Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Violencia machista y Derecho penal
Para combatir la violencia de género o el comportamiento machista sobre la mujer, la sociedad tiene varias herramientas: entre ellas, la educación en las escuelas o la prevención mediante campañas que invoquen el principio de no discriminación y de dignidad humana tanto en el ámbito laboral como en el social y convivencial. La última herramienta la constituye el castigo o la sanción de carácter penal. Es decir, cuando el sujeto no atiende a las demandas sociales de trato igualitario y se adentra en comportamientos violentos con efectos degradantes contra la dignidad de la mujer, es entonces cuando debe activarse con todo su rigor el elenco de medidas recogidas en el Código Penal.
Por sus efectos sancionadores, que incluyen desde la incomunicación hasta la pena de prisión, pasando por la inhabilitación para el ejercicio de la patria potestad, se ha entendido que el concepto penal de comportamiento machista ha de ser necesariamente más limitado que el concepto social. Por tanto, no todo acto violento de un hombre contra una mujer constituye un acto machista. Cualquier agresión no pone en peligro la dignidad y la igualdad de la mujer, pese a que en la mayoría de los casos sí ocurra de este modo. Así, la carga de la prueba acerca de que un acto violento concreto es machista corresponde a la víctima.
Conviene precisar que, a efectos penales, es comportamiento machista aquel que expresa manifestación de desigualdad, discriminación o ejercicio de poder del hombre sobre la mujer. Es decir, en la conducta cometida (maltrato psíquico, lesión o vejaciones en general) ha de haber necesariamente un ánimo o intencionalidad especial de dominación masculina. Tras un debate doctrinal acerca de si todo acto violento de un hombre contra una mujer conlleva necesariamente la existencia de un comportamiento machista (degradación y humillación) o si, por el contrario, hay que probar e indagar si el acto concreto tenía otra segunda intención, se ha llegado a la conclusión de que siempre hay que acreditar que la violencia ejercida o generada tiene una finalidad degradante y discriminatoria contra la mujer.
Partiendo de este enfoque, hay que aclarar en primer lugar que, desde el punto de vista penal, no todas las conductas violentas generadas en el ámbito de la relación de pareja son constitutivas de delito, dado que lo que ha de valorarse es, precisamente, el ánimo machista o la intención de degradación y menoscabo de la dignidad de la mujer. Así, para entender que se ha cometido un delito de violencia de género, no bastaría la mera presencia de una agresión material (sea un golpe, una amenaza o un insulto vejatorio), sino que hay que añadirle el plus de situación de dominio: abuso de superioridad y discriminación. Es en este sentido como deben interpretarse los delitos de maltrato físico o psíquico ocasional (art. 153 CP), el delito de coacciones (art. 172.2 CP), el delito de amenazas (art. 171.4 CP) y el nuevo delito de acoso (172 ter.2 CP).
En segundo lugar, cuando el comportamiento machista se prolonga en el tiempo con comportamientos violentos contra la mujer, estaríamos ante el denominado maltrato habitual, conformado por actitudes repetidas de violencia de género que amenazan la paz familiar y tendentes a convertir la convivencia en un microcosmos regido por el miedo y la dominación sobre la pareja y los menores convivientes.
En tercer lugar, se aprecia cómo la preocupación de nuestros legisladores, basada en la proliferación de violencia y asesinatos machistas, se ha concretado en un endurecimiento de las penas y en la introducción de nuevos castigos. Estos incluyen el apartamiento del agresor de sus hijos, lo cual es visto como una medida muy positiva, pues una persona que agrede a su pareja, menoscabando su dignidad como persona, y que ha creado secuelas en todos los miembros vulnerables de la familia, no debe mantener vínculos con los hijos menores de edad, a fin de proteger y salvaguardar su desarrollo integral.
Evidentemente, como todo procedimiento sancionador, a mayor gravedad de la conducta mayor castigo, y es ahí donde el sistema de garantías constitucionales debe ser exhaustivo y eficaz. El testimonio de la víctima requerirá que sea mínimamente verosímil y persistente, sin contradicciones ni motivaciones espurias. Deberá ir acompañado de otras corroboraciones, como son por ejemplo testimonios de otras personas o dictámenes forenses. El que se requiera un mínimo probatorio no supone, en abstracto, dejar indefensa a la víctima, por cuanto en un Estado de Derecho nadie debe ser condenado sin una mínima y suficiente actividad probatoria de cargo.
De ahí que parezca desproporcionado que la crítica sobre la desprotección de las víctimas se centre en el Derecho penal, pues -recordemos- este es la última herramienta para combatir la violencia de género. No es razonable (como propugna alguna formación política) que sin previa denuncia se le dote a la mujer de protección penal contra su agresor, pues lo que hay que hacer es animar a que se denuncie la agresión machista. Como tampoco lo es que se equipare la violencia de género a la violencia familiar en general, tratando de restar importancia a los comportamientos machistas en el ámbito familiar y, por el contrario, cargar la culpa sobre las mujeres sometidas (propuesta programática de otra formación política).
No permitamos que se nos instrumentalice desenfocando el machismo propio del sistema patriarcal en el que estamos inmersas reduciéndolo al Código Penal, pues por más que se acuda a este, los ataques machistas no se reducirán hasta que la sociedad en conjunto aúne esfuerzos para que las mujeres nos sintamos en igualdad de condiciones en todos los ámbitos.
Reivindicar más dureza en el castigo penal es una solución relativamente fácil para el legislador. Sin embargo, centrar los esfuerzos en el trabajo de cuidados, en reducir la brecha salarial, en educar para la igualdad o en proscribir los comportamientos “micromachistas” sí requiere un gran esfuerzo institucional y no pocos recursos económicos.
Para combatir la violencia de género o el comportamiento machista sobre la mujer, la sociedad tiene varias herramientas: entre ellas, la educación en las escuelas o la prevención mediante campañas que invoquen el principio de no discriminación y de dignidad humana tanto en el ámbito laboral como en el social y convivencial. La última herramienta la constituye el castigo o la sanción de carácter penal. Es decir, cuando el sujeto no atiende a las demandas sociales de trato igualitario y se adentra en comportamientos violentos con efectos degradantes contra la dignidad de la mujer, es entonces cuando debe activarse con todo su rigor el elenco de medidas recogidas en el Código Penal.
Por sus efectos sancionadores, que incluyen desde la incomunicación hasta la pena de prisión, pasando por la inhabilitación para el ejercicio de la patria potestad, se ha entendido que el concepto penal de comportamiento machista ha de ser necesariamente más limitado que el concepto social. Por tanto, no todo acto violento de un hombre contra una mujer constituye un acto machista. Cualquier agresión no pone en peligro la dignidad y la igualdad de la mujer, pese a que en la mayoría de los casos sí ocurra de este modo. Así, la carga de la prueba acerca de que un acto violento concreto es machista corresponde a la víctima.