Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
El voto en blanco: ¿un nuevo actor político?
En noviembre saltaron todas las alarmas. Según las encuestas de intención de voto para las elecciones legislativas colombianas que se celebraron el 9 de marzo pasado, el voto en blanco alcanzaba entre el 23% y el 30% de preferencia y amenazaba con convertirse en la primera opción política de los colombianos. Todos los candidatos se apresuraron a introducir en sus argumentarios de campaña referencias al peligro del voto en blanco; los columnistas se esforzaron en mostrar que sí había políticos honestos y capaces por los que votar; y el diario El Espectador no se anduvo por las ramas: a mediados de enero, cuando alguno de los comités promotores del voto en blanco comenzaba a tener espacio en los medios, publicó que las mismísimas Farc proponían el voto en blanco, aunque de la transcripción literal de las declaraciones en el cuerpo de la noticia no se desprendía llamamiento alguno que justificara tal titular.
Una cuestión que cobra relevancia en esta época de indignación es la de cómo expresar el puro disenso. Las elecciones no son un mecanismo válido en tanto que sólo permiten expresarlo mediante el apoyo a una propuesta concreta de cambio, que será la que obtenga -si es el caso- la legitimidad social y la fuerza electoral necesarias para realizarse en la práctica. No hay vacíos en política. Sin embargo, creo que hoy en día hay muchos electores deseosos de deslegitimar de forma contundente a las elites políticas y promover cambios drásticos en el sistema político e institucional, pero a los que no convencen las opciones que se muestran como alternativas o que necesitan confrontarlas con otras propuestas de cambio en un debate nacional abierto. ¿Cómo pueden estos electores moderados deslegitimar lo existente y forzar el debate sobre el cambio? ¿Cómo puede un elector castigar al sistema político sin legitimar al mismo tiempo una composición distinta del mismo?
La manifestación electoral de la indignación ha sido el “voto bronca”, que en las elecciones legislativas argentinas de octubre de 2001 llevó los votos blancos y nulos al 22%, cuando en las elecciones anteriores había sido inferior al 4,5%, restando a los partidos 4,4 millones de votos. Sin embargo, en Argentina fue el voto conscientemente anulado, y no el voto en blanco, el que obtuvo un crecimiento más espectacular.
En Colombia el voto en blanco se configura como una auténtica opción con efectos jurídicos propios. En la Sentencia C-490 de 2011, que juzgaba la constitucionalidad de la Ley 1475 de 2011, conocida como “Reforma política”, la Corte Constitucional declaró que el voto en blanco es “una valiosa expresión del disenso con efectos políticos a través del cual se promueve la protección de la libertad del elector y como consecuencia de este reconocimiento la misma Constitución le adscribe una incidencia decisiva en procesos electorales”. El parágrafo 1º del art. 258 de la Constitución colombiana, introducido en 2009, obliga a repetir por una sola vez cualesquiera elecciones, salvo la segunda vuelta presidencial, “cuando del total de votos válidos, los votos en blanco constituyan la mayoría”, lo que fue interpretado por la Corte como al menos un voto más de la mitad de los votos válidos, declarando inconstitucional el artículo de la Reforma política según el cual bastaba que el voto en blanco hubiera obtenido más sufragios que la lista más votada. En las nuevas elecciones, si son a cargos unipersonales no podrán presentarse los mismos candidatos, mientras que si son a corporaciones públicas, se excluyen las listas que no hubieran superado la barrera electoral.
Para ello se habilita una casilla en la papeleta electoral (conocida como el “tarjetón”) que debe ser marcada, de suerte que se distingue entre votos en blanco y votos no marcados, no computando estos últimos para la repetición de las elecciones, y se permite la inscripción de partidos y agrupaciones de electores promotores del voto en blanco con igualdad de acceso a la propaganda y la financiación que aquellos que presenten listas, en cuyo caso se crearían casillas propias de voto en blanco para cada grupo promotor a efectos de computar los votos que darán derecho a la financiación pública. Ninguno de los promotores del voto en blanco ha conseguido en Colombia las 50.000 firmas necesarias para la inscripción.
