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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Guillermo Carazo

18 de abril de 2021 21:54 h

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Jueves, 11 A.M. Alberto García-Alix abre el portón del estudio. A la izquierda, su Harley-Davidson. Seguida a esta, una inabarcable biblioteca donde la historia ocupa un peso considerable. Siempre imaginé que este espacio olería constantemente a químico –revelador, paro y fijador–, pero hoy no se revelan carretes.

El origen etimológico de la palabra fotografía –phōs, luz; graf, escribir–; significa escribir con luz. Alberto García-Alix (León, 1956) es un escritor que habita la mirada de un fotógrafo. Sus imágenes y textos son de carne y hueso, de sales de plata y grafito. La poética de los títulos de sus fotografías y su “colección de futuros cadáveres” –como él se refiere a los retratos– son historia de la fotografía contemporánea. 

Prueba de ello son los diversos premios que se le han otorgado: Premio Nacional de Fotografía 1999, Premio de Fotografía de la Comunidad de Madrid en 2004; Premio PHotoEspaña 2012. En ese mismo año, fue nombrado Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia; Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes de España en 2019. No obstante, este último reconocimiento no representó eficientemente al premiado pues así fue definido por el Ministerio de Cultura: “Reconocido por sus retratos en blanco y negro de personajes de aire marginal y de estética rockera”. Descripción que a García-Alix no le agradó: “Dice muy poco del conocimiento de mi obra. Si hoy fuera abril del 88, lo entendería, pero los tiempos son otros y mi obra desde entonces ha evolucionado mucho. Marginales son los políticos que viven en otra esfera alejada de la realidad. La nota que se dio a la prensa muestra también la simplicidad y el desconocimiento con que nos juzgan. Será halagadora la medalla, pero realmente qué aporta. ¿Reconocimiento? Tengo un par de amigos a quienes se la dieron y murieron en situación precaria. ¡Ni venderla podían, no es de oro!”.

García-Alix recibe a elDiario.es en su estudio ubicado en el castizo barrio de Tetuán. Desde hace ocho años, allí se encuentra su laboratorio fotográfico –un cuarto oscuro sacro, para amantes de lo analógico–, germen de icónicas imágenes. Y la oficina de la editorial independiente Cabeza de Chorlito, que codirige junto a la artista suiza Frédérique Bangerter. Esta pulsión editorial le viene desde los años 80, cuando fundó la revista colectiva El canto de la tripulación (1989-1997) que, entre otros autores y autoras, imprimió por primera vez los relatos de Ray Loriga.

Este reportaje es el resultado de tres horas de diálogo –y un carrete de 120 mm Kodak Tri-X 400, el favorito de Alberto– con un embajador de la cultura nacional, que ha llevado su obra “por todo el mundo”. La excusa del encuentro es la nueva edición de su libro Moriremos mirando: Textos completos (La Fábrica, 2021), que reúne toda su obra escrita –ensayo, crónica, artículo, poesía, guion cinematográfico– entre 1987 y 2020. Más de 50 textos y 55 fotografías que amplían la primera edición que fue publicada en 2008 y que, a día de hoy, está agotada.

En el estudio, Pilar Román, ayudante de García-Alix, escanea negativos para un próximo fotolibro con material de archivo. “¿Por qué año vamos?”, pregunta Alix a Román. “Por finales del 81”, contesta ella desde su puesto de trabajo. Alberto García-Alix comenzó a disparar en 1976, lleva 45 años utilizando la luz para emulsionar imágenes latentes sobre películas fotográficas. Esas que desconocen la anatomía cuadrilátera del píxel. Esa fotografía que (desgraciadamente) parece estar en peligro de extinción.

Alix lleva dos años visitando regularmente el Museo Nacional del Prado. En la pinacoteca madrileña está realizando su (hasta el momento) última evolución artística. El fotógrafo me muestra en primicia las imágenes –algunas fantasmagóricas– que está creando basándose en las pinturas y esculturas que se exponen en la salas del Prado. Alix retrata, hace respirar y vuelve a dar vida a la historia de España. “Las posibilidades son infinitas”, opina el artista oriundo de León. “Yo me convierto en El Greco, le cojo la pincelada”, añade.

