Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Vivir bajo ocupación: el camino entre Ramallah y Belén sin pasar por Jerusalén
Un buen amigo ha venido de visita a Palestina y no se me ocurrió nada mejor que llevarlo desde Ramallah (donde se encuentra) a Beit Jala, el pueblo de mi familia. Contar todas las explicaciones que tuve que darle durante el camino es un buen ejercicio para describir uno de los aspectos más normalizados por la comunidad internacional de la ocupación israelí: la falta de acceso a Jerusalén para los palestinos.
Salimos de Ramallah a eso de la 1:40 p.m. La distancia entre Ramallah y Belén (distrito en el cual se encuentra Beit Jala) es de 30 kilómetros. Eso, claro, si trazamos una línea recta entre Ramallah por el norte y Belén por el sur. Pero hoy la idea del “gran Jerusalén” como “capital eterna e indivisible del pueblo judío” (así como usted lee, los líderes israelíes hablan como profetas bíblicos) ha hecho que el acceso a Jerusalén se encuentre restringido para los palestinos. De nada vale que la anexión de la parte este de la ciudad no haya sido reconocida por nadie y que su misma ocupación sea rechazada por todos. Como mi vehículo tiene la matrícula blanca y verde que se da a los palestinos (no la amarilla y negro que tienen los israelíes), con mi coche no podemos ir a Beit Jala cruzando Jerusalén. Es ahí donde el camino empieza a cambiar y mi amigo comienza con sus preguntas.
Tras dejar el checkpoint de Qalandia a la derecha (que no nos permite continuar el camino histórico a Belén a través de Jerusalén), cruzamos el checkpoint de Jaba’ y nos dirigimos hacia el sur. En el checkpoint de Hizma, que separa a los habitantes de esa localidad de sus tierras confiscadas donde hoy se emplaza la colonia de Pisgat Ze’ev -acceso noreste a Jerusalén Este-, los colonos israelíes toman su derecha para avanzar hacia la capital ocupada. Pero nosotros debemos tomar la izquierda, alejándonos de Jerusalén y metiéndonos hacia el mismo valle del Jordán (es decir, hacia la frontera con Jordania). Allí nos encontramos de frente con la colonia de Mishor Adumin, la que se hizo famosa por la campaña mundial en contra de SodaStream, cuya fábrica se encontraba en su interior. Pronto se ve la colonia de Ma’ale Adumin, construida 18 kilómetros dentro de territorio ocupado, y al frente la estación de policía de “E-1”, el único edificio terminado en esas montañas cuyo objetivo es el de vigilar la construcción de miles de unidades habitacionales para colonos que han de terminar uniendo Ma’ale Adumin con Jerusalén y partiendo así Cisjordania en dos.
En el medio se ven grupos de beduinos a los que Israel pretende expulsar para construir más proyectos de expansión de colonias, en lo que resulta ser la más descarada operación de limpieza étnica ocurrida en Palestina desde 1967. Pero la limpieza étnica no se limita solo a los beduinos. Hoy son miles los palestinos de Jerusalén que no pueden entrar en su ciudad de nacimiento y que deben hacer el mismo recorrido que estábamos haciendo nosotros. ¿Cómo es esto? Pues porque un juez israelí, tras una orden del Ministerio del Interior, declara que Jerusalén no es el “centro de vida” de la persona en cuestión. No ser el “centro de vida” puede basarse en una serie de “delitos” tales como enamorarse de alguien en Belén o Ramallah y vivir allá (a diez kilómetros de Jerusalén, téngase siempre presente), obtener otra nacionalidad o vivir fuera de Jerusalén por más de siete años. A la vez que realiza estas limitaciones, Israel continúa la expansión de colonias trayendo colonos desde el resto del mundo, los cuales pueden casarse en Tel Aviv, a ochenta kilómetros de distancia, tener el número de nacionalidades que quieran o ir a vivir en sus países de origen y volver cuando quieran. Dos legislaciones paralelas en un mismo lugar dependiendo del origen de la persona es lo que se conoce como apartheid.
Pero seguimos el viaje. Tras pasar la zona hoy ocupada por la colonia de Ma’ale Adumin, llegamos a lo que los palestinos conocemos como Al Aizariyya, o la bíblica Betania, junto a Abu Dis. Una zona donde la seguridad palestina no tiene acceso y a la seguridad israelí no le interesa para nada proteger a la población. Es parte de la llamada “Zona C”, bajo control exclusivo de Israel. Sus militares solo entran en estas calles para reprimir, sin permitir que la policía palestina haga su trabajo, transformando la zona en un antro del tráfico de drogas y otras mafias. La policía palestina no puede siquiera dirigir el tránsito en una zona vital para la conexión entre el norte y el sur de Cisjordania. Por ello, no es difícil verse atrapado en un atasco de horas en esa zona.
