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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Partamos de lo concreto para reformar nuestra Constitución territorial

Una imagen del Senado en pleno

Gabriel Moreno González

Decía Ortega que a lo largo de la historia de nuestro país había existido siempre una especie de “defecto ocular que impide al español medio la percepción acertada de las realidades colectivas”. Sánchez Ferlosio, con unas décadas de diferencia pero con no menos acierto, apuntaba en un célebre artículo que la “inteligencia de los españoles iba degradándose a ojos vista” como consecuencia de esa fiebre indómita, muy patria también, por las peculiaridades distintivas y los hechos diferenciales. Una unión de ambas perspectivas, síntomas de una enfermedad ya centenaria, parece relucir hoy al calor de la nueva y enésima crisis territorial y de identidad misma a la que el país en su conjunto se ve abocado. Al tiempo ha surgido, en los últimos meses, un interesante debate en torno a la crisis de la izquierda española y a su aparente incapacidad de atraer para sí a los sectores populares en medio de la cuestión catalana y de la reafirmación de los nacionalismos de aquí, allá y acullá. Se dice, se pregona y advierte que la traslación del debate político a lo nacional ha terminado por cerrar “la ventana de oportunidad” (expresión manida y al uso) que en su día abriera el 15M y que catalizara, con sus imperfecciones y virtudes, Podemos y aledaños. Fenómeno éste, el de haber quedado fagocitados por la polarización y las pasiones banderiles que adornan nuestras calles, que puede deberse más que a elementos externos incontrolables, al defecto tradicional al que apuntaba Ortega y al haber podido caer, y no lo afirmo, en la tendencia un tanto estulta de la que nos advertía la lucidez de Ferlosio.

Sea como fuere, y el tiempo dirá, lo cierto y verdad es que ha habido determinados resplandores de clarividencia y se ha impulsado un debate rico que, lejos del a veces excesivo ensimismamiento de la izquierda intelectual, puede impulsar propuestas concretas que saquen a los proyectos políticos y sociales alternativos del letargo al que quieren condenarlos. En torno a tal debate, inacabado y seguramente inacabable en el corto plazo, creo que han de cobrar especial relevancia propuestas de reforma constitucional ambiciosas, como la que ha lanzado Carolina Bescansa en el interior de Unidos Podemos; relevancia que se justifica, en primer lugar, por haber sabido ver que todo problema político (sea nacional, territorial, económico…) ha de tener siempre una solución final traducible en términos jurídicos y, en segundo lugar, por haber concretado esa posible solución como propuesta y como invitación, desde el realismo de la misma, a la glosa y la discusión.

Porque, no lo olvidemos, la salida a las múltiples crisis que nos azotan no ha de venir únicamente de las estrategias discursivas y de la construcción de símbolos ilusionantes que enmarquen los proyectos políticos, sino también de la articulación y concreción jurídicas de éstos con intención, esta vez nada ilusoria, de materializarlos. Se echa en falta que desde la izquierda se perfilen más concreciones, más invitaciones a lo propositivo desde el realismo y la posibilidad misma de que finalmente triunfen; y más habida cuenta de la nebulosa dialéctica en la que parecemos embriagarnos cada vez que nos adentramos en los vericuetos del asunto territorial. No hay cuestión más pendiente de concreción que ésta, y, sin embargo, no hay un tema que despierte más ambigüedades y fórmulas vacías que, también, lo territorial/nacional. Y ello no solo constituye un error, a mi juicio, de enorme calado político, sino además un cierto desdén para con las aportaciones doctrinales que, por la academia y la universidad española, se llevan haciendo… ¡desde la aprobación misma de la Constitución!

¿Cuál es la concreta propuesta de reforma territorial? ¿Cuál es el específico cometido que se le quiere otorgar al Senado y cuál su composición? ¿Qué implica, jurídicamente, el reconocimiento de la plurinacionalidad? ¿Se quiere cerrar la puerta a la secesión mediante otro proyecto que sea más integrador o, por el contrario, se desea mantener las aldabas siempre dispuestas al repique? Entre los mares de la incertidumbre y la ambivalencia no puede nadarse eternamente, porque con el ánimo de contentar a todos al final no se contenta a nadie. Las respuestas a estos y otros interrogantes se hacen cuanto menos acuciantes, y para sazonarlas no se debe acudir a ensueños politológicos (certeros y necesarios en otros ámbitos), sino a las categorías y elaboraciones jurídicas ya existentes. El marco comparado nos brinda, además, una variedad de posibilidades infinitas, con especial presencia del federalismo alemán y sus mecanismos de cooperación y reconocimiento político mutuo. Claro que tampoco debemos pecar aquí de la asunción acrítica y automática de modelos extranjeros, que pueden contener muchas virtudes (y las contienen) pero que aplicados a la realidad española pueden ser, finalmente, ineficaces y contraproducentes como soluciones. En la combinación de tales elementos y en su adaptación a las exigencias patrias, sin renunciar a la inventiva propia, ha de estar el justo medio que, aristotélicamente, nos permita al menos el lanzamiento de conceptos claros y propuestas concretas.

