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Cárcel, estigma y cambio social

A pesar de que desde hace varios años nos hallamos en una etapa en la que muchas reivindicaciones sociales han cobrado una fuerza inaudita, los derechos de las personas presas, así como el cuestionamiento del sistema penal, permanecen aislados de dichos anhelos de cambio social. En un momento en que la empatía de amplios sectores de la población se ha multiplicado ante situaciones como hipotecas impagadas, internamiento en un CIE, despidos masivos, etc., no ha sido así respecto del control penal de la pobreza y el uso del sistema penal como vía rápida hacia la deportación de la población migrante.

La primera barrera para que esto no cambie tiene que ver con el estigma que acompaña a las personas que han pasado por la prisión o que están siendo procesadas. El etiquetamiento como delincuente de una persona rompe la posibilidad de generar, de entrada, empatía hacia su situación, así como determina la posición y la visión acerca de dicha persona. En este punto surge una pregunta: ¿qué significa ser un o una delincuente? Dicha categorización, tan ampliamente utilizada, apela en el fondo a la existencia de una persona con una personalidad desviada cuyo principal cometido es delinquir. Sin embargo, ¿una persona que ha cometido un delito, o dos, es un delincuente? ¿Hasta qué punto ayuda para su proceso de inclusión categorizar como tal a una persona que durante una etapa de su vida cometió varios delitos? Las consecuencias de dicha categorización se generan no solo en el momento en que nos dirigimos a una persona directamente, sino también en el uso cotidiano que se realiza de dicha palabra, ya que construye realidades, estigmas y vergüenzas que dificultan procesos de inclusión. Además, es necesario destacar que la palabra delincuente unifica bajo una misma categoría a una persona que ha sido detenida en el aeropuerto del Prat llevando droga en su interior por necesidad económica, a otra que ha cometido tres atracos hallándose bajo el síndrome de abstinencia y a una persona que ha violado a tres personas. Es imprescindible cuestionar el uso de una palabra tan altamente estigmatizante.

Daré varios ejemplos de situaciones que he vivido a través de las cuales quizá se entienda de una manera más clara lo que quiero exponer.

He participado en muchas charlas y actos en las que se exponía la situación de los CIEs. Para para muchos operadores jurídicos, entidades y personas, uno de los elementos más preocupantes de los CIEs era que en ellos estaban juntos y “sin diferenciar” personas que “no habían cometido ningún delito” con personas que “sí que lo habían cometido”. ¿Es realmente este un problema real? ¿O estamos poniendo en juego nuestra visión sobre el peligro y los problemas de personalidad que supuestamente tienen “los delincuentes”?

Otro ejemplo se me presentó hace unas semanas cuando, hablando con un técnico de un ayuntamiento acerca del desalojo de una nave en la que vivían unas cuarenta personas migrantes, me explicaba que la intervención se preveía diferente para personas que “según un informe de la policía” se dedican a la pequeña delincuencia. Obviamente, para este “grupo” no se preveía la asistencia de servicios sociales.

Otro ejemplo tiene que ver con ciertas respuestas espontáneas que algunos sectores del activismo han tenido cuando la policía ha actuado contra ellos/as. El “Somos estudiantes, no delincuentes” es una consigna que legitima de manera abstracta el estigma y ciertas actuaciones contra ese “grupo” social.

El último ejemplo que expondré me lo encuentro, a la hora de denunciar públicamente una situación de malos tratos policiales o de tortura, cuando una de las primeras preguntas que algunos periodistas te realizan es si la persona tenía antecedentes penales. En el fondo, te están preguntando: ¿es un delincuente o no lo es? Obviamente, el jugo mediático es diferente, y esto no es casual.

Estoy seguro de que si nos ponemos a pensar aparecerán muchísimos ejemplos en los que el etiquetamiento ubica a las personas que han cometido un delito, o varios, en una clasificación totalmente diferenciada respecto al resto.

