Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
La reforma de los desórdenes públicos: fin del estado social e hiperjudicialización
El Congreso aprobó la semana pasada, fruto del pacto Gobierno-ERC, la proposición de ley de reforma del Código Penal (CP) que elimina el delito de sedición. Con ello, se afirma haber conseguido un avance democrático histórico y una desjudicialización de la política en España. Esto es cierto si se hace un análisis aislado de esta disposición concreta, pero falso si se pone en relación la citada eliminación con la reforma del art. 557 del Código Penal.
La contrapartida de eliminar la sedición es una modificación del art. 557 referido a los desórdenes públicos, ampliando los supuestos tipificados dentro del delito. Si antes tal delito se aplicaba solo sobre quienes “ejecutaran actos de violencia sobre las personas o sobre las cosas, o amenazando a otros con llevarlos a cabo”, ahora se amplía sobre quienes “ejecuten actos de violencia o intimidación: (a) sobre las personas o las cosas; u (b) obstaculizando las vías públicas ocasionando un peligro para la vida o salud de las personas; o (c) invadiendo instalaciones o edificios alterando gravemente el funcionamiento efectivo de servicios esenciales en esos lugares”. Además, cuando tales actos sean llevados a cabo “por una multitud cuyo número, organización y propósito sean idóneos para afectar gravemente el orden público”, sin especificar el número, ni la organización, ni el propósito, ni lo que debe considerarse idóneo, se pueden castigar con penas de 3 a 5 años de cárcel.
Tal ampliación de los supuestos tipificados como delito supone dos consecuencias totalmente contrarias a las que sostienen el Gobierno y ERC: En primer lugar, no se trata de un avance histórico sino de un desmontaje regresivo de la idea de Estado social democrático contenida en el art. 1.1. de la Constitución. Y, en segundo lugar, no supone desjudicializar sino hiperjudicializar la política.
Respecto a la primera consecuencia. Una de las diferencias entre el constitucionalismo liberal y el social reside en el reconocimiento e incorporación del conflicto como parte integrante del Estado. El Estado social ha sido caracterizado por integrar el conflicto en el interior del espacio constitucional mediante el reconocimiento de derechos vinculados con la articulación del conflicto social como los de huelga o negociación colectiva. El Estado social pasó a establecer un equilibrio constitucional redistributivo de poder y de instrumentos de autotutela de intereses entre las organizaciones empresariales y los sindicatos, integrando al conflicto social como elemento central de la democracia en el mismo.
Si bien en la época de la sociedad industrial fordista en la que surgió el Estado social, donde el sujeto colectivo por excelencia era el Trabajo, la garantía del conflicto como base de la democracia exigía proteger aquellos instrumentos de conflicto propios de este sujeto: la huelga, la negociación colectiva, etc. En las sociedades actuales, en las que el sujeto por excelencia ya no es, únicamente, el movimiento obrero sino, también, una diversidad de movimientos sociales diversos, la garantía del conflicto como base de la democracia exige proteger, a la vez, los instrumentos de conflicto propios de estos: sentadas pacíficas en el espacio público, acampadas, corte de vías de comunicación, manifestaciones, ocupaciones de edificios, bloqueo de desahucios, etc.
La necesidad de una permanente adaptación, entre otras por vía interpretativa, de la Constitución del Estado social a un presente político-social cambiante que permita hacer de ella un documento vivo y dinámico no obsoleto, exige hoy que el conflicto social como categoría constitutiva del Estado social del art. 1.1 CE ya no puede entenderse, constitucionalmente, solo como conflicto Capital-Trabajo, sino también como conflicto entre la diversidad de nuevos movimientos sociales y el Estado, reconociendo, como premisa para la existencia del principio democrático, la subjetividad política de estos nuevos movimientos y sus propios instrumentos de conflicto. Y, en este sentido, la ampliación del delito de desórdenes públicos a los nuevos supuestos contemplados por el art. 557 CP criminaliza las prácticas de conflicto propias de estos movimientos, bloqueando la posibilidad de llevar a cabo esta indispensable actualización de la idea de Estado social democrático a nuestros días y desmontando, por tanto, de manera regresiva, su propia posibilidad de existencia.
