La “arquitectura para todos” de Balkrishna Doshi enseña que habitar es compartir con el otro
Sorprende que el trabajo del arquitecto Balkrishna Doshi (1927-2023), ganador del premio Pritzker en 2018, no tuviese un lugar en las agendas museísticas hasta tres años antes de su muerte, la cual tuvo lugar el pasado mes de febrero a los 95 años. Resulta igualmente chocante que su obra ocupara un lugar tan escuálido en el círculo de las publicaciones arquitectónicas, por no hablar de su presencia en los tratados de historia de la arquitectura moderna. Se trata de un brete que, a pesar del olvido recurrente, instituciones como el Vitra Design Museum, la Wüstenrot Foundation, la Vastushilpa Foundation y ahora el Museo ICO, en Madrid, se esfuerzan por superar.
Diseñada y comisariada por Khushnu Panthaki Hoof, nieta del arquitecto y directora de la fundación Vastu Shilpa, la retrospectiva que el ICO acoge sobre la obra del arquitecto, sintetiza entre planos de colores vivos, instalaciones, películas, pinturas, collages de textos y fotografías el saber atávico del arquitecto indio. La muestra –tras su paso por Nueva Deli, Shanghái y, en última instancia por el museo de Frank O. Gehry en el campus de Vitra de Weil am Rhein (Alemania)― llega ahora al Museo ICO y se expone allí como una “celebración del habitar”, expresión que el mismo arquitecto eligió para definir su práctica.
Rompiendo con ese convencionalismo que quiere que un edificio esté siempre representado en un ambiente estéril, libre de cualquier contaminación orgánica, sus edificios, en la exhibición, se presentan habitados: asociados a cuerpos, a rostros que revelan su razón de ser y justifican el título de la exposición: Balkrishna Doshi. Arquitectura para todos. Y es que su legado es el de una arquitectura que, en búsqueda de una identidad poscolonial, evitó los peligros gemelos de la tecnología desarraigada y la nostalgia folclórica. El de una arquitectura que se inscribe de Bombay a Jaipur en convergencia con el clima, la cultura y las tradiciones de una India ya independiente.
Cuando Doshi estudió arquitectura por primera vez en Bombay, a finales de la década de 1940, insatisfecho con su educación, viajó a Londres, se encerró con un amigo durante meses en la biblioteca del Royal Institute of British Architects y allí, al abrigo de los libros y en el transcurso de una conferencia, conoció a Le Corbusier, a quien se le había encargado diseñar la nueva ciudad de Chandigarh (India). Sin pensarlo, Doshi se mudó a París para trabajar en el número 35 de la rue de Sèvres, donde permaneció durante cuatro años. El pequeño atelier de Le Corbuiser se había convertido en una especie de laboratorio de ideas para la nueva tradición internacional, y los volúmenes de la oeuvre complète aseguraban gran cantidad de seguidores. Arquitectos tan distintos como Kenzō Tange en Japón y Paul Rudolph en Estados Unidos extrajeron enseñanzas de la expresión monumental y los ecos arcaicos de la arquitectura del maestro suizo.
Balkrishna Doshi –al igual que otros arquitectos indios de su generación como Charles Correa, Anant Raje y Raj Rewal–, no fue ninguna excepción; en la India recién independizada, el Movimiento Moderno fue tanto un proyecto político como arquitectónico. Las características distintivas del estilo de Le Corbusier: las estructuras de hormigón visto, el espíritu de la industralización y la monumentalidad anticipaban el futuro y Doshi quería formar parte de él. Cuando regresó a la India en 1954, fue a Ahmedabad, hogar de la burguesía textil de los Lalbhai, donde supervisó la construcción de los proyectos de Le Corbusier.
Bajo el mecenazgo de los Lalbhai montó su primera oficina y levantó otra efigie. En 1962, el científico y activista social Vikram Sarabhai fundó el Instituto Indio de Gestión en Ahmedabad y, por sugerencia de Doshi, invitó a otro tótem de la modernidad, el arquitecto estadounidense de origen estonio Louis I. Kahn, a diseñarlo conjuntamente. Su proyecto combinó dormitorios, salas de conferencias y una biblioteca en un denso barullo de espacios interiores y exteriores, hilvanados por medio de una audaz celosía de ladrillo visto (ahora bajo amenaza de demolición).