Uno de los principales problemas de dicha estigmatización es el abismo existente entre los movimientos sociales y la ciudadanía con las situaciones que viven las personas presas. El sistema penal, en general, y la cárcel, en particular, genera situaciones de profunda injusticia. Como que se aplique la pena de privación de libertad para todos los delitos a pesar de la diversidad de causas que hay detrás de los mismos; que el Estado Español sea uno de los Estados con las penas medias más largas; que el acceso a los permisos, al tercer grado y a la libertad condicional tenga lugar tarde y mal de manera sistemática; que las personas extranjeras no tengan el acceso a los mismos porque el objetivo es expulsarles (ahora que expulsar a ciudadanos “no delincuentes” comienza a ser duramente criticado); que el régimen de vida y el sistema de comunicaciones en las prisiones sea absolutamente anacrónico, mucho más propio del siglo XIX que del XXI; que haya personas que puedan pasarse meses o incluso años en los que se pasan 21 horas al día solas en una celda; y así hasta un largo etcétera.

Es importante, en primer lugar, que las personas que formamos parte de organizaciones de derechos humanos comencemos a generar una agenda común y a sumar fuerzas para ir ubicando la realidad de las cárceles y el sistema penal en su conjunto mucho más en el centro. Quizá sea un buen momento para recuperar viejas iniciativas como la campaña que hace años apareció titulada “Otro derecho penal es posible”, facilitando una campaña amplia hacia la derogación de la última reforma del Código Penal bajo un horizonte de modelo de Derecho penal mínimo. También puede ser un buen momento para ponernos de acuerdo y visibilizar en común durante el 2016 la realidad que se vive en los regímenes de aislamiento de todo el Estado. Recabar información, sistematizarla, generar materiales para romper el silencio y poner el problema encima de la mesa todos a una.

En segundo lugar, considero imprescindible que comencemos a revisar la utilización gratuita del concepto de delincuente, así como también a reflexionar si la solución para muchos problemas sociales es la continuación del “cárcel para todo”. Está claro que para ello hemos de visibilizar las propuestas de políticas en materia de seguridad y de sistema penal diferentes en las que estamos trabajando, en un momento en que parece que cada vez tenemos más fuerza para lograr cambios sociales. Pero también es importante que cada cual no deje que el estigma rompa la empatía a generar con las personas que están o han estado presas.

A pesar de que desde hace varios años nos hallamos en una etapa en la que muchas reivindicaciones sociales han cobrado una fuerza inaudita, los derechos de las personas presas, así como el cuestionamiento del sistema penal, permanecen aislados de dichos anhelos de cambio social. En un momento en que la empatía de amplios sectores de la población se ha multiplicado ante situaciones como hipotecas impagadas, internamiento en un CIE, despidos masivos, etc., no ha sido así respecto del control penal de la pobreza y el uso del sistema penal como vía rápida hacia la deportación de la población migrante.

La primera barrera para que esto no cambie tiene que ver con el estigma que acompaña a las personas que han pasado por la prisión o que están siendo procesadas. El etiquetamiento como delincuente de una persona rompe la posibilidad de generar, de entrada, empatía hacia su situación, así como determina la posición y la visión acerca de dicha persona. En este punto surge una pregunta: ¿qué significa ser un o una delincuente? Dicha categorización, tan ampliamente utilizada, apela en el fondo a la existencia de una persona con una personalidad desviada cuyo principal cometido es delinquir. Sin embargo, ¿una persona que ha cometido un delito, o dos, es un delincuente? ¿Hasta qué punto ayuda para su proceso de inclusión categorizar como tal a una persona que durante una etapa de su vida cometió varios delitos? Las consecuencias de dicha categorización se generan no solo en el momento en que nos dirigimos a una persona directamente, sino también en el uso cotidiano que se realiza de dicha palabra, ya que construye realidades, estigmas y vergüenzas que dificultan procesos de inclusión. Además, es necesario destacar que la palabra delincuente unifica bajo una misma categoría a una persona que ha sido detenida en el aeropuerto del Prat llevando droga en su interior por necesidad económica, a otra que ha cometido tres atracos hallándose bajo el síndrome de abstinencia y a una persona que ha violado a tres personas. Es imprescindible cuestionar el uso de una palabra tan altamente estigmatizante.