En la fugaz y muy interesante revista de arte alemana Wolkenkratzer (mayo-junio, 1988), Isabelle Graw le preguntaba al artista y profesor Franz Erhard Walther: “¿Puedes imaginar que tu trabajo sea entendido sin conocer tu teoría, tu idea de la obra?”. A lo que Walther, con llana sinceridad, respondía: “No, no creo”.
Este era el colofón de una conversación muy interesante en la cual Walther planteaba esa idea de la obra como algo que “suponga contraer vínculos. En eso hago una distinción con situaciones que no pueden pensarse como arte. Y es que se trata de una manera de estar distinta a la de una situación cotidiana, pese a que las diferencias sean mínimas. Es algo que no se subraya especialmente. Pero la posibilidad de la distinción debe estar contenida. Eso es lo que debo decidir en nombre de los otros, aunque cada cual deba tomar luego su decisión. En cuatro palabras: Estoy aquí de pie, o incluso se puede ir más allá y ponerse de relieve como figura artística en sí. Está abierto, yo no insisto en que se cargue de un significado elevado; por ejemplo, puede ser perfectamente divertido”. Walther habla de participación, claro, pero la aceptación palmaria de que sin un conocimiento previo su obra no sería entendida, pone sobre la mesa uno de los problemas de mucho arte contemporáneo, su inteligibilidad.
Ahora Franz Erhard Walther aterriza con 'Un lugar para el cuerpo' en el Palacio de Velázquez del Retiro madrileño (hasta el 10 de septiembre), que sigue siendo un lugar cuyo público potencial es bastante más indiscriminado que el del Reina Sofía, casa matriz del Palacio de Velázquez y del vecino Palacio de Cristal. ¿Tiene sentido instalar aquí a un artista cuya obra no puede entenderse sin un manual?
E. Walther: agradable sin querer
La respuesta podría ser categórica y despectiva. Tipo otro timazo elitista del arte contemporáneo o expresión semejante. Solo que Franz Erhard Walther no parece un timador ni haberse preocupado nunca de vender gran cosa. Nacido en la ciudad centro-alemana de Fulda en 1939, goza de un alto prestigio desde los años 70, pero en realidad nunca se incluyó en el sistema del famoseo en el arte y ha vivido básicamente de su trabajo de 34 años como profesor de la facultad de Bellas Artes de Hamburgo. Y aunque se resigne a las dificultades que plantea su trabajo, concibe este como algo en lo absoluto elitista. Para Walther, sin la participación activa del visitante, la obra carece de sentido.
La primera gran exposición colectiva en la que participó Walther fue un evento de 1969 en la Kunsthalle de Berna: Live in your head: When Attitudes become Form (Vive en tu cabeza, cuando las actitudes se convierten en formas), comisariada por Harald Szeemann y que pasa por ser la gran puesta de largo del arte conceptual. Tanto es así que la exposición fue reconstruida en la Bienal de Venecia del 2013. Szeeman también incluiría a Walther en la Documenta de Kassel de 1972 (el artista volvería otras tres veces a la gran exposición quinquenal, este año extendida a Atenas) dentro de un apartado especial llamado Mitologías Individuales. Nombre que seguramente explicaba mucho.
De entrada y como le sucedía a su casi antagonista Donald Judd (minimalismo severo), Walther no puede evitar que casi todas sus piezas sean lo que suele llamarse bonitas. Lo que se muestra en el Palacio de Velázquez son formas casi siempre geométricas y casi siempre compartimentadas, realizadas mayoritariamente en tela. Los colores pueden ser vivos y contrastantes o más matizados. Las proporciones, aunque extrañas, se perciben como bien ideadas. En conjunto evoca una palabra que hace algunos siglos, antes del Romanticismo, tenía un significado positivo en las artes: agradable. Hoy en día agradable es un término peyorativo en las artes. Pero esa es otra historia.
Con todo y aunque desde el punto de vista retiniano la obra de Walther resulte muy convincente, su finalidad no es agradar. Mucho antes de que se ideara la idea de estética relacional (Nicolas Bourriaud en 1998), una de las ultimas tendencias ya establecidas en el mundo del gran arte, Walther estaba ocupado con algo que hoy se llama estética dialógica (de diálogo). Un diálogo puede ser una entrevista, pero también el uso común y compartido de algo. En el caso de Walther, las entrevistas han sido una forma verbal de discurrir sobre los principios que informan su obra, pero las palabras no sirven a la hora de enfrentarnos a cada obra en concreto. En el catálogo se recogen extractos de varias de estas entrevistas, entre ellas la de Isabelle Graw mencionada más arriba. Aunque, una pena, no aparece la frase sobre la inteligibilidad de la obra de Walther, muy relevante en un lugar como el Retiro. Por otra parte y de forma genérica, lo verbal no solo no es el único lenguaje, sino que a veces actúa como barrera para la comunicación.
El que mira también activa
Y es que las piezas de Franz Erhard Walther deben ser activadas por el visitante. Quien a su vez debe activarse a sí mismo, en principio en compañía de otro(s). La activación tiene que ver con el uso que los visitantes pueden hacer de las piezas. Prácticamente todo lo que hay expuesto en el Palacio de Velázquez son, en principio, herramientas de uno u otro tipo a la espera de ser activadas. Lo cual sucede, no siguiendo unas instrucciones explícitas, sino más bien el ejemplo de unos mediadores que estarán en la exposición todos los jueves, viernes, sábados y domingos.
El mismo día de la presentación, Walther mostró las posibilidades de activación de algunas piezas y a continuación varios mediadores desarrollaron otras acciones con piezas diferentes, a las que se sumaron sin mayor problema algunos asistentes. Algo entre una performance colectiva y abierta y una conga de colegio. Que puede emocionar precisamente por ello, porque apela a una ingenuidad básica en la cual cada movimiento de nuestros vecinos ha de ser tenido en cuenta, igual que ellos el nuestro. Una ingenuidad en la que podemos dejarnos ir tras aceptar lo que no deja de ser un proceso intelectual previo cristalizado en objetos.
Hay una pregunta pendiente. Aunque Walther sea muy honesto e interesante, ¿es este el mejor espacio para una exposición de este tipo? La respuesta, de nuevo, puede ser simple y tajante pero, como el trabajo de Walther, quizá deba ser algo ambivalente. Porque si bien en el Reina Sofía de Atocha la mayor parte de los visitantes, gente que cabe suponer interesada por el mero hecho de haber pagado la entrada en un museo, captarían casi a primera vista la mecánica de la exposición, el indiscriminado público del Retiro, donde además la entrada es gratuita, puede activar las piezas de forma mucho más inmediata y sin verse lastrado por grandes consideraciones intelectuales, mochila que es mejor dejar junto a la pared cuando aceptamos un proceso de este género.
Si Walther hubiera sido un figura que aparece en todos los medios y da que hablar por nimiedades, posiblemente todo lo descrito podría considerarse pura afectación. Pero leyendo los textos del catálogo se sigue un proceso intelectual muy riguroso en su elaboración. Y, sobre todo, muy cuidadoso con aquellas personas, los asistentes, que han de crear la situación pero que no son ni actores ni peones de ajedrez, sino individuos libres en una micro-comunidad. Considerando esto tal vez merezca la pena correr el riego de llevar a la cotidianeidad de un parque algo que no se entiende de entrada y que requiere del visitante para desplegar su mucha o poca potencia. Y ver que sucede.