Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Baracaldo, 1905: nuestra primera gran protesta antidesahucios
Suelen explicarse los derechos declarados en las constituciones como mera creación legal, o, en el peor de los casos, como concesión de unos ‘padres fundadores’. Afortunadamente, no falta quien recuerde que los derechos son el fruto de décadas de movilización y lucha social. Pero el feliz recordatorio no suele descender a mayores detalles, con lo que el olvido hace su labor, y, para aquellos que nacimos en régimen constitucional, no queda más que una imagen abstracta y borrosa de esa difícil lucha.
La ofensiva oligárquica que hoy padecemos, y la ejemplar resistencia cívica que le planta cara, vuelve a ponerla de actualidad. Muy visible es en el caso del derecho a la vivienda, ineficazmente recogido en nuestra Constitución, y defendido de forma heroica por ciudadanos rasos. Conviene echar la vista atrás para apreciar hasta qué punto el gesto y compromiso de estos activistas compone, en realidad, la base vital del derecho cuya protección reclaman.
La primera noticia que conozco de la lucha por el derecho a la vivienda en la España contemporánea data de octubre de 1883. Se celebró entonces un «Congreso de Trabajadores de Valencia», en el que se llegó al acuerdo de promover «huelgas de inquilinos para imponer la rebaja de alquileres á los propietarios».
Casi dos décadas después, en mayo de 1903, circularon las primeras informaciones sobre estas huelgas. Fue de nuevo en un «Congreso regional de Trabajadores», con representación principalmente andaluza y catalana, donde el representante sindical del municipio gaditano de Los Barrios recomendaba convocar huelgas de inquilinos como las que se habían declarado, y secundado con éxito, en La Línea de la Concepción y Algeciras.
Desde entonces, en círculos y encuentros obreros, se difundiría «una activa propaganda para realizar huelga de inquilinos», según advertía El Heraldo de Madrid (22-V-1903). Estos continuos llamamientos tendrían pronto sus efectos. En Barcelona, por ejemplo, se creó la «Sociedad de inquilinos La Unión» con la finalidad de combatir «la carencia de viviendas». Para ello animaban «a todos los proletarios de España» a unirse y movilizarse con el objetivo de lograr una sustantiva «rebaja en el precio del alquiler» y «la supresión de las agencias de desahucios» (La Revista blanca, 1-IX-1904). El medio propuesto no era otro que el de las citadas huelgas, consistentes en el impago masivo a los arrendadores con el fin de forzarles a bajar la renta.
La más sonada de todas tuvo lugar en Baracaldo, en mayo de 1905. Los antecedentes resultaban a todos meridianos: salarios bajos, incremento de precios, carestía de bienes básicos y, sobre todo, una carencia notoria de viviendas en toda la zona industrial de la ría vizcaína. El aumento de la explotación minera y la producción fabril produjo un crecimiento ostensible de la población, que no se vio acompañado de un aumento proporcional del suelo urbanizado. La ley de la oferta y la demanda, es decir, la voluntad concreta de los propietarios, hizo además su trabajo con una subida considerable de los alquileres.
Los trabajadores que allí residían practicaron medidas de autodefensa. Subarrendaban parte de su vivienda a otras familias, pero terminaban viviendo hacinados y en condiciones antihigiénicas. «Frecuente es en Baracaldo el caso de tener alquilada una misma alcoba a dos obreros, al uno para dormir de día, al otro para dormir de noche», denunciaba un periodista de El País (23-V-1905). Y las habitaciones, descuidadas por unos caseros a la caza de la renta, tampoco reunían las exigencias mínimas de espacio y salubridad.
Tal era la infame situación que condujo a declarar una huelga de inquilinos. Fue calificada por los medios de «pintoresca», «muy original», «novísima». Como maquinaria inexorable en defensa de la propiedad privada, la respuesta estatal no se hizo esperar: en aplicación de las disposiciones vigentes sobre «inquilinato» se ordenaron numerosos desahucios por falta de pago. Cuando los funcionarios judiciales, el 22 de mayo, fueron a ejecutar uno de los lanzamientos se encontraron con algo inesperado.