Un escritor que habita la mirada de un fotógrafo

En 1986 empezó a publicar textos en la revista Sur Exprés, más adelante en el dominical de El País, y en 1989 fue “el capitán que dirigía la nave” de El canto de la tripulación. ¿Siempre sintió esa pulsión por la edición y por el texto paralela a la de la fotografía?

Por el papel. Empecé en el 76, con Ceesepe [pintor e ilustrador] teníamos la Cascorro Factory y editábamos cómics underground. Montxo Algora traducía los cómics americanos, y nosotros los pirateábamos y los editábamos en español.

Cuando conocí a mi actual pareja, Frédérique Bangerter, montamos una nueva editorial que se llama Cabeza de Chorlito. Es maravilloso conseguir hacer sueños en papel.

En la introducción de su libro, Nacho Fernández Rocafort –docente y editor de Moriremos mirando– argumenta que “escribe de manera compulsiva”, ¿es cierto?, ¿su relación con la fotografía es similar?

A mí escribir me cuesta mucho, me cuesta ponerme (...) Posiblemente también me sienta un poco con ese complejo de impostor, yo no soy escritor. Pero por a, por b o por c escribo, y siempre gira en torno a mi propia experiencia vital. 

Escribir es un ejercicio que me lleva tiempo, lo que más me ha costado han sido los guiones. El de la película De donde no se vuelve sufrí muchísimo para hacerlo, me encerré seis meses en China y al mismo tiempo rodar allí (...) Mis creaciones audiovisuales las dirijo desde el guion. Necesito un guion muy preciso. Es en el guion donde encuentro el ritmo. Para la imagen tengo muchas más defensas, con la imagen me siento más poderoso.

En ese guion realiza una animalización de uno de los conceptos que más se repiten cuando habla sobre su obra: la intencionalidad, dice que “es un cangrejo ermitaño alimentándose de tu corazón y viviendo en el caparazón de tus ojos”.

Lo símil, la metáfora y el aliento poético: lo tengo, y lo empleo para decir lo máximo con lo mínimo. No sé por qué lo tengo porque no leo poesía.

En una entrevista contestó a la fotógrafa y escritora Mireia Sentís que no suele terminar de leer ensayos de fotografía –como los firmados por Roland Barthes, Susan Sontang o Joan Fontcuberta–; “porque siempre aparece otro [libro] que te interesa más, sea un relato histórico o una novela”. ¿Esto sigue siendo así?

Cuando era joven, intenté leer La cámara lúcida (Ed. Gallimard, 1980) de Roland Barthes, no pude con ello. Recuerdo que Sontag me atrapó un poco más, pero poco. Yo he tenido una educación más emocional que otra cosa, para bien y para mal. He sido completamente autodidacta. Cuando empecé no había libros de fotografía. Yo no conocía a otros fotógrafos que trabajaran de la fotografía. Mi amigo Fernando es el que me inicia en la fotografía. Él era como yo, un diletante de la fotografía.

Un horizonte falso

García-Alix mira profundo –fijamente–, como queriendo hallar algo detrás de tus retinas. Se comunica con calma, piensa cada verbo y ejerce su derecho a la pausa para transmitir exactamente lo que quiere decir. La entrevista solo se detiene para recepcionar paquetes de libros o para hablar con su compañera Frédérique Bangerter sobre los próximos pasos de su editorial. Entre Alix y yo, una cámara Mamiya de 6x7 con la que disparaba en los años ochenta.

Siento que su intención nunca fue documentar, sino contar.

Sí, nunca he buscado documentar como tal. No. Los textos nunca los releo una vez escritos. Las fotos, obligado. Me da muchísimo pudor. Me ha costado un esfuerzo muy grande releer estos textos para corregir. Menos mal que la edición la ha hecho Nacho [Fernández Rocafort].

