Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
¿Nuevos derechos fundamentales?
En las últimas semanas se está produciendo un debate rico y sereno entre mis compañeros y compañeras de Derecho Constitucional en cuanto al reconocimiento de nuevos derechos fundamentales, como la eutanasia o el aborto, por el Tribunal Constitucional. La distinción de un derecho como “fundamental” no es baladí, puesto que el mismo, una vez fijado como tal, no puede ser alterado luego por el legislador, ya que goza de la máxima protección jurídica (la que le otorga su valor constitucional) y debe ser siempre respetado en su contenido esencial al margen de las opciones políticas que se alternen en el poder. El objetivo de dicha naturaleza “fundamental” es, precisamente, el de sustraer del juego político a un derecho que, por su valor, alta consideración o centralidad, solo puede ser modificado o reducido en su esencia por un procedimiento agravado de reforma constitucional en el que se exige un altísimo consenso de las fuerzas políticas.
Como todo análisis somero que se realice, el mío aquí pecará de un exceso de simplificación, pero quisiera mínimamente resumir las dos posturas contrapuestas en este debate (por lo demás, nada nuevo). Por un lado tenemos a quienes defienden que los derechos fundamentales son solo los que están expresamente establecidos en la Constitución, en tanto norma fundamental del Estado y de nuestra convivencia, producto del poder constituyente del pueblo español, titular de la soberanía. Los mismos consideran que pueden reconocerse en sede legal, por las Cortes Generales, nuevos derechos subjetivos, como el de la eutanasia mencionado, pero que tal derecho no podría en ningún caso catalogarse como “fundamental” y que, por tanto, en cualquier momento otra mayoría político-social podría eliminarlo, alterarlo o reducirlo. No es difícil de entender la fundamentación de esta postura: la Constitución es, también y muchas veces antes que nada, un conjunto de garantías y defensas del propio pueblo frente a las mayorías políticas, por lo que las limitaciones que a estas imponga solo pueden ser las que expresamente determine. La legitimidad de esa imposición, de esas restricciones constitucionales que sirven de límite al legislador y a los representantes políticos, viene de su fuerza democrática directa, del hecho de que ha sido el pueblo soberano quien así ha establecido que un conjunto de derechos no puede alterarse después, ni siquiera por sus representantes o por las opciones políticas mayoritarias subsiguientes. La reforma constitucional sería de este modo el único camino para aumentar derechos fundamentales y, por ende, para ampliar el margen de restricción o de “no-decisión” que se impone al legislador. Las interpretaciones más conservadoras de esta opción, presentes sobre todo en la cultura jurídica estadounidense, suelen ser denominadas como “originalistas” y están detrás de decisiones tan polémicas como la última de Dobbs.
La segunda postura, que es la que parece acoger el Tribunal en sus últimas sentencias sobre la eutanasia y el aborto, es proclive al reconocimiento de nuevos derechos fundamentales derivándolos de los principios ya recogidos en el texto constitucional. La amplitud e indeterminación de estos principios, algunos muy genéricos (“libre desarrollo de la personalidad”, “dignidad humana”), permitirían ir adaptando el texto constitucional a las realidades, demandas e intereses de una sociedad cambiante. Los jueces constitucionales tendrían así una doble labor, la de garantizar el cumplimiento de la norma fundamental y la de adaptarla al tiempo que les (nos) ha tocado vivir, construyendo si es preciso nuevas doctrinas, derechos o deberes mediante continuas operaciones deductivas. Así, las constituciones dejarían de ser fotos fijas de un momento constitucional concreto, a veces ya muy lejano en el tiempo, para ser “textos vivos” sujetos a permanente adaptación vía judicial. Esta posición interpretativa suele denominarse como “evolucionista” (living constitution).
Recogiendo el sentir y las apreciaciones de múltiples autores y lecturas, y de amigos y compañeros, creo que cada una de las posturas tiene un conjunto de virtudes y de defectos que hay que sopesar. La primera, la originalista, es a priori más democrática, puesto que pretende respetar la manifestación expresa del poder constituyente, del pueblo soberano, y hacerlo desde la supremacía constitucional frente a los poderes constituidos (el parlamento, el gobierno o los jueces). Sin embargo, puede ser excesivamente rigorista si la constitución es muy antigua (como ocurre en Estados Unidos), si fue redactada en un momento cualitativamente muy distinto al actual o, como es el caso español, si la vía de la reforma constitucional es difícil de seguir o directamente impracticable. Se corre el riesgo, por tanto, de que la constitución se convierta en un obstáculo insalvable que impida todo progreso o ampliación de derechos. La segunda, la evolucionista, permite a su vez una mayor adaptabilidad del texto y la integración constitucional de conflictos, problemas o pretensiones que en el momento constituyente no podían preverse. Sirva el ejemplo, en España, del matrimonio homosexual. Sin embargo, corre también el peligro, cierto y preocupante, de convertir a los jueces en una especie de elitista cámara decisoria sobre el sentir de la voluntad soberana del pueblo, es decir, en verdaderos sustitutos (cuando no usurpadores) del poder constituyente.
