150 años de arqueología en España, un largo trayecto desde la ignorancia

El año del arte contemporáneo madrileño ha girado un poco en torno a la arqueología, desde el Canon de Mateo Mate a la arqueología del presente-futuro de Daniel Canogar en Alcalá 31 o de Marian Garrido en sendas instalaciones en La Casa Encendida y la Sala de arte Joven. Será casualidad, pero este año se han cumplido 150 años de la institución y lógicamente se celebra.

Aunque, como vivimos en tiempos algo raros, El poder del pasado (hasta el 1 de abril de 2018) no está dedicada al museo ni está organizada por el mismo. La carga fundamental ha sido asumida por otra institución, Acción Cultural Española, organismo oficial con mucha menos prosapia, nacido apenas hace siete años. La extrañeza aumenta si se tiene en cuenta que el Nacional podría haber realizado esta muestra recurriendo a sus propios fondos, pero lo que se contempla son mayoritariamente objetos de los Arqueológicos autonómicos, provinciales o municipales.

El Arqueológico Nacional sufrió una remodelación muy a fondo hace unos pocos años y esta exposición se aprovecha de ello. En términos generales puede decirse que El poder del pasado adopta una estrategia pedagógica. Es lo normal, dado que la historia de la arqueología en España, uno de los países con mayor y más variado patrimonio en todo el mundo, no ha figurado entre nuestros grandes puntos de interés.

Bien es cierto que el expolio de España en América fue de oro y plata fundidos, más que de piezas artísticas, mientras los más tardíos colonialismos de Francia o el Reino Unido llegaban ya con cierto aroma ilustrado y los objetos se valoraban por su carácter histórico-artístico. De ahí que los dos ejes más populares en la arqueología tradicional, Grecia y el Medio Oriente (incluyendo a Egipto) estén representados muy malamente en las colecciones de nuestro país. Hay objetos griegos de sus colonias españolas, pero nada que ver con una Victoria de Samotracía, una Venus de Milo (Louvre), una Leona herida o los Mármoles del Partenón (British Museum).

Aclarado esto, explicar que la exposición está muy bien. En sus diferentes apartados se va narrando, mediante piezas, textos y dioramas, la evolución de la arqueología en España y al mismo tiempo los diferentes apartados en que se han ido distribuyendo los hallazgos de este siglo y medio.

Todo empieza en Altamira

En gran medida la arqueología española nació con Altamira, descubierta en 1868, apenas un año después de la fundación del Arqueológico. La España fernandina e isabelina fue una catástrofe también en este aspecto y el país, increíblemente rico en restos arqueológicos, tenía dejado ese y otros patrimonios de la mano de dios. Altamira, cuyas pinturas no se encontraron hasta casi diez años después del descubrimiento de la cueva, supuso una especie de despertar. En aquellos momentos aún no se conocían pinturas rupestres tan elaboradas (Lascaux en Francia no sería descubierta hasta 1940) y Altamira tuvo una gran significación.

La exposición en sí comienza con los antecedentes de la arqueología refiriéndose al fenómeno del anticuarismo. Derivado de los gabinetes de curiosidades del Barroco que en España no tuvieron gran extensión, fue impulsado por los primeros Borbones, sin duda impactados por las excavaciones de Pompeya y Herculano, realizadas cuando Carlos III era rey de Nápoles. El comienzo de la primera arqueología científica llegaría a mediados de siglo XIX y en España se data en 1862, cuando se descubrió un hacha de sílex en Madrid. Es destacable el papel de los médicos en el estudio de restos humanos. Aún no había tantos arqueólogos especialistas y otros profesionales liberales dedicaban parte de su tiempo a análisis botánicos, geológicos, químicos y demás.

La exposición, que es amplia, sigue con la Consolidación de la arqueología moderna (1912-1960), un periodo de medio siglo que incluye apartados reveladores como Un proceso nunca culminado. La penúltima sección ocupa el último medio siglo que llega hasta nuestros días, dejando una última, más breve, sobre el futuro. Ahí entrarían los artistas contemporáneos mencionados al principio. Estas divisiones de medio siglo parecen lógicas solo hasta cierto punto y de hecho, cada una de ellas está subdividida en múltiples subsecciones. A la visita no le hace ningún mal, porque el paso de un espacio a otro está bien expuesto.

Por supuesto, lo exhibido es una parte infinitesimal de los fondos arqueológicos españoles y los ejemplos están muy bien, prácticamente sin excepción. Como decíamos, no están las piezas señeras y más famosas del mismo Nacional como el Tesoro del Carambolo, la Dama de Elche, los mosaicos romanos, la Corona de Recesvinto o el Báculo del Papa Luna, entre otros muchos. Pero estas piezas pueden contemplarse en la exposición permanente y esas relativas ausencias pueden entenderse positivamente en lo que respecta a la coherencia general. No hay superpiezas, pero todas son excelentes y demandan atención.

Faltan piezas por algo

Esto puede analizarse desde un punto de vista no tan inocente. El comisario de la exposición ha sido Gonzalo Ruiz Zapatero (Soria, 1954) uno de los grandes nombres de la arqueología española, especializado en la Península Ibérica. Lo notable es que Ruiz Zapatero es un catedrático de la Complutense, no un conservador del Arqueológico. Aunque nunca se reconocerá, la decisión es política. Un comisariado externo, con el apoyo de Acción Cultural, puede hacer lo que un conservador del Nacional no podría hacer sin que cantara mucho: pasar del museo y dirigirse a las muchas instituciones locales que poco a poco pero sin respiro han ido adecentando el panorama expositivo de la arqueología española.

En un país donde las reclamaciones cruzadas sobre devoluciones de patrimonio siguen a la orden del día, es probable que esta estrategia sea un detalle de reconocimiento que esas instituciones, a veces reclamantes, agradecerá. Al visitante le recuerda que una arqueología muy fascinante se extiende por todo el país. Solo hay algo preocupante: que no haya el menor signo de arqueología industrial o protoindustrial. Encontrar un telar a vapor de principios del XIX puede valer tanto como una excavación en la tierra. Aún no hemos dado ese paso.