Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Rusia en Siria: otro que llega a machacar las revueltas árabes
Si se puede decir algo de Siria sin riesgo de equivocación, es que el país ha dejado de existir, que a día de hoy lo que hay es un campo de batalla con lo peor de Afganistán, Irak y Somalia juntos. El último episodio de la devastación institucionalizada a la que venimos asistiendo desde 2011 es la intervención militar abierta de Rusia en apoyo de Al-Asad.
Los sueños imperiales de Rusia en la región son antiguos. Ya desde los tiempos de Catalina la Grande buscó una salida al Mediterráneo. A su manera, Rusia (o la URSS en su defecto) siempre ha sometido a los árabes al esquema orientalista que los considera de forma sistemática y no episódica sujetos subalternos de la historia. Es un procedimiento compartido con el enemigo occidental, y poco ha cambiado en ambos bandos a pesar de que las revoluciones de 2011 demostraron que los árabes tenían su propia narrativa emancipadora que, entre otras virtudes, metía en el mismo saco a amigos y enemigos de Occidente o de Rusia. A efectos de la libertad de los pueblos árabes, de su pan y de su justicia social, poca diferencia había entre Mubarak y Gadafi, entre Al-Asad y Ben Ali, entre Saleh y Hamad Al-Jalifa, por mencionar solo la primera línea de los tiranos cuestionados. En un estallido largamente anhelado, los árabes, que venían rumiando “la desgracia de ser árabe” (la expresión la acuñó el ensayista libanés Samir Kassir en un libro de 2004 que en cierto modo intuyó las revueltas al diagnosticar el mal), se sacudieron su impotencia y repudiaron a sus propias élites, que los negaban y despreciaban, y a unos socios (EEUU, Irán, Israel, Rusia, Europa) que los venían dominando a base de dependencia en todos los terrenos, incluso de ocupación militar si era preciso.
Pero esta ruptura histórica habría tenido consecuencias demoledoras para el orden hegemónico rusoamericano, y ambas potencias, con sus respectivos amigos, pronto corrieron a reconducir las revueltas en busca de un nuevo statu quo que garantizara la vieja dependencia árabe. Dictadores, yihadistas y petrodólares han hecho el trabajo sucio, y a fecha de hoy la contrarrevolución campa a sus anchas. Las consecuencias de la restauración autocrática están por venir, y serán terribles, pero por ahora asistimos a la reposición del orden orientalista, igual de cómodo para todos, tirios y troyanos, y que se resume en una fórmula mágica: los árabes no saben gobernarse.
Tanto en Siria como en Irak, Rusia está decidida a aprovechar el vacío creado por los fracasos estadounidenses en la zona, y juega a varias bandas para recomponer la región a su medida. Dado que a medio plazo esto implica minimizar la influencia ganada durante el conflicto sirio por Turquía e Irán (el aliado viejo y el aliado nuevo de Washington), lo primero ha sido crear un frente árabe prorruso.
Desde hace algo más de un año, cuando se materializaron las sanciones económicas norteamericanas y europeas a Rusia por la anexión de Crimea, se han sucedido los contactos y negocios de las autoridades del Kremlin con los dignatarios egipcios, jordanos y emiratíes. Con Irak, Rusia firmó este verano un acuerdo de cooperación técnico-militar que el primer ministro iraquí Haider Al-Abadi está utilizando para fortalecer su posición ante EEUU. Egipto, Jordania, los Emiratos Árabes Unidos e Irak han constituido en la sombra la entente árabe que arropa la intervención rusa en Siria. Por sorprendente que parezca, la aquiescencia de Arabia Saudí está a punto de lograrse también: el ministro saudí de Defensa y cerebro gris del régimen, el príncipe Mohammed Bin Salmán, acaba de reunirse con Putin en Sochi, aprovechando el Gran Premio de Rusia de Fórmula 1, y ha obtenido garantías rusas sobre las intenciones antiiraníes de Moscú, por más que saudíes y rusos sigan guardando las apariencias de desencuentro y así prefieran reflejarlo los medios de comunicación occidentales, un poco a lo suyo. Además, esta entente integra a su vez a los mejores amigos árabes de Israel, quien, sin grandes aspavientos, como suele ser su verdadera diplomacia, se ha sumado a la órbita rusa: coincidiendo con el comienzo de la ofensiva de Putin, una delegación de militares rusos estuvo coordinando con el Ejército de Israel la estrategia en Siria para sostener a Al-Asad, el enemigo más útil que ha tenido Israel. Al menos de momento parece que los planes funcionan: en pocos días de ataques aéreos rusos, el Ejército sirio ha recuperado enclaves fundamentales en la ruta de Damasco a la costa. Lo significativo es que estaban bajo control del Ejército Libre Sirio o de otros grupos rebeldes, pero no del ISIS, que sigue manteniendo sus posiciones y está a punto de hacerse con Alepo.