Cruzando esa zona llegamos al checkpoint del Container, el que efectivamente tiene la capacidad de cortar todo el tránsito norte-sur de los palestinos que no pueden entrar en Jerusalén. Se le llama así porque eso es lo que era: un contenedor en medio de la calle. En muchas ocasiones su cierre depende del humor de los adolescentes que están a su cargo. Por ejemplo, el 25 de diciembre, día de Navidad, el checkpoint se mantuvo cerrado durante horas para quienes iban hacia Belén, lo que hizo que un viaje de placer para ver la Iglesia de la Natividad o visitar amigos y familiares se transformase en un momento para olvidar.
Hoy el Container se ha convertido en un checkpoint establecido, el que cumple la función -como la que cumplen la mayoría de los más de 500 puestos de control- de dividir a palestinos de palestinos, más que separar a palestinos de israelíes. Esto se debe a que los palestinos están clasificados en cinco tipos distintos, con sus respectivos y distintos documentos de identidad, e Israel quiere asegurarse de que “la persona correcta esté en el lugar indicado”. De esas categorías hablaré en un futuro artículo en este mismo medio.
Tras el Container entramos en la mítica carretera de Wadi’ Nar (el valle del Fuego), una antigua carretera militar británica hoy arreglada con fondos estadounidenses que le hace honor a su nombre por todas las curvas que uno tiene que pasar. Mi amigo preguntaba con inquietud sobre el número de curvas a tomar o el tiempo de trayecto que aún quedaba. Con la desazón que me generaba enfrentarme a estas preguntas mientras subía y bajaba curvas, me acordaba de que el camino original que debería haber tomado -y al que se nos prohíbe la entrada- es recto y plano. Es así como se pavimentó la “ruta alternativa” impuesta por Israel a los palestinos, a los que se prohibía el ingreso a la Jerusalén ocupada.
Una vez rodeada Jerusalén, entrando en el valle del Jordán y subiendo y bajando, llegamos por fin al distrito de Belén. A la derecha y a la distancia se ve la Mezquita de Al Aksa, el Monte de los Olivos y la torre del hospital Augusta Victoria. Es lo que millones de palestinos, que no pueden entrar, pueden ver de Jerusalén. Seguimos nuestro camino y, por fin, llegamos a casa. Mi familia había esperado durante un buen rato con la mesa puesta. Eran las 3:15 p.m. Habíamos tardado más de una hora y media en llegar a Beit Jala, un destino que en condiciones normales no debería durar más de media hora. Ese camino que no pudimos tomar es el que durante siglos conectó Ramallah con Belén a través de Jerusalén; un camino hoy cerrado por muros, grandes portones de acero y un sistema de permisos propio de un sistema de apartheid que regula dentro de un mismo país qué carreteras están abiertas para miembros de un grupo y cuáles se abren para otros. Esto es un simple ejemplo de lo que significa vivir bajo ocupación.
Un buen amigo ha venido de visita a Palestina y no se me ocurrió nada mejor que llevarlo desde Ramallah (donde se encuentra) a Beit Jala, el pueblo de mi familia. Contar todas las explicaciones que tuve que darle durante el camino es un buen ejercicio para describir uno de los aspectos más normalizados por la comunidad internacional de la ocupación israelí: la falta de acceso a Jerusalén para los palestinos.
Salimos de Ramallah a eso de la 1:40 p.m. La distancia entre Ramallah y Belén (distrito en el cual se encuentra Beit Jala) es de 30 kilómetros. Eso, claro, si trazamos una línea recta entre Ramallah por el norte y Belén por el sur. Pero hoy la idea del “gran Jerusalén” como “capital eterna e indivisible del pueblo judío” (así como usted lee, los líderes israelíes hablan como profetas bíblicos) ha hecho que el acceso a Jerusalén se encuentre restringido para los palestinos. De nada vale que la anexión de la parte este de la ciudad no haya sido reconocida por nadie y que su misma ocupación sea rechazada por todos. Como mi vehículo tiene la matrícula blanca y verde que se da a los palestinos (no la amarilla y negro que tienen los israelíes), con mi coche no podemos ir a Beit Jala cruzando Jerusalén. Es ahí donde el camino empieza a cambiar y mi amigo comienza con sus preguntas.