Sea cuales sean, éstas deberán partir de problemáticas muy específicas y propias. España es, a diferencia de Alemania o de Francia, un país en su mayor extensión vacío y olvidado (vacío por olvidado). Regiones enteras del interior sufren desde hace décadas los efectos devastadores de la despoblación, que ya no se ceban sólo con provincias tradicionalmente con poca densidad, como Soria o Teruel, pues por toda España ciudades medianas y núcleos de población moderadamente relevantes se empiezan a encontrar de bruces con un futuro nada halagüeño. Las propuestas territoriales no deben obviar esta evidencia y más cuando su urgencia comienza a hacerla irreversible. Las disparidades en la densidad de población, con un centro en Madrid que parece un agujero negro que todo lo engulle y unas mal llamadas “periferias” sobrecargadas, no sólo incrementan las consecuencias de otros problemas (contaminación, insalubridad, desigualdad, atomización social…), sino que proyectan su sombra sobre la idea territorial misma de España que quiera vertebrarse. ¿En el futurible Senado tendrían igual peso todas las Comunidades o habría criterios correctores en función de su población? Lo que parece claro es que el mero nominalismo de lo electoral no sirve: las provincias y comunidades menos pobladas están sobrerrepresentadas en el Parlamento, sin que ello se haya traducido en una mayor preocupación por sus problemas. Muy al contrario, el sistema de partidos y la dinámica propia de éstos, con la pérdida absoluta de su vinculación al territorio, ha propiciado que el interés nacional (y aun el general) se identifiquen o con solipsistas elucubraciones de determinadas formaciones que sí tienen raigambre territorial, o con los proyectos invertebrados de las élites políticas concentradas en las grandes ciudades.

Por otro lado, nuestro país es único en la pervivencia de su diversidad, que no es moneda corriente, precisamente, de nuestros vecinos. En unos, como Francia, Portugal o Italia, el triunfo de sus respectivos nacionalismos de raíz liberal laminaron mediante la centralización de Estados fuertes y eficaces las diferentes lenguas y culturas que integraran, mientras que, en otros, sobre todo en el Este, las fuerzas pasionales de caras menos amables también del nacionalismo acabaron en desplazamientos masivos de población, en genocidios y homogeneizaciones violentas aupadas desde el poder. La desintegración del Imperio Austrohúngaro o de Yugoslavia mediante la mala aplicación de un principio, el de las nacionalidades, pésimo en nuestra historia como europeos, da buena prueba de ello. Pero en España la debilidad histórica del Estado, la conformación misma del país como resultado de un proceso lento y renqueante no exento de sobresaltos en el que la industrialización o la escuela nacional tardaron en hacerse presentes, y el fracaso, en definitiva, de su nacionalismo liberal y liberal-democrático, nos posibilita disfrutar hoy de lenguas y tradiciones diversas que participan, a su vez, del libro general en el que se escribe nuestra rica y universal cultura. Los intentos homogeneizadores que en contrario desplegó el franquismo durante la larga sombra de sus cuarenta años al final se han visto felizmente superados gracias, entre otros elementos, a su temprana identificación con la idea misma del nacionalismo español. Algo que, por un lado, nos aleja de peligrosas tentaciones ultraderechistas y parafascistas en las que sí incurren sectores nada desdeñables de los países vecinos, pero que, por el otro, ha imposibilitado la conformación progresista de un proyecto de país ilusionante e integrador con nuevos símbolos o con la renovación significativa de los ya existentes. No se trata de reavivar nacionalismos, sino de reconstruir marcos de identificación colectiva en el contexto, más amplio, de un proyecto transformador y verdaderamente democrático. Cuestión ésta, también, pendiente en una izquierda que a veces no se atreve a decir ni el nombre mismo del país que pretende gobernar, y que apunta directamente a la línea de flotación de cualquier propuesta de reforma territorial que se quiera blandir. Es hora ya de expulsar viejos complejos y fantasmas, de dejar de considerar la idea de España como un anatema o de regalarla a la derecha, y de abrazar una idea integradora de país desde la potenciación, y no solo el tolerante respeto, de su diversidad. Y para ello, nuevamente, no valen las fórmulas vacías y ambiguas, y menos referencias a fueros o realidades míticas que se pierden en los arcanos insondables del Medievo, sino concreciones que, desde la racionalidad, puedan defenderse para materializarse jurídicamente. Es impensable que a estas alturas las distintas lenguas españolas, por poner un ejemplo nada baladí, no encuentren un acomodo más firme en los espacios de radiotelevisión públicos; problema cuya solución no se encuentra en el recuerdo nostálgico de batallas o fastos de un pasado legendario, sino en los mejores instrumentos que la democracia nos dispensa: la ley o, cuando es insuficiente, la reforma de la que le da soporte.

Propuestas concretas, proyectos específicos y medidas tangibles hacen falta, en definitiva, para abordar con conocimiento de causa la cuestión territorial y para sortear las inclemencias nacionalistas que ponen en un brete, continuo, a una izquierda que debe abandonar su indefinición si quiere ser alternativa real de gobierno. Y para ello tiene que corregir el secular defecto ocular español y, sobre todo, no dejarse embaucar por las tendencias disgregadoras que confunden el interés general con el propio y no piensan más allá de sus propias narices, por peculiares que sean. Solo es posible un proyecto integrador de España desde la conciencia de los problemas que afectan a un país diverso y desde la totalidad no homogeneizadora que, aupada en las armas de la Razón y los instrumentos que nos ofrece el Derecho, sea capaz de superar el histórico ensimismamiento excluyente de quienes nunca han creído en su potencialidad.

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