Es tal la descomposición del ya de por sí desordenado orden internacional propiciada por la guerra siria, que los más disparatados delirios de grandeza salen a relucir: desde que Siria sea un nuevo Afganistán con el que los estadounidenses derroten a la nueva Rusia, como anhela desde su tribuna en The New York Times Thomas Friedman, hasta que los nacionalistas rusos hagan de Siria otra Novorossia como la ucraniana: “¡Sin Siria no habrá Rusia!”, llegan a exclamar en las tertulias televisivas. En España, dejando de lado los bandazos del ministro García-Margallo, que en la reciente cumbre de ministros de Exteriores de la UE ha encontrado su minuto de protagonismo abogando con Alemania por la negociación con el régimen de Al Asad, se dan otras paradojas más caseras pero no menos ilustrativas de esta degeneración vertiginosa: igual acuden a luchar en las filas kurdas contra el ISIS un ex edil vasco del Partido Popular que los jóvenes de la izquierda radical madrileña. Y eso por no volver sobre el espinoso asunto de los yihadistas españoles, de los que nadie sabe a ciencia cierta cuál es su bando final, si el ISIS o los grupos a los que bombardea Rusia y financian Arabia Saudí y las demás monarquías del Golfo que ahora negocian con Rusia.
Y en medio de todo ello, en la izquierda española hay quien sigue hablando de antiimperialismo en Siria o quien, desde posiciones socialdemócratas, da la bienvenida a la restauración autocrática en Egipto, en Siria, en Yemen y donde sea con tal de frenar al yihadismo y detener la ola de refugiados. Como si tal cosa fuera posible alimentando la causa primera: la condena de todo un mundo a la falta de libertades. Estas actitudes de la izquierda son dos caras de la misma moneda: la que niega que los árabes tengan la “madurez democrática” necesaria para escribir su historia y su futuro. Pero la edad de la madurez hace tiempo que la alcanzaron, y antes o después Occidente se arrepentirá de sus políticas cicateras, si no criminales, hacia las revoluciones árabes, a las que nunca apoyó. Lo debería estar haciendo ya.
Si se puede decir algo de Siria sin riesgo de equivocación, es que el país ha dejado de existir, que a día de hoy lo que hay es un campo de batalla con lo peor de Afganistán, Irak y Somalia juntos. El último episodio de la devastación institucionalizada a la que venimos asistiendo desde 2011 es la intervención militar abierta de Rusia en apoyo de Al-Asad.
Los sueños imperiales de Rusia en la región son antiguos. Ya desde los tiempos de Catalina la Grande buscó una salida al Mediterráneo. A su manera, Rusia (o la URSS en su defecto) siempre ha sometido a los árabes al esquema orientalista que los considera de forma sistemática y no episódica sujetos subalternos de la historia. Es un procedimiento compartido con el enemigo occidental, y poco ha cambiado en ambos bandos a pesar de que las revoluciones de 2011 demostraron que los árabes tenían su propia narrativa emancipadora que, entre otras virtudes, metía en el mismo saco a amigos y enemigos de Occidente o de Rusia. A efectos de la libertad de los pueblos árabes, de su pan y de su justicia social, poca diferencia había entre Mubarak y Gadafi, entre Al-Asad y Ben Ali, entre Saleh y Hamad Al-Jalifa, por mencionar solo la primera línea de los tiranos cuestionados. En un estallido largamente anhelado, los árabes, que venían rumiando “la desgracia de ser árabe” (la expresión la acuñó el ensayista libanés Samir Kassir en un libro de 2004 que en cierto modo intuyó las revueltas al diagnosticar el mal), se sacudieron su impotencia y repudiaron a sus propias élites, que los negaban y despreciaban, y a unos socios (EEUU, Irán, Israel, Rusia, Europa) que los venían dominando a base de dependencia en todos los terrenos, incluso de ocupación militar si era preciso.