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Cadena perpetua: revisable o simplemente perpetua

En estos días de grandes pactos contra el terrorismo en que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, el PP ha logrado colarnos una antigua reivindicación suya, la cadena perpetua, muchas son las voces que claman en contra. A ellas se suman quienes en no pocos casos se han rasgado las vestiduras por considerar que en nuestro país no debiera aplicarse una pena propia más bien de un país autoritario que de un Estado democrático.

Me pregunto qué dijeron estas voces que critican ferozmente a Mariano Rajoy por esta medida cuando hace casi doce años se publicó la Ley Orgánica 7/2003 de 30 de junio, comúnmente denominada Ley de cumplimiento íntegro y efectivo de las penas, que trajo una reforma incorporada a nuestro Código Penal (CP) desde entonces. En esta reforma del CP se pusieron en marcha una serie de medidas, destinadas principalmente a los responsables de asesinatos terroristas. Se elevó el límite máximo de prisión a 40 años, frente al límite anterior de 30 años, y se estableció el tercer grado (régimen de semilibertad) y la libertad condicional para estas personas, cuando hubieran cumplido las cuatro quintas partes y las siete octavas partes de la condena, respectivamente. Es decir, que en el peor de los casos un penado con una condena de 40 años de prisión tendría derecho al tercer grado cuando hubiera cumplido 32 años y podría acceder después a la libertad condicional, cumplidos 35 años de prisión. Obviamente, este objetivo de salir de la cárcel sólo se alcanzaría si, a juicio de todos los intervinientes (la Junta de tratamiento de prisión, la fiscalía, las partes del procedimiento o víctimas y el juez de vigilancia), el penado hubiera expresado su repudio a sus actos de forma incontestable y públicamente; si hubiera pedido perdón a las víctimas; si hubiera ofrecido colaboración activa para reprimir el delito y hubiera pagado la responsabilidad civil (indemnización a la víctima). Se deduce, por tanto, que en la mayoría de los casos el cumplimiento de la penas es íntegro, en toda su extensión, incluso en aquellas penas que hayan alcanzado el máximo de duración previsto en la ley, es decir, cuarenta años.

Esta reforma -en vigor desde hace una docena de años, sin que a nadie le resultara escandalosa- permite, por tanto, la “revisión” de la pena de prisión a los 32 años de cumplimiento o a los 35, según se trate de alcanzar el régimen de semilibertad o la libertad condicional. Ahora, en la reforma impulsada por el gobierno de Rajoy, con el claro apoyo del PSOE, tendríamos una prisión permanente revisable a los 25-35 años de cumplimiento. Como vemos, las quejas en contra de esta última reforma serían totalmente injustificadas bajo este prisma comparativo, pues se “mejora”, al rebajar en 7 años el periodo de cumplimiento de la condena previo a su revisión. Así pues, en este contexto sí estaría justificada la oposición de la portavoz de UPyD, Rosa Díez, cuando afirma que esta reforma podría beneficiar a los presos.

Qué duda cabe que el CP todavía en vigor establece una cadena perpetua encubierta. Esto se explica porque hace una década nadie quería oír hablar de cadena perpetua, quizá por las odiosas reminiscencias del pasado franquista. Así tuvimos (y aún tenemos) uno de los códigos penales más duros de Europa, pese a los datos de descenso de la criminalidad de los últimos años. De este modo, con subterfugios, nos trajeron las medidas de cumplimiento íntegro de la pena a través de condenas máximas de 40 años. Hay que aclarar que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha venido afirmando que el modelo europeo que permite revisiones de cadenas perpetuas a los 15 y 20 años de cumplimiento es compatible con el derecho a no sufrir penas crueles y degradantes.

Sin embargo -insisto-, la normativa que aún se encuentra en vigor, previendo límites de prisión claramente exacerbados, no siendo una “cadena perpetua” y sí un modelo de “cumplimiento íntegro de la pena”, debió de pasar todos los filtros constitucionales posibles, pues la hemos tolerado durante todos estos años.

Ahora bien, ¿podría decirse que tanto la normativa aún vigente como la que está por venir con Rajoy incluyen la figura de la cadena perpetua (una encubierta y la otra no tanto)? El ministro de Justicia Rafael Catalá, en fechas recientes, se ha mostrado visiblemente enfadado con quienes emplean este término, pues no es lo mismo “su” prisión permanente revisable que la cadena perpetua. Y ello porque -según afirma- la “suya” no es una pena de por vida y la cadena perpetua sí lo es. Sin embargo, aunque trate de desvincularse del término “cadena perpetua”, por más que le repugne, en lo sucesivo se le conocerá por esta reforma de implantación de la cadena perpetua. Y ello porque la “vida”, entendida como derecho fundamental e inalienable de todas las personas, es aquella inherente a la dignidad humana, la cual prohíbe tajantemente los tratos inhumanos y crueles. Evidentemente, liberar (en el caso en que la “revisión” conlleve la excarcelación) a una persona cuando ha soportado entre 25 y 35 años de prisión no es precisamente una medida respetuosa con el humanitarismo que debe impregnar las penas. Liberar a una persona a las puertas de su anciana edad, siempre y cuando haya obtenido un informe favorable de reinserción, con medidas de vigilancia de por vida, no responde al principio que debe informar nuestro Derecho penal: el de la proporcionalidad de las penas.

