos, el llamado “populismo punitivo” o “Derecho Penal simbólico”, como mecanismo para crear artificialmente una agenda pública en la que el Derecho Penal y su endurecimiento juegan el papel de desviar la atención de la población de otras cuestiones. Esta estrategia lleva, según parece, a una confrontación permanente entre la “opinión experta” (y “garantista”) de los juristas y la voluntad de la ciudadanía: como indica un titular periodístico sobre la pena de cadena perpetua introducida el año pasado en España, “La mayoría de ciudadanos, a favor; los juristas, en contra”.
Dentro de la comunicación pública sobre el sistema penal juega un papel protagonista la cuestión de la extranjería. Los vínculos entre “extranjero” y “crimen” son omnipresentes: Donald Trump y sus “mexicanos violadores”, los sucesos de Colonia en la Nochevieja de 2015 y el espantajo del magrebí agresor sexual o la confusión interesada de algún político español entre refugiados y terroristas no son nada nuevo. Al contrario: los prejuicios frente al diferente están profundamente enraizados en la manera de ver el mundo de los seres humanos. Si a esto se asocia la etiqueta de lo criminal, surgen los estereotipos xenófobo-racistas que asignan a cada grupo de migrantes (pobres) su propio sambenito. No resulta sorprendente que muchos de los partidos políticos de extrema derecha y xenófobos que están ganando significativas cuotas de apoyo popular en muchos países europeos recurran con frecuencia a la asociación de extranjería y delincuencia como elemento central de su propaganda política.
A este campo pertenece la trayectoria en las últimas décadas del Partido Popular Suizo (Schweizerische Volkspartei, SVP). Se trata de una formación de extrema derecha nacionalista, que ha logrado polarizar la escena política suiza, marcada durante décadas por el consenso de los cuatro o cinco partidos más votados en un Gobierno federal mancomunado (debido a su compleja arquitectura política: sistema electoral estrictamente proporcional, estructura cuasi-confederal, primacía de la democracia directa sobre la ley parlamentaria). Ahora parece que se enfrentan la Suiza liberal, urbana y mayoritaria entre los francófonos, y la Suiza conservadora, mayoritariamente germanófona, de los cantones de montaña y rurales.
El SVP siempre ha hecho uso, durante su ascenso en la escena política suiza de los últimos años, de la cuestión de los “extranjeros delincuentes”, y la de su expulsión como solución a los problemas de la Arcadia confederada (con cerca de un 25% de extranjeros). En 2010 logró una importante victoria en este campo: utilizando uno de los mecanismos de democracia directa que prevé la Constitución Federal, la iniciativa legislativa popular, alcanzó la aprobación por la ciudadanía de la “iniciativa de expulsión”. A través de esta iniciativa, se introducía la expulsión automática de los ciudadanos extranjeros (tengan o no permiso de residencia) que hayan cometido algún delito de notable gravedad, de los incluidos en un catálogo que contiene, por ejemplo, los delitos de homicidio doloso, delitos sexuales graves, robo, etc., junto con la percepción fraudulenta de prestaciones sociales. Como quiera que una aplicación verdaderamente automática, sin ninguna consideración del caso concreto, vulneraría la Constitución Federal, la Convención Europea de Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Humanos -pues la proporcionalidad es presupuesto de toda actuación gravosa de los poderes públicos que no resulte arbitraria- la Ley de trasposición de la iniciativa introdujo una cláusula para excluir de la expulsión aquellos supuestos en los que resultaría injusto por desproporcionado ejecutarla (pensando en supuestos en los que se trata de extranjeros con una larga residencia en Suiza o incluso nacidos en el país).
Frente a esta cláusula legal, el SVP presentó una nueva iniciativa popular (la llamada iniciativa de “imposición efectiva” de la expulsión) para garantizar el automatismo de la medida, esto es, para evitar que se tuviera en cuenta la proporcionalidad de la sanción desde la perspectiva de la persona afectada.
La campaña a favor de la iniciativa -acompañada de ovejitas blancas que sacan a coces de territorio suizo a ovejitas negras- ha generado una enorme polémica, produciéndose una intensa movilización de diversos sectores políticos, sociales y jurídicos que han defendido que la aprobación de la nueva regulación sería completamente incompatible con un Estado de Derecho. Reaccionando frente a las ovejitas xenófobas, los contrarios a la iniciativa llegaron incluso a utilizar un cartel en el que el escudo nacional, la cruz suiza, se convertía en una cruz gamada.
En contra de lo que pudiera parecer hasta hace algún tiempo, el pasado 28 de febrero el pueblo soberano ha rechazado con una clara mayoría (casi del 60%) la iniciativa. Aunque no haya que lanzar las campanas al vuelo -pues la regulación sobre la expulsión antes mencionada sigue en vigor, si bien con cláusula de proporcionalidad- lo cierto es que se trata de una derrota sin paliativos del populismo xenófobo en su terreno preferido: la propaganda del miedo frente al extranjero criminal.
¿Y en España? La mayoría parlamentaria del PSOE introdujo en el Código Penal de 1995 por primera vez la regulación de la expulsión, en contra de la opinión de muchos juristas que sostenían que esta materia se debía quedar en el ámbito administrativo, en la Ley de Extranjería. Ha habido desde entonces cuatro sistemas distintos para la expulsión. Al principio, se trataba de una medida facultativa, para penas de hasta seis años de prisión y solo para ciudadanos extranjeros sin título de residencia. En 2003, la nueva mayoría del PP cambió por completo la regulación. Ahora la expulsión debía ser la regla, y solo por razones ajenas al condenado (la “naturaleza del delito”, a valorar con el Ministerio Fiscal) se podía, excepcionalmente, ordenar el cumplimiento de la pena en lugar de la expulsión, siempre que se tratara de penas inferiores a seis años de prisión y de residentes sin título regular. Este nuevo sistema, confundiendo deliberadamente migración y extranjería, tratando igual a un sujeto que ocasionalmente está en territorio español -por ejemplo, por contrabando de drogas- que a otro que lleva muchos años viviendo con su familia aquí, convertía la expulsión en un verdadero desenfreno, en una lotería penal: un premio para el extranjero sin arraigo, una pena desproporcionadamente dura para el residente con arraigo.