Sin ánimo de nadar a dos aguas creo que la opción más conveniente desde el prisma jurídico-constitucional y político-democrático, también ante los derechos que el TC tiene encima de la mesa o que ya ha despachado, es una posición que recoja las virtudes de ambas posturas e intente frenar el activismo judicial desmedido. El Tribunal Constitucional no puede ni debe convertirse en un decisor constituyente y su labor, jurisdiccional, ha de restringirse única y exclusivamente a la interpretación y recto cumplimiento del texto constitucional. De lo contrario se situaría fuera del principio democrático, perdería toda legitimidad y, lo que quizá es peor, se convertiría en un Leviatán indómito debido a las pocas o nulas posibilidades de control (Quis custodiet ipsos custodes?). Ahora bien, a la hora de considerar la posible inconstitucionalidad de normas legales impugnadas (como las de la eutanasia o el aborto) y ante la ausencia de previsiones constitucionales expresas, ha de ser especialmente deferente para con el legislador democrático (principio pro legislatoris) ya que es este, y no el Tribunal, el que manifiesta los cambios, progresos o mutaciones que se producen en la sociedad. Siempre que las leyes no entren en clara contradicción con los preceptos constitucionales, el TC debe respetarlas y declararlas como “no inconstitucionales”. La indeterminación y apertura de los principios abstractos que reconoce la Constitución deberían ser el marco para el libre juego del pluralismo político, no la palanca a partir de la cual realizar construcciones doctrinales o jurisprudenciales más propias del poder constituyente que de un órgano contra-mayoritario. Lo que humildemente creo que nunca debería hacer el TC es proyectar la fuerza constitucional/constituyente sobre las leyes que pretendan anclarse en aquellos principios tan genéricos e indeterminados, puesto que estaría entonces petrificando una opción del legislador (actual) en una materia sobre la que la Constitución guarda silencio o no contempla previsión alguna. Si considera a derechos subjetivos de configuración legal como nuevos “derechos fundamentales”, a pesar de que la Constitución no diga nada al respecto ni los contemple por asomo, está impidiendo a otras posibles mayorías políticas y legislativas reducirlos o alterarlos, afectándose el principio democrático y ampliándose la materia política constitucionalizada, es decir, la esfera en la que nuestros representantes y nuestras posibles demandas como ciudadanos no podrían entrar a decidir.
Se dirá, con razón, que el TC ya ha hecho esto en otras ocasiones y de manera continuada. Sí, pero ni por haberlo hecho es correcto desde el prisma constitucional y democrático ni son todos los supuestos iguales. Hay derechos fundamentales que se han deducido de manera directa y clara, como el de creación de medios de comunicación o el de la retroactividad favorable en materia penal, de principios específicos en tales materias en los que, a priori, no había disensos de fondo ni se provocaba afectación alguna del pluralismo político y de valores. No es el caso, creo, del anclaje deductivo que se pretende en el aborto o la eutanasia, donde la extensión de la máxima protección constitucional se quiere derivar muy indirectamente de principios excesivamente abstractos, como el de libre desarrollo de la personalidad, y tan indeterminados que en su interior cabrían opciones interpretativas abiertamente contrapuestas.
Si en materias donde el pluralismo puede operar en su alternancia quieren crearse nuevos derechos fundamentales con fuerza constitucional para estar protegidos jurídicamente al más alto nivel y sacarlos así de las decisiones políticas ordinarias, hágase a través del procedimiento de reforma constitucional. De tal modo se respetará no solo la supremacía y normatividad de nuestra Constitución, sino también el margen de discreción y libertad que alientan la democracia y el pluralismo político. De las pretensiones de las tesis “evolucionistas” puede derivarse, al mismo tiempo, la necesidad de que la justicia constitucional sea deferente con el legislador y no declare la inconstitucionalidad de aquellas decisiones normativas que no estaban pensadas, diseñadas o contempladas en el momento constituyente originario, permitiéndose la flexibilidad democrática que sí posibilitan los principios genéricos y los preceptos abiertos del texto constitucional. Así se evitaría una “tiranía de los muertos”, al alejarse el fantasma de una constitución antigua cuya legitimidad residió en generaciones pasadas y que pesarían como una losa sobre las presentes y futuras. Pero todo ello sin desplegar la fuerza petrificadora del poder constituyente a unos nuevos “derechos fundamentales” ajenos a la discusión o a la alteración normativa, resultados además de dudosas y a veces poco jurídicas operaciones de deducción intelectiva que sitúan al Tribunal en una posición omnímoda que no le ha de corresponder (siguiendo a García Pelayo, ya lo advirtió Rubio Llorente en su magistral voto particular de la sentencia de 1985 sobre, precisamente, el aborto). Y que, recuerdo, en cualquier momento puede volverse en contra de los intereses más progresistas que hoy se congratulan pero que, mañana, podrían verse seriamente mermados. El exceso de principialismo de las interpretaciones neoconstitucionalistas y evolucionistas puede ser la mejor puerta de entrada para estrategias reaccionarias o de signo abiertamente contrarias; solo haría falta que cambiasen las tornas en la composición del Tribunal.
Ahora bien, para que lo aquí expuesto sea factible, la institución de la reforma constitucional debería ser una opción viable ante las nuevas realidades y pretensiones que demanda una sociedad plural del siglo XXI. Pero esto en España, me temo, daría para otro artículo y no pocas desesperanzas.
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