Titular sus imágenes fue el principio.

Los títulos de las fotografías fueron mi primera pulsión literaria. Eran una puntuación a la imagen. Era mi pensamiento añadido a la imagen. Justo antes de hacer las primeras fotos había dejado la carrera de Derecho y, por un momento, pensé en ser periodista. Me había escapado de casa de mis padres y me había ido a Portugal. Luego quise hacer cine, pero llegué un día tarde para hacer los papeles de la matrícula. Entonces me alisté en Ciencias de la Información, en la rama de Imagen, pero ya para entonces no hacía nada más que ponerme y perder el tiempo. Y en un mal ácido, decidí que tenía que hacer algo, tuve miedo. Fue un ácido raro, veía como un pasillo y muchas puertas. Yo sabía lo que me esperaba detrás de cada puerta: todo era siempre un fracaso. Tuve tal miedo que decidí que me tenía que disciplinar, hacer algo. Y por hacer algo, entré en el laboratorio.

Sus fotografías nunca han sido ortodoxas, pero es notorio que en los últimos años crea imágenes que se acercan a la abstracción: dobles y múltiples exposiciones sobre un mismo negativo, desenfoques, etc. ¿De dónde nace este diálogo subjetivo e irreal?

Al principio era recoger lo que veía. Hoy no. Hoy la fotografía es un espacio donde puedo ser yo e inventarme.

¿Qué busca ahora?

Busco muchos caminos. Hay una ida y una vuelta. Busco ver. Busco componer. Busco verme. Busco sentirme. La fotografía ya se ha convertido en un ejercicio físico. La fotografía lo que realmente me pide es un diálogo con lo que veo. Ese diálogo que tenía antiguamente de: ‘es así’, ya no lo tengo. Es así porque yo quiero que sea así, pero no es así. No soy el mismo hombre que hacía fotos en los años 90.

¿Cómo ha transitado su intencionalidad en estas más de cuatro décadas disparando?

La intencionalidad lo es todo en la creación. Yo me siento un retratista, un retrato es una posición. Haga lo que haga. Retratar implica una posición, donde me posiciono implica una intencionalidad. No es una instantánea que pillas.

Escribe que la imagen es “el más grande espejo jamás soñado por el hombre” y que “su evaluación es un hecho consumado”. En tiempos de Instagram, ¿qué lugar ocupa la fotografía de autor en esta red social?, ¿se pierde la poética de lo analógico en la red?

La poética no tiene por qué perderse, la poética de la imagen, me refiero. Lo que se pierde, muchas veces, es la capacidad analítica-crítica porque el bombardeo es terrible. No solo es la imagen, sino la velocidad del consumo. Tengo Instagram, lo empleo para poner fotos de motos, por amor a la moto, por una ópera visual sobre la moto, para los amigos, para los que aman la moto. Esa es mi intencionalidad, lo demás me da igual. Tampoco soy un consumidor de redes, hace dos meses perdí la contraseña de Facebook y me da igual.

Me gusta de las redes que puedes sacar el archivo. Sacar a la luz la documentación. 

Pero nunca buscó documentar.

Nunca pensé en hacer documentación, pero al final es documentación: el pasado de una gente, de unas inquietudes; siempre está ese espejo implícito en la imagen. Por la técnica, por lo material, por la ropa, por lo que sea: siempre es documentación de otro tiempo y de otra gente que ya no existe y pasó. 

Encuentro, a veces, muchos prejuicios. Yo no fotografíe la Movida, ya hubiera querido. Yo siempre fotografié mi pequeño entorno. La Movida no era la heroína, eso era mío. Había, sí, pero no es lo mismo. Ni fui a los conciertos de noche, ni al Rock-Ola a hacer fotos. Sí fotografié y retraté a los amigos, que todos éramos actores de aquel momento. No tenía ninguna intencionalidad en documentar lo que pasaba. En eso, Miguel Trillo hizo un gran trabajo. 

En la colección Conversaciones con Fotógrafos (La Fábrica y Fundación Telefónica, 2001) dijo al editor José Luis Gallero: “El retrato está lleno de limitaciones por un motivo muy simple: la cara no es el espejo del alma”. Esto fue en 1998, en cambio, un año antes en su texto El arma de un crimen escribió: “¿No sé dice que con la luz y el diafragma adecuado la cara es el espejo del alma? Juraría que lo he oído. Además, no miento si digo que lo he creído. Y, más a más, posiblemente sea verdad”. ¿En sus retratos está latente el alma de sus protagonistas?

He logrado captar un suspiro. Sí puedes acercarte a la personalidad, sí puedes acercarte a pulsarlo, pero qué es el alma y qué verdad esconde. Para mí el retrato es un ejercicio donde yo, intencionadamente, posiciono, ensalzo, levanto, puedo hacer lo que quiera. Luego está la complejidad de la luz; la luz es el traje de la fotografía. No a todo el mundo le va la misma luz. Hay luces muy duras que pueden ponerle verdad a ese rostro. Para mí la fotografía es un ejercicio, me cuesta. Necesito predisponerme. Coger la cámara pesa porque pide respuestas.

Se le han otorgado diferentes galardones, sin ir más lejos tiene que recoger dentro de poco la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, ¿qué significado tienen para usted los premios?

Los creadores, si recibimos algo, realmente vale para poco y aporta aún menos. La Medalla de Oro de Bellas Artes debería servir para que el Estado se implicara en dar a conocer la obra por los canales que tiene el Ministerio de Cultura, y también ir pensionada, y así sería un galardón importante a toda una vida de trabajo y esfuerzo. Aquí solo tiene medalla pensionada la policía. Billy el Niño, medalla pensionada... ¿Qué jubilación nos queda a los creadores autónomos de este país? Mi jubilación creo que no llega a los 800 euros e imagino que igual pasa con la mayoría de los premiados.

Durante esta última década, ha creado e investigado el lenguaje cinematográfico –la nueva edición de Moriremos mirando: Textos completos incluye dos guiones más que la anterior, un total de siete–, ¿qué ha encontrado en la imagen en movimiento?

Siempre tuve interés en el cine. Hubo películas que marcaron mi entendimiento de la imagen.

¿Como cuáles?

Creo que todo el cine negro americano. El tercer hombre me impactó muchísimo. El tesoro de Sierra Madre, ver el sudor que caía de los rostros, la pesadez del ambiente. 

¿Qué está escribiendo ahora?

Llevo tres años preparando una película de ficción. No puedo producir como produje De donde no se vuelve, que lo realicé con mi dinero. Para una película no tengo el dinero suficiente, he invertido mucho en investigación. Estoy intentando ver si me dan la ayuda al cine de la Comunidad de Madrid para poder acabar el guion. Necesito encerrarme mínimo tres meses y matarme todas las noches porque es la historia de un hombre que se mata, y es la última noche en esa habitación. Es un guion de ficción basado en un hecho histórico que pasó, él era un piloto de motos.

El pulso

García-Alix me invita a conocer su laboratorio. Allí expone su preocupación por la latente desaparición de la industria auxiliar de la fotografía analógica: la dificultad de conseguir químicos, carretes y diferentes materiales precisos para nutrir su arte.

“Alberto, ¿tienes por ahí tu Hasselblad?”, le pregunto. Alix agarra su cámara de medio formato y, con la misma tranquilidad con la que se expresa, me mira por su visor de cintura. Le enfoco por el mío –veo al retratista más relevante de toda una generación–, cojo aire y disparo al maestro. Esa era mi última fotografía del rollo. Acciono la manivela, subo el espejo: no paso la fotografía; pienso realizar una doble exposición sobre el mismo negativo. Apunto a sus manos mientras agarran su cámara. Abro un punto el diafragma –f 2,8–, utilizo una obturación más lenta –1/30 seg–. Enfoco. Inspiro. Disparo. Retrato al retratista. Termino el carrete. “Ahora solo queda el azar”, concluyo Alix.