Pronto se acumularon los recursos de ciudadanos españoles o extranjeros con residencia legal que demandaban ser tratados igual, y expulsados (en lugar de cumplir, por ejemplo, una pena de cinco años por introducir estupefacientes en el país). Nunca se supo por qué se había incurrido en tanto desvarío -el Gobierno de José María Aznar decía algo de que la cárcel se estaba convirtiendo en un “modo fraudulento” de permanecer en España, es decir, que había quien delinquía únicamente para poder seguir respirando el balsámico aire hispánico, aunque fuera en el patio de una prisión, pero no parece que esto fuera realmente en serio-, pero ahí estaba, y a los pocos meses, el Tribunal Supremo accionó el freno de emergencia, derogando de facto la reforma de 2003 al introducir una “lectura constitucional” que hacía obligatoria la audiencia al penado para la consideración de sus circunstancias, en lugar del pretendido automatismo de la reforma. En 2010, la nueva mayoría parlamentaria, en lo esencial, adaptó la regulación a la jurisprudencia: penas inferiores a seis años, audiencia al penado, ciudadanos extranjeros sin título de residencia.
En un cuarto y último modelo -de momento-, la reforma impulsada por el Partido Popular el año pasado introduce expresamente la necesidad de llevar a cabo un examen de proporcionalidad en atención al arraigo del autor. Ahora, además, la expulsión se aplicará como regla general a las penas superiores a un año e inferiores a cinco años de prisión. Y se aplicará -este es el cambio decisivo- a todos los ciudadanos extranjeros, y no solo -como sucedía en la regulación anterior- a los que carezcan de un título de residencia (con un régimen especial más laxo para los ciudadanos de la UE). Son muchos los delitos que dan lugar a una pena de prisión de un año en el Código Penal español: por ejemplo, el delito de hurto del tipo básico, la intromisión no permitida en un sistema informático ajeno, la conducción temeraria, la percepción indebida de prestaciones sociales. Se establece así -sin que el legislador del año pasado se dignara a mencionar siquiera el asunto en el preámbulo a la Ley- una verdadera justicia de dos clases, dos categorías de ciudadanos ante la Ley penal: si un ciudadano chino, residente legal desde hace años, incurre en conducción temeraria y es condenado a una pena superior a un año de prisión, le toca la adicional que consiste quizás en perder su trabajo, su entorno social, su relación de pareja -si se trata de un ciudadano español, se tratará de un mero aviso, por regla general. Una regulación abiertamente discriminatoria, que confunde deliberadamente extranjería y migración.
Si comparamos la regulación vigente en España con la introducida en 2010 en Suiza, parece claro que es mucho más limitado el alcance de esta última: el catálogo de delitos que dan lugar a la expulsión en la normativa suiza es mucho más restringido que el elenco de delitos que pueden comportar una pena superior a un año de prisión en la española.
Así, puede ser que haya alguna cosa que aprender de lo sucedido en Suiza. Primero, que no siempre gana el debate público el discurso que trufa miedo al delito con miedo al extraño. El populismo punitivo puede ser derrotado. El amor al Estado de Derecho no tiene por qué ser minoritario, privativo de los juristas. En esta votación, la ciudadanía ha recuperado el sentido común frente a una propuesta normativa abiertamente injusta -una injusticia que le ha sido transmitida desde múltiples sectores sociales movilizados contra la iniciativa xenófoba. Segundo, que no solo las fuerzas políticas generalmente reconocidas como de extrema derecha y xenófobas -de acuerdo con los criterios comunes en los países de nuestro entorno- aprueban normas de extrema derecha y xenófobas. Como la nueva regulación de la expulsión de ciudadanos extranjeros del art. 89 CP en España.
Todos los que de algún modo tienen relación con el sistema penal saben que este se ha expandido de manera dramática en las últimas décadas. Esta situación, común a todos los países occidentales, es especialmente pronunciada en España, donde el Código Penal ha sido sometido el verano pasado a una nueva y profunda revisión, con el único apoyo parlamentario del Partido Popular, a menos de cinco años de la última reforma -y van treinta desde 1995, un verdadero frenesí.
Muchas voces críticas con el contenido de esta tendencia expansiva, que denuncian la falta de coherencia, dudosa constitucionalidad y lamentable factura técnica de las nuevas normas hipertróficas, cuando no su completa irracionalidad, señalan también que un porcentaje importante de la ciudadanía estaría a favor de los cambios que amplían el alcance del ordenamiento penal. De hecho, se desenmascara una política de comunicación social mendaz por parte de algunos agentes políticos, el llamado “populismo punitivo” o “Derecho Penal simbólico”, como mecanismo para crear artificialmente una agenda pública en la que el Derecho Penal y su endurecimiento juegan el papel de desviar la atención de la población de otras cuestiones. Esta estrategia lleva, según parece, a una confrontación permanente entre la “opinión experta” (y “garantista”) de los juristas y la voluntad de la ciudadanía: como indica un titular periodístico sobre la pena de cadena perpetua introducida el año pasado en España, “La mayoría de ciudadanos, a favor; los juristas, en contra”.