Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
La razón neoliberal o por qué un día nuestros derechos dejaron de importar
Parece que de vez en cuando algunos políticos tienen extrañas ocurrencias. Ideas tan peregrinas que no podemos evitar reírnos de ellas. Una especialmente llamativa es la que tuvieron los responsables de la CCAA de Madrid hace unas semanas, la cual consiste en obligar a aquellos que reciban el ingreso mínimo de inserción a presentar una declaración jurada de sus ingresos. Como los medios ya destacaron, esta medida se traduce (como caso ilustrativo) en que los mendigos que cobren la Renta Mínima de Inserción tendrán que declarar cuánto ganan con la mendicidad.
Esta idea nos resulta hilarante solo porque es un poco más osada de lo habitual. Sin embargo, no es una excentricidad, es solo un paso más, una traba más en el kafkiano proceso que es conseguir una prestación pública. Cualquiera que haya aspirado en algún momento de su vida a recibir una ayuda de la administración ha pasado por dos fases. La primera es el descubrimiento de que tiene derecho a ella y la segunda es una yincana burocrática compuesta por una extensa ristra de certificados, los cuales debe aportar para probar que efectivamente tiene derecho a la ayuda. Cada trámite, cada administración visitada para solicitar un documento es una prueba, un reto que se debe superar para mostrar que no se está tratando de engañar al Estado.
La justificación que se esgrime para esto es la siguiente: no hay recursos públicos suficientes para todos, así que hay que ser responsables y asignarlos eficientemente. Hubo un tiempo en el que, en teoría, esto no era así, en el que a la persona se le reconocían unos derechos que el Estado estaba obligado a garantizar (o al menos, a eso se aspiraba). Pero hoy la obsesión por la sostenibilidad y la eficiencia son omnipresentes, conceptos que ocupan el centro del sentido común. Estos conceptos no solo justifican que se endurezcan las condiciones que debe cumplir un individuo para poder ejercer sus derechos, sino que también permiten extender una sombra de sospecha sobre los que reciben algún tipo de ayuda pública. Así, en nombre de la eficiencia, los que reciben algo del Estado deben ser vigilados, controlados y disciplinados. Curiosamente, este celo por los recursos públicos nunca se aplica a los beneficios fiscales de la gran empresa o a los millones que se inyectaron a la banca.
Como bien explica el filósofo Slavoj Žižek, conceptos como desigualdad, pobreza o ayudas públicas son “universales”, conceptos abstractos que para ser pensados deben ser puestos en relación con nuestra experiencia real del mundo. Al relacionarnos con lo que nosotros conocemos, los volvemos concretos y podemos trabajar con ellos en nuestra cabeza. Este ejercicio es la esencia de la batalla política por la hegemonía ideológica. El que gana la posición hegemónica es el que consigue que su forma de concretar las cosas abstractas sea compartida y percibida como de sentido común. Por ejemplo, en Estados Unidos cuando se habla de ayudas sociales se habla de madres afroamericanas solteras. Y en España, cuando se mencionan las prestaciones sociales se habla de inmigrantes que reciben ayudas sociales que no merecen porque se dedican a actividades económicas no legales.
Al comenzar a debatir sobre prestaciones sociales, pocos se imaginan como beneficiario de estas a un veinteañero de Zaragoza que publica artículos en eldiairo.es, lo más común es que aparezca el arquetipo del inmigrante, generalmente asociado a la idea de delincuente, como gran beneficiario de la asistencia social. Esta asociación es bidireccional, es decir, cada vez que se discute de inmigraciones, aparece el tema de las ayudas como excusa para justificar la ley de extranjería. Nadie reconoce que ha creado y está aplicando una ley terriblemente racista, es mucho más fácil revestir el racismo propio de resignación ante la existencia de recursos públicos limitados. Y así se crea la idea, completamente falsa, de que los inmigrantes son los grandes responsables del gasto social. Esta asociación penetra incluso en posiciones que se dicen críticas con el sistema. Al fin y al cabo: “si tenemos pocos recursos, ¿cómo vamos a garantizar los derechos de millones de seres humanos que podrían cruzar nuestras fronteras huyendo de la miseria? Son muchos, es puro calculo”. Efectivamente, es cuestión de cálculo, calculo económico que devora al Derecho. Este es el sino de la política de nuestro tiempo, la subordinación de los Derechos Fundamentales a una supuesta racionalidad económica.