Kahn inspiró a Doshi de la misma manera que lo había hecho Le Corbusier: con una arquitectura y una filosofía que aspiraban a valores atemporales sin dejar de ser auténticamente modernas. Sin embargo, a pesar de la inapelable belleza de las abstracciones escultóricas que erigió junto a Le Corbuiser y de los poemas de luz y hormigón que escribió con Kahn, ambas experiencias le reportaron a Doshi una satisfacción mixta. El sol implacable, los vientos cálidos y la furia del monzón daban cuenta de que sus diseños, para sobrevivir, debían propiciar un pacto con la naturaleza aún por descubrir.
Aunque la muestra exhibe una jerarquía expositiva manifiestamente legible en programas que discurren desde lo doméstico a lo dotacional, subraya en todo momento la imposibilidad de separar la obra de Doshi de aquello que él mismo señaló en 1954: “Parece que debería hacer un juramento y recordarlo durante toda mi vida: proporcionar a la clase más baja una vivienda adecuada”. Acaso su mejor destreza fue esa: en ese confluir de escalas, no olvidar nunca esa promesa.
Como atestiguan las paredes del Museo ICO, Doshi diseñó numerosos complejos de viviendas de bajo costo en Ahmedabad (1959): una urdimbre de unidades abovedadas con patios traseros que recalcan la ambivalencia entre la calle y la casa. Al enfrentarse a los barrios marginales resultantes de los éxodos migratorios del campo a la ciudad, ideó formas de aprender de su compleja organización social. Las viviendas de Aranya en Indore (1983) proporcionaron un núcleo de comodidades higiénicas básicas y permitieron la construcción de ampliaciones propias en una aglomeración en constante crecimiento. De una manera un tanto utópica, Doshi esperaba volver a vincular la sociedad moderna desarraigada con la armonía de la naturaleza.
Muchas décadas antes de que se pusiera de moda, Doshi abrazó la sostenibilidad, y estudió los ejemplos urbanos de la arquitectura vernácula india como la ciudad desértica de Jaisalmer (siglo XII) con su fusión de patios interiores y exteriores o las residencias haveli: un enjambre de casas adosadas con terrazas escalonadas, para luego aplicar esa sapiencia en Amdavad ni Gufa (1990), donde utilizaría bóvedas cerámicas forradas de trencadís para alumbrar un espacio que se asemeja a una cueva fantástica. Allí, el éxito residió en combinar los tejados de los templos jainistas con unas columnas arbóreas que recuerdan a las diseñadas por Gaudí en el Parc Güell.
Balkrishna Doshi heredó la creencia de Gandhi en el valor de una vida ligada a la naturaleza junto a la querencia de recuperar la arquitectura vernácula, pero dentro de los esquemas nacionales de socialismo, secularismo e industrialización por los que abogaba Jawaharlal Nehru, primer ministro de la India independiente.
Esta exposición es importante por la vigencia de las ideas de Balkrishna Doshi y la esperanza que suscitan sus propuestas; porque su arquitectura nos recuerda que el habitar es aquello que estamos dispuestos a compartir con el otro
Con todo, cuando los temas de ayer y de hoy son los mismos, con la salvedad de que ahora el mundo asiste ojiplático a propuestas urbanas faraónicas como la de NEOM The Line, ―donde a través de una estética futurista se propone una idea de 'modernidad' que araña los símbolos de la nacionalidad y luego los empaqueta en nociones sobre eficiencia energética, innovación, alta tecnología, sostenibilidad y greenwashing a partes iguales―, Balkrishna Doshi es todavía una figura por descubrir y reivindicar. Por todo ello, esta exposición es tan importante: por la vigencia de sus ideas y la esperanza que suscitan sus propuestas; porque su arquitectura nos recuerda que el habitar es aquello que estamos dispuestos a compartir con el otro.
Que la modernidad de Doshi es singular y que Doshi es uno entre cientos es inapelable, pero que su arquitectura es para cientos, para miles, para millones es un principio de certeza y eso es, como poco, ilusionante.
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