Y, respecto a la segunda consecuencia, podemos decir que la judicialización de la política conlleva, al menos, dos cosas: una es la concentración del poder político para abordar problemas sociales en los jueces. Y la otra es la resolución de los conflictos no por la mediación sino por la represión. Los métodos que el poder político (Legislativo o Ejecutivo) y poder judicial tienen para resolver conflictos sociales son distintos. El primero lo hace a través de la “regulación” y el segundo a través de la “aplicación”. La regulación es una forma de mediación entre autoridad y sociedad, es la conversión en Derecho de una negociación de costes y recompensas entre partes. La aplicación, por el contrario, no reconoce ningún vínculo con la complejidad de la sociedad ni sus contradicciones, simplemente hace caer el peso de la ley sobre la parte acusada que se convierte en un mero receptor pasivo de la norma. La judicialización implica, pues, concentración del poder político para abordar problemas sociales en los jueces y, consecuencia de lo anterior, resolución de conflictos no mediante la “regulación” sino la “aplicación”, léase la represión.
Y, ¿por qué digo que la reforma no implica una des-, sino una hiper-judicialización? En todo ordenamiento jurídico podemos distinguir entre “discurso del Derecho” y “discurso jurídico”. El discurso del Derecho se conforma del conjunto de normas escritas que integran el sistema legal cada una de las cuales puede transmitir múltiples mensajes. El discurso jurídico es el que habla del anterior. Es el que producen los abogados, los ciudadanos al opinar del Derecho o los jueces al fundamentar sus sentencias, con el objetivo de interpretar o descifrar los mandatos ocultos en la norma. Si a la hora de redactar una disposición legal usas términos ambiguos como “intimidación sobre personas y cosas”, “obstaculizar”, “alterando gravemente”, “una multitud cuyo número, organización y propósito sean idóneos”, etc. sin definir qué debe entenderse por ello, reduces el campo de aplicación directa del discurso del Derecho y amplías el del discurso jurídico, esto es, el margen de interpretación de los jueces. Y si tenemos en cuenta que la juridicidad no existe realmente, sino que lo que existe es el fenómeno del ejercicio del poder por vía del discurso jurídico, lo que haces es aumentar el poder político de los jueces para intervenir en la resolución de los conflictos por vía de la sanción. Precisamente por esto, lo que se acaba produciendo no es una des- sino una hiper-judicialización de la política.
El Congreso aprobó la semana pasada, fruto del pacto Gobierno-ERC, la proposición de ley de reforma del Código Penal (CP) que elimina el delito de sedición. Con ello, se afirma haber conseguido un avance democrático histórico y una desjudicialización de la política en España. Esto es cierto si se hace un análisis aislado de esta disposición concreta, pero falso si se pone en relación la citada eliminación con la reforma del art. 557 del Código Penal.
La contrapartida de eliminar la sedición es una modificación del art. 557 referido a los desórdenes públicos, ampliando los supuestos tipificados dentro del delito. Si antes tal delito se aplicaba solo sobre quienes “ejecutaran actos de violencia sobre las personas o sobre las cosas, o amenazando a otros con llevarlos a cabo”, ahora se amplía sobre quienes “ejecuten actos de violencia o intimidación: (a) sobre las personas o las cosas; u (b) obstaculizando las vías públicas ocasionando un peligro para la vida o salud de las personas; o (c) invadiendo instalaciones o edificios alterando gravemente el funcionamiento efectivo de servicios esenciales en esos lugares”. Además, cuando tales actos sean llevados a cabo “por una multitud cuyo número, organización y propósito sean idóneos para afectar gravemente el orden público”, sin especificar el número, ni la organización, ni el propósito, ni lo que debe considerarse idóneo, se pueden castigar con penas de 3 a 5 años de cárcel.