No cabe duda de que el colombiano es el primer sistema que se ha tomado en serio el voto en blanco, pero la solución adoptada es discutible. Si el voto en blanco se considera una opción política “valiosa” que merece producir efectos, habrá que hacerlo en igualdad de condiciones con el resto de electores, es decir, asignándole los escaños que le correspondan, que permanecerían vacíos como símbolo del descontento ciudadano, y no atribuyéndole un único efecto excepcional como es la repetición de las elecciones. En el caso de las elecciones unipersonales, la prohibición de presentar los mismos candidatos a las nuevas elecciones supone un castigo a la elite política que es coherente con la idea de voto protesta, pero en el caso de las elecciones a órganos colectivos, la repetición de las elecciones tendría el efecto paradójico de reforzar a los partidos contra los que se protesta. Ello es así porque es previsible que, de obtener el voto en blanco más de la mitad de los sufragios, serían pocos los partidos que sobrepasarían el umbral electoral. Éstos podrían volver a presentar sus listas a las nuevas elecciones, en las que no participarían las minorías, por lo que su porcentaje de votos sería superior al obtenido en la elección anulada. El voto protesta se convierte así en un instrumento de reducción y refuerzo del sistema político existente.
La utilización del voto en blanco como voto protesta en Colombia se ha producido en las elecciones al Parlamento Andino. En 2010 ya fue la opción más votada, aunque no consiguió superar la mitad de los votos válidos. En las elecciones del pasado domingo sí la ha superado, después de que los partidos que integran la coalición de apoyo al presidente retiraran sus candidaturas y se ejecutara una poderosa campaña publicitaría en favor del voto en blanco por buena parte de los líderes de opinión. Se trataba de impedir la elección de un órgano cuando ya existe acuerdo para que deje de ser de elección directa, aunque la ley colombiana de reforma del sistema de elección no ha podido entrar en vigor porque está pendiente del control previo de constitucionalidad. En este caso, el voto en blanco, más que un voto protesta, es un voto de apoyo al poder ejecutivo en sus planes de supresión del Parlamento Andino y de presión sobre la Corte Constitucional para que lo valide.
Al final el voto en blanco en las elecciones a Cámara y Senado en Colombia ha quedado en un porcentaje asumible, pero la deslegitimación del sistema político colombiano es patente. A las viejas prácticas del cacicazgo electoral, las dinastías políticas, la compra de votos y la cooptación de los electos por el crimen organizado, se suma una bajísima participación. Si del raquítico 43,5% de participación en la elección del Senado -la Cámara principal en el sistema colombiano- restamos los votos en blanco, los votos no marcados y los votos nulos (más de un 10% por segunda elección consecutiva), resulta que sólo un 22% de los colombianos con derecho a voto ha votado por alguien en estas elecciones. Algo querrán decir los electores.
En noviembre saltaron todas las alarmas. Según las encuestas de intención de voto para las elecciones legislativas colombianas que se celebraron el 9 de marzo pasado, el voto en blanco alcanzaba entre el 23% y el 30% de preferencia y amenazaba con convertirse en la primera opción política de los colombianos. Todos los candidatos se apresuraron a introducir en sus argumentarios de campaña referencias al peligro del voto en blanco; los columnistas se esforzaron en mostrar que sí había políticos honestos y capaces por los que votar; y el diario El Espectador no se anduvo por las ramas: a mediados de enero, cuando alguno de los comités promotores del voto en blanco comenzaba a tener espacio en los medios, publicó que las mismísimas Farc proponían el voto en blanco, aunque de la transcripción literal de las declaraciones en el cuerpo de la noticia no se desprendía llamamiento alguno que justificara tal titular.
Una cuestión que cobra relevancia en esta época de indignación es la de cómo expresar el puro disenso. Las elecciones no son un mecanismo válido en tanto que sólo permiten expresarlo mediante el apoyo a una propuesta concreta de cambio, que será la que obtenga -si es el caso- la legitimidad social y la fuerza electoral necesarias para realizarse en la práctica. No hay vacíos en política. Sin embargo, creo que hoy en día hay muchos electores deseosos de deslegitimar de forma contundente a las elites políticas y promover cambios drásticos en el sistema político e institucional, pero a los que no convencen las opciones que se muestran como alternativas o que necesitan confrontarlas con otras propuestas de cambio en un debate nacional abierto. ¿Cómo pueden estos electores moderados deslegitimar lo existente y forzar el debate sobre el cambio? ¿Cómo puede un elector castigar al sistema político sin legitimar al mismo tiempo una composición distinta del mismo?