Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
¿Qué Podemos? Reconciliando Sol y Vistalegre
La dimisión de una decena de miembros del Consejo Ciudadano de la Comunidad de Madrid, electos en la candidatura del secretario autonómico Luis Alegre pero luego críticos con su gestión, y la posterior decisión de Pablo Iglesias de cesar al responsable estatal de organización, Sergio Pascual —es decir, conflictos internos al equipo dirigente y la línea ideológica, organizativa y estratégica consagrados en Vistalegre, y no entre esta dirección y las corrientes alternativas—, han devuelto a las primeras planas el debate sobre la construcción orgánica de Podemos, que el más que notable resultado electoral del 20 de diciembre y la hábil gestión de los primeros tramos de este pasaje de ingobernabilidad parecían haber enterrado.
A nadie se le escapa que a la desproporcionada atención y el mórbido enfoque prestados a estos conflictos internos subyace la misma estrategia de cerco y desgaste que, con escasos matices, comparte contra Podemos el grueso de los medios corporativos y públicos de este país. Pero esto no hace menos cierto que la línea de Vistalegre, a la que justamente puede atribuirse un excelente rendimiento en términos electorales, ha tenido también importantes costes en el plano orgánico, que más allá del entretenido pero estéril desfile de embelecos y escaramuzas entre clanes e individualidades, demandan un análisis en términos políticamente más amplios y útiles.
Se ha convertido en un lugar común de la conversación política, mediática e incluso académica una descripción simplista y desproblematizada de la trama de causas y efectos que conduce de la “primavera española” de 2011-2012 a la aparición de Podemos en 2014, ignorando o eludiendo un período intermedio de más de un año marcado por la desorientación y desmovilización, ante la amarga evidencia de que —en sentido contrario a las hipótesis dominantes pocos meses antes, en el punto álgido del ciclo de protestas— no bastaría la presión de una masiva y radicalizada participación ciudadana directa para desafiar las políticas de austeridad y a sus valedores y abrir un escenario de crisis estructural y transformaciones profundas del sistema político.
Podemos nace en un marco de oportunidades políticas inequívocamente abierto y orientado por la experiencia de la “primavera española”, pero también por ese difícil impasse posterior. En la compleja y en ocasiones oscilante matriz de diagnósticos y proyecciones que simplificadamente hemos convenido en denominar “hipótesis Podemos” ocupa un lugar central la tesis de que, tras esta desmovilización de la “primavera española”, se evidenciaba una fractura entre el discurso y la práctica de los sectores más organizados y conscientes de los movimientos y unas mayorías sociales, heridas y soliviantadas por la crisis, genéricamente simpatizantes e incluso ocasionales participantes de las movilizaciones, pero muy lejanas, cuando no totalmente ajenas, a las elaboraciones teóricas de los movimientos y a las experiencias vitales de los activistas que los animan.
Para suturar esta brecha abierta entre mayorías indignadas pasivas y minorías indignadas activas la tajante prescripción de la “hipótesis Podemos” consagrada en Vistalegre fue, en el plano programático y discursivo, profundizar en los aspectos con mayor potencial de conexión emocional con esas mayorías sociales, empleando un marcado y accesible acento patriótico y regeneracionista, a la vez que soslayando otros contenidos y entonaciones de amplio consenso entre las filas de la contestación activa, pero que podrían provocar incomprensión, rechazo o temor fuera de ellas. En el plano organizativo, Podemos se reinventó en Vistalegre, tras la explosión de participación descentralizada y auto-organizada previa y posterior a las elecciones europeas, como un mecanismo de disciplinamiento, decididamente centralizado y verticalizado, que asentado en el acceso privilegiado a los medios de comunicación y las extendidas simpatías populares por Iglesias y otros portavoces, reducía a la mínima expresión la incidencia de los sectores más activistas de la militancia, en buena medida refractarios a esta evolución, sobre la línea política de la organización.
Año y medio después, estas decisiones arrojan un balance ambivalente. Podemos, junto a sus confluencias territoriales, ha sido capaz de reunir más de cinco millones de votos y protagonizar un potente desembarco institucional, pero carga con una organización en general endeble y pasiva, de muy desigual implantación territorial y arraigo en la sociedad civil organizada. Algo contemplado con benevolencia por aquella parte de su dirigencia que no solo considera innecesaria sino directamente contraproducente una reactivación del ciclo de movilizaciones sociales, que podría reabrir aquella brecha entre minorías descontentas activas y mayorías descontentas pasivas y con ello obstaculizar la extensión de su electorado, pero que, en sentido contrario, significa un importante contratiempo para quienes consideran que el solo asalto institucional no basta sin a la vez avanzar también en las importantes transformaciones socioculturales que necesariamente acompañan un proceso de cambio político con vocación de ruptura democrática.
La estrategia de seducción mediática de los afectos de multitudes mayoritariamente desagregadas y desmovilizadas ha demostrado ser utilísima en la disputa electoral, pero puede resultar insuficiente para articular la densa y activa base imprescindible para proyectar y llegado el caso defender los avances institucionales, más allá de las propias instituciones y su representación de las relaciones sociales de poder, en las relaciones de poder y la sociedad mismas —muy especialmente, si descartamos ya la idea de un fulminante acceso al poder ejecutivo estatal, y pensamos en un tiempo largo de descomposición política, atizado además por imprevisibles vaivenes de alcance continental y global, y un acceso a las instituciones lento, desigual y atravesado de contradicciones. ¿Puede un partido político, por habilidoso que sea su comando dirigente, soportar una situación así, siquiera durante una o dos legislaturas, sin un extendido, consciente, activo y constante sustento social, cuando ya solo ante la expectativa de una repetición de elecciones en junio u octubre y la recrudecida campaña de incriminación mediática se extiende el temor a la desafección o el amedrentamiento del electorado?
Si el neoliberalismo es, como sabemos, un completo régimen biopolítico que se despliega en todo el espesor de la existencia social, desde los más institucionalizados a los más informales, sus antagonistas no pueden sino serlo también. Durante el ciclo electoral 2014-2015 y su inesperada prórroga en 2016, Podemos ha demostrado poseer una formidable capacidad de intervención en los campos mediático y electoral, pero no ha sabido, podido o querido coadyuvar positivamente —como tampoco, es de justicia decirlo, otros actores sindicales, sociales y políticos— en la reapertura del proceso de transformaciones desde abajo inaugurado por el 15-M, sin la cual los frutos de su guerra relámpago en el campo institucional podrían quedar reducidos a indefendibles trincheras sin retaguardia. Sería deseable que, cuanto antes, los mejores esfuerzos se destinasen a pensar y poner en práctica la nueva herramienta política que, reconciliando de una vez las virtudes, expectativas y enseñanzas de Sol y de Vistalegre, pudiese mantener simultáneamente abiertos ambos frentes, avanzando coordinadamente y consolidando mutuamente sus avances frente a estrategias adversas de bloqueo institucional o intimidación social.
La presente crisis en sus equipos y su línea dirigente presenta sin duda riesgos importantes para Podemos, pero también ofrece una oportunidad providencial para emprender su reinvención. La propuesta de confiar las labores de organización a Pablo Echenique —el más notorio de los portavoces críticos en Vistalegre, constante defensor de procesos organizativos más horizontales y participativos— pudiera ser un primer y reconfortante indicio de que al fin en Podemos se imponen la percepción de esta oportunidad y la voluntad de aprovecharla.
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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.