La vivienda del «jornalero» afectado se encontraba repleta y rodeada de «miles de mujeres», que impidieron el desahucio. Expulsadas las autoridades, las familias de inquilinos llegaron al acuerdo de ocupar la vía pública con sus respectivos enseres. Las calles de Baracaldo se convirtieron en un auténtico campamento, «materialmente ocupadas por el vecindario con sus modestos ajuares», según relataba un «testigo presencial» a la Revista católica. Las protestas se extendieron de inmediato a Sestao. Según podía leerse en La Correspondencia de España, cientos de arrendatarios colocaron «en medio de la calle» sus ropas y muebles, pese a «los grandes daños que la lluvia» estaba causando en ellos.
Las reacciones del pueblo trabajador se sucedieron en cadena. No solo fueron bloqueadas, con trastos, las casas afectadas por los desahucios. Astilleros de Nervión, Altos Hornos, varias fábricas y el colectivo de tipógrafos se declararon en huelga. El corresponsal en Bilbao de El Imparcial, que cifraba en «cuatro mil trabajadores» el seguimiento del paro, informaba que eran conocidos los preparativos «libertarios» para «declarar una huelga general». Los desahucios ejecutados en represalia por la huelga habían sido el detonante. El estallido social se había producido.
Ante la posibilidad de que las autoridades policiales acudieran en auxilio de los funcionarios del juzgado, los inquilinos colocaron baúles, piedras y trozos de hierro en las vías de trenes y tranvías para impedir su llegada. Como acto de protesta y para generalizar los efectos de la huelga, paralizaron casi todos los transportes. El tren que circulaba desde Portugalete fue detenido hasta en dos ocasiones porque decenas de mujeres se arrojaron a la vía, «resultando inútiles los esfuerzos hechos por la Guardia civil para retirarlas», según daba a conocer el mismo periodista de El Imparcial.
Las movilizaciones continuaron. Muchos trabajadores de los turnos entrantes secundaban la huelga y los piquetes impedían la entrada a los restantes. Los transportes continuaban bloqueados. Y los inquilinos seguían acampados en la calle y en los túneles del tren. En las primeras horas de protesta, el fiscal de la Audiencia de Bilbao ya había realizado más de cincuenta procesamientos. Al anochecer del día 22, los gobernadores civil y militar y el presidente de la Diputación de Vizcaya se encontraban reunidos preparando las medidas para atajar la huelga. Esa misma noche, el Gobierno ordenó la «censura telegráfica». Había que impedir la llegada de noticias a las redacciones y cubrir con el manto del secreto la represión que se avecinaba.
El día 23, a las 13:00 horas, se declaraba el «estado de guerra», la autoridad civil resignaba el mando en la militar y se publicaba el bando que conminaba con proceder «sumariamente contra los que atent[asen] a la fuerza pública». Acudieron a la zona los regimientos de Cuenca y Garellano. Pese a la presencia militar, la huelga, la acción de los piquetes y el bloqueo del transporte prosiguieron un par de días. A causa de la censura, las informaciones de los diarios abandonaron su detalle habitual. Desconozco las consecuencias personales de la intervención del ejército. La fiscalía del Tribunal Supremo, en su memoria anual, certificaba que finalmente pudieron practicarse los desahucios.
Muestra este episodio cómo los derechos son indisociables de la lucha por su conquista. Evidencia también la fisonomía de esta reivindicación, en la que se mezclan la solidaridad de clase, la decisiva intervención de las mujeres y una admirable capacidad de movilización y sacrificio. Y patentiza asimismo la esencia del Estado cuando se reduce a ser instrumento en manos de la propiedad y garantía institucional de la desigualdad: pura y dura represión.
Suelen explicarse los derechos declarados en las constituciones como mera creación legal, o, en el peor de los casos, como concesión de unos ‘padres fundadores’. Afortunadamente, no falta quien recuerde que los derechos son el fruto de décadas de movilización y lucha social. Pero el feliz recordatorio no suele descender a mayores detalles, con lo que el olvido hace su labor, y, para aquellos que nacimos en régimen constitucional, no queda más que una imagen abstracta y borrosa de esa difícil lucha.
La ofensiva oligárquica que hoy padecemos, y la ejemplar resistencia cívica que le planta cara, vuelve a ponerla de actualidad. Muy visible es en el caso del derecho a la vivienda, ineficazmente recogido en nuestra Constitución, y defendido de forma heroica por ciudadanos rasos. Conviene echar la vista atrás para apreciar hasta qué punto el gesto y compromiso de estos activistas compone, en realidad, la base vital del derecho cuya protección reclaman.