¿Es necesario, desde un enfoque de política criminal, endurecer el CP (tal y como se hizo en 2003 y se vuelve a hacer ahora)? ¿Privando de libertad a perpetuidad se conseguirá que el condenado se resocialice y, de paso, disuadir a los potenciales criminales? Evidentemente, la resocialización se convierte en una utopía cuando una persona permanece en prisión a partir de 15 años. Y, por cierto, tampoco se ha dado ningún caso de preso terrorista excarcelado que haya reincidido.

En cuanto a la prevención general, está estudiado que el endurecimiento de las penas no evita el delito futuro, sino todo lo contrario. Podría dar lugar a cometer muchos más para evitar ser descubierto y, así, intentar la impunidad (evitando una pena de prisión perpetua).

Mucho más preocupante resulta que el motor impulsor de estas reformas (desde el año 2003) sea el manoseado clamor popular, que -según se explica en las exposiciones de motivos de las sucesivas reformas- pide más seguridad, castigo y venganza. Es decir, que se viene legislando exclusivamente para las víctimas, con claro olvido del fin que, según prevé el art. 25.1 de nuestra Constitución, debe orientar las penas privativas de libertad: la reinserción y la reeducación.

En este sentido, en términos de utilidad social de la pena como un mal menor, Cesare Beccaria afirmaba que “para que una pena obtenga su efecto basta que el mal de ella exceda al bien que nace del delito (...) Todo lo demás es superfluo y, por tanto, tiránico”. Superfluo, por tanto, es considerar al criminal como un inadaptado irremediable, del que hay que prevenirse en el futuro. Tiránico, en cuanto que no hemos sacrificado nuestra libertad individual para lograr una voluntad general en forma de Estado despiadado, cruel y vengativo.

Tal vez sea necesario revisar lo conseguido hasta ahora en materia penal, a fin de abandonar definitivamente el modelo de Estado tiránico que ya empezó a asomar en 1995, cuando se aprobó por unanimidad el llamado “Código Penal de la democracia”, el cual, junto con la supresión de medidas que acortaban la duración de la pena (las redenciones por trabajo o por estudio), provocó de hecho el aumento de las penas, hasta lograr su momento álgido con la reforma de 2003 (cumplimiento íntegro de las penas). Quién sabe si esto será posible en un proceso constituyente.

En estos días de grandes pactos contra el terrorismo en que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, el PP ha logrado colarnos una antigua reivindicación suya, la cadena perpetua, muchas son las voces que claman en contra. A ellas se suman quienes en no pocos casos se han rasgado las vestiduras por considerar que en nuestro país no debiera aplicarse una pena propia más bien de un país autoritario que de un Estado democrático.

Me pregunto qué dijeron estas voces que critican ferozmente a Mariano Rajoy por esta medida cuando hace casi doce años se publicó la Ley Orgánica 7/2003 de 30 de junio, comúnmente denominada Ley de cumplimiento íntegro y efectivo de las penas, que trajo una reforma incorporada a nuestro Código Penal (CP) desde entonces. En esta reforma del CP se pusieron en marcha una serie de medidas, destinadas principalmente a los responsables de asesinatos terroristas. Se elevó el límite máximo de prisión a 40 años, frente al límite anterior de 30 años, y se estableció el tercer grado (régimen de semilibertad) y la libertad condicional para estas personas, cuando hubieran cumplido las cuatro quintas partes y las siete octavas partes de la condena, respectivamente. Es decir, que en el peor de los casos un penado con una condena de 40 años de prisión tendría derecho al tercer grado cuando hubiera cumplido 32 años y podría acceder después a la libertad condicional, cumplidos 35 años de prisión. Obviamente, este objetivo de salir de la cárcel sólo se alcanzaría si, a juicio de todos los intervinientes (la Junta de tratamiento de prisión, la fiscalía, las partes del procedimiento o víctimas y el juez de vigilancia), el penado hubiera expresado su repudio a sus actos de forma incontestable y públicamente; si hubiera pedido perdón a las víctimas; si hubiera ofrecido colaboración activa para reprimir el delito y hubiera pagado la responsabilidad civil (indemnización a la víctima). Se deduce, por tanto, que en la mayoría de los casos el cumplimiento de la penas es íntegro, en toda su extensión, incluso en aquellas penas que hayan alcanzado el máximo de duración previsto en la ley, es decir, cuarenta años.