El proyecto político neoliberal
Como plantea el sociólogo Loïc Wacquant, podemos entender las transformaciones políticas e institucionales de las últimas décadas como virajes que responden al proyecto político neoliberal. Este proyecto se caracteriza por buscar una reconstrucción del Estado que favorezca a los mercados, por un giro disciplinario de la política social, y por la expansión y glorificación del ala penal del Estado. El ideario neoliberal ha sido un fantasma que ha recorrido la política mundial en las últimas décadas, mostrándose de formas diversas, pero logrando posiciones hegemónicas en casi todo el mundo.
El neoliberalismo impone su propia razón sobre la intervención social del Estado. Los individuos dejan de ser sujetos con derechos que deben ser garantizados y emerge una concepción behavorista que niega los factores estructurales, y achaca la situación del individuo a su responsabilidad individual. La pobreza (o cualquier otra situación social) se convierte en un problema de los pobres, que no emprenden, no aprovechan sus oportunidades y no se conducen como deben. Esta concepción del individuo justifica que las políticas sociales dejen de tener como objetivo la protección y tomen como objetivo central disciplinar a esos individuos que no han gestionado adecuadamente su vida. De este modo se produce una progresiva unión entre política social y política penal, entre pobreza y delito.
Paralelamente, el Estado se retira del ámbito social, se desentiende de sus ciudadanos y se vuelca en garantizar los intereses de los grandes agentes económicos. No es que el estado gobierne para el mercado, sino que ambas entidades se fusionan y el mercado gobierna desde el Estado. Las lógicas se unifican y una supuesta racionalidad económica lo impregna todo. Desde esta racionalidad el Estado justifica el abandono de su papel como garante de los derechos de sus ciudadanos.
Esta lógica parece no ser exclusiva de la actividad estatal, sino que ha pasado a formar parte de nuestras propias mentes. No solo lo aceptamos todo si lo manda la sostenibilidad del presupuesto, sino que somos capaces de justificarlo todo apelando a ese punto central del sentido común ocupado por una racionalidad neoliberal disfrazada de buen juicio económico. Y así dejamos que los cadáveres se amontonen en nuestras fronteras, le vendemos armas a Arabia Saudí, imponemos regímenes disciplinarios disfrazados de asistencia social y, en definitiva, entramos en un juego en el que el fascismo se nos parece tanto que también llena palacios de congresos.
Parece que de vez en cuando algunos políticos tienen extrañas ocurrencias. Ideas tan peregrinas que no podemos evitar reírnos de ellas. Una especialmente llamativa es la que tuvieron los responsables de la CCAA de Madrid hace unas semanas, la cual consiste en obligar a aquellos que reciban el ingreso mínimo de inserción a presentar una declaración jurada de sus ingresos. Como los medios ya destacaron, esta medida se traduce (como caso ilustrativo) en que los mendigos que cobren la Renta Mínima de Inserción tendrán que declarar cuánto ganan con la mendicidad.
Esta idea nos resulta hilarante solo porque es un poco más osada de lo habitual. Sin embargo, no es una excentricidad, es solo un paso más, una traba más en el kafkiano proceso que es conseguir una prestación pública. Cualquiera que haya aspirado en algún momento de su vida a recibir una ayuda de la administración ha pasado por dos fases. La primera es el descubrimiento de que tiene derecho a ella y la segunda es una yincana burocrática compuesta por una extensa ristra de certificados, los cuales debe aportar para probar que efectivamente tiene derecho a la ayuda. Cada trámite, cada administración visitada para solicitar un documento es una prueba, un reto que se debe superar para mostrar que no se está tratando